Tribuna:

El pesimismo nacional

En fechas muy recientes, y con notable paralelismo, Savater y Cueto han denunciado en este periódico la presencia de cazadores furtivos dedicados a levantar las bestias del pesimismo en el tranquilo coto del panorama intelectual español. Esta denuncia no puede ser echada en saco roto, aunque sólo sea por la autoridad de sus firmantes y por la circunstancia de que ambos están libres de sospecha de haber practicado nunca el optimismo insensato o la adulación gratuita. Además, lo que a Savater y a Cueto preocupa no es la actitud pesimista -cuya genealogía conocen y respetan-, sino su uso inmodera...

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En fechas muy recientes, y con notable paralelismo, Savater y Cueto han denunciado en este periódico la presencia de cazadores furtivos dedicados a levantar las bestias del pesimismo en el tranquilo coto del panorama intelectual español. Esta denuncia no puede ser echada en saco roto, aunque sólo sea por la autoridad de sus firmantes y por la circunstancia de que ambos están libres de sospecha de haber practicado nunca el optimismo insensato o la adulación gratuita. Además, lo que a Savater y a Cueto preocupa no es la actitud pesimista -cuya genealogía conocen y respetan-, sino su uso inmoderado, su trivialidad y su pretensión de manifestarse como una crítica política de ejercicio singularmente cómodo. En definitiva -afirman de la mano-, criticar todo equivale a no criticar nada: la demagogia de lo peor es una variante degenerada de una de las corrientes más nobles del pensamiento europeo.A mí me gustaría mucho que el tema provocase una reflexión generalizada, aunque fuera polémica (como inevitablemente habría de serlo), puesto que ganaríamos mucho si se lograra precisar hasta qué punto es hoy corriente el pesimismo intelectual y político, y, sobre todo, las causas de tal actitud, independientemente de la posible imbecilidad (la expresión es de Cueto) de algunas de sus esporádicas manifestaciones.

Los españoles tenemos una vena de pesimismo que ha coloreado permanentemente nuestra cultura, aunque no haya sido formulada filosóficamente con la rigurosa sistemática de Schopenhauer, E. von Hartmann o L. Marcuse. El pesimismo del Siglo de Oro es asfixiante y también, aunque no tanto, el de la generación del 98, por citar únicamente los ejemplos más significativos. ¿Por qué habrá sido esto siempre así? ¿A qué se deberán ahora los rebrotes de esta actitud? ¿Es cosa de los españoles, de su temperamento, o es que las circunstancias nos impulsan a reaccionar de esta manera?

Sin ánimo de contestar a tan apasionantes preguntas, quisiera introducir aquí, al menos, ciertas puntualizaciones al planteamiento de Savater y Cueto.

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Por lo pronto, no es cierto que "criticar todo equivale a no criticar nada". Ni Mateo Alemán, ni Quevedo, ni Gracián, ni Larra, ni Unamuno dejaron títere con cabeza, y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido afirmar que sus trabajos fueron triviales, oportunistas o inútiles. Lo que sucede es que hay momentos históricos en los que el ciudadano no encuentra un solo punto en que apoyarse y ha de confesar su desesperanza. ¿Viviremos hoy uno de estos momentos?

Y tampoco es cierto que esta actitud crítica (¿pesimista?) sea cómoda. Nunca lo ha sido, y para comprobarlo basta recordar la vida y la muerte de los autores citados y de quienes como ellos escribieron. Hoy no se encierra a nadie en los calabozos de San Marco por enviar al Rey una carta demoledora, pero los del oficio saben bien lo que cuesta el ser deslenguado, decir lo que se siente y sentir lo que se dice, porque, sin necesidad de llevar fantásticas listas negras, el poder y la sociedad tienen mecanismos defensivos y represivos harto eficaces y muy dolorosos para el que se desmanda.

En otro orden de consideraciones, conviene insistir en lo difícil que resulta separar pesimismo de constatación de la realidad. En alguna ocasión yo he aludido al desastre de la sanidad, de la Administración pública, de la organización de los tribunales, de la policía y hasta de la conservación de la naturaleza. ¿Habrá alguien que se atreva a negar estas realidades? ¿Dónde está el motivo de escándalo si todos reconocen que las cosas son así?

Bien es verdad que podrá decirse, y con razón, que el pesimismo no consiste en la constatación de las realidades desfavorables, sino en la actitud de constatar únicamente las realidades desfavorables o el lado desfavorable de la realidad. La mejor imagen del pesimismo consiste en la de los dos bebedores que han consumido media botella de vino. El optimista dirá: "Todavía nos queda media botella" y el pesimista: "Ya sólo nos queda media botella". Los dos han contestado correctamente en realidad, pero su actitud valorativa es completamente distinta. Pero ¿qué optimismo cabe cuando la botella ya se ha acabado y no hay dinero para comprar la siguiente? ¿Puede tacharse de pesimista a quien así lo proclama? La valoración de la realidad no depende sólo del cristal con que se mira. Es que un mismo fenómeno objetivo encubre realidades muy distintas. El pasajero de una galera podía disfrutar de su airoso navegar y del progreso del comercio, pero es seguro que el remero forzado opinaba de otra manera, y no porque lo viese de forma distinta, sino porque para él era otra cosa. No tratemos, por tanto, de optimistas a los pasajeros felices, ni tachemos de pesimismo a los galeotes o a quienes se solidarizan con las desgracias de éstos.

Hay algo que los bienaventurados (es decir, los que tienen hambre y sed de justicia) no pueden soportar: que les consuelen con engaños y palabras vanas y que encima les traten de impacientes, resentidos y pesimistas. Sean optimistas -y enhorabuena- los que tienen motivo para ello, puesto que legítima o ilegítimamente (que de todo hay) están comiéndose el pan del país, pero permítase a los de abajo que al menos tomen conciencia de lo que a ellos les está sucediendo y que así lo digan. El aumento de la riqueza nacional, del paro y de los salarios son datos estadísticos que no afectan por igual a todos los españoles y que a algunos no les afectan en absoluto. Si a unos les toca participar del paro y a otros beneficiarse del progreso económico, ¿cómo van a pensar lo mismo?

Al llegar a este punto parecen ya demasiado simples los planteamentos binarios de pesimismo-optimismo, y tenemos que movernos en categorías más complejas, como la sinceridad, la honestidad y el coraje. Porque no es honesto silenciar una situación que se cree deplorable; hay que ser sinceros en lo público y no entrar en el doble juego de lo que se reconoce entre iniciados y se esconde para la masa de los ciudadanos; hay que tener el coraje de arrostrar el reproche oficial y, eventualmente, el social.

Frente al deterioro social y de las instituciones cabe la reacción individual del sálvese quien pueda: mandaremos a nuestros hijos a la escuela y a la universidad privadas, contrataremos un servicio propio de correos y de vigilancia, nos serviremos de funcionarios corruptos y, en fin, nos iremos a vivir a un chalé de la sierra para escapar de la polución urbana. Viviendo así no tendremos necesidad de denunciar nada y nadie podrá tacharnos de pesimistas, antes al contrario, puesto que estamos demostrando que las cosas no son tan graves. Pero también cabe solidarizarse con quienes dependen de esos servicios deteriorados, y denunciar lo que todos los ciudadanos, salvo los privilegiados, están padeciendo sin escapatoria. Esto, a mi juicio, no es pesimismo, sino, pura y simplemente (aunque la expresión parezca retórica), un deber cívico. Porque, sin presumir de héroes (lo que hoy, felizmente, resultaría grotesco), hace falta un cierto valor cívico para señalar a la realidad con el dedo y llamar a las cosas por su nombre: ese nombre que muchos fingen ignorar, muy pocos tienen la oportunidad de proclamar a los cuatro vientos desde un periódico y menos aún se atreven a hacerlo. ¿Para qué están los periódicos: para decir lo que la gente siente y piensa, o para distraer con embelecos y con cuestiones que a nadie importan?

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