Tribuna:

El otro Rambo

Hace pocos días, un coloquio de reflexión conmemorativa con motivo del aniversario de la muerte de Che Guevara, organizado por la Fundación Pablo Iglesias, tuvo que ser interrumpido ante la actitud de algunos asistentes al acto que habían decidido no admitir cuanto no fuera ditirambo hagiográfico a la figura desaparecida. Empieza a ser irritante la extensión de Ios modales de hooligans y ultrasures a las salas de conferenciás; aunque, quizá, más bien se trate de una tardía influencia de Bud Spencer y Terence Hill: "Diga lo que queremos oír... o, si no, nos enfadamos". Como ni intervenci...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hace pocos días, un coloquio de reflexión conmemorativa con motivo del aniversario de la muerte de Che Guevara, organizado por la Fundación Pablo Iglesias, tuvo que ser interrumpido ante la actitud de algunos asistentes al acto que habían decidido no admitir cuanto no fuera ditirambo hagiográfico a la figura desaparecida. Empieza a ser irritante la extensión de Ios modales de hooligans y ultrasures a las salas de conferenciás; aunque, quizá, más bien se trate de una tardía influencia de Bud Spencer y Terence Hill: "Diga lo que queremos oír... o, si no, nos enfadamos". Como ni intervención fue la más damnificada por el vocerío corsario de un bocazas y sus correspondientes corifeos (sobre todo, corifeas), quisiera completar aquí lo que allí no pude decir del todo.Veinte años no es nada, dice el tango. Como señaló Régis Debray, otro de los asistentes al coloquio, 20 años son demasiado para la fidelidad del simple recuerdo, personal y demasiado poco para la objetiva consideración histórica. Uno de los reproches que con más fruición se nos hicieron, a Debray y a mí, fue el que en estos 20 años "habíamos cambiado". En efecto, no somos lo que éramos hace 20 años; aún peor, es seguro que centro de otros 20 no seremos lo que ahora somos; y 20 años después, probablemente, ya no seremos, lo que constituye la traición definitiva. Por mi parte, no es cosa que me preocupe deriasiado: quien ha sido real- mente joven a tiempo, no necesita recuperar a destiempo la ocasión perdida. Los hay que a los 25 años ostentaban el rigor de obispos analíticos y ahora prefieren la travesura de punks utopistas. Aunque he oído que injertos de la piel tiernecita de los fetos pueden reparar los tejidos cerebrales dañados por la edad, por el momento, ese trasplante no me tienta. Pero, en lo tocante a Che Guevara, me atrevo a asegurar que mi evolución no es la supuesta por los que en el coloquio la denunciaban. Hace 20 años, mis amigos libertarios y yo teníamos al Che por basura leninista, exportada con fines propagandísticos por un gran campo de concentración llamado Cuba; sus posters jesucrísticos, rodeados de veneración por progres blandengues no nos merecían más que sarcasmos. Hoy, mi consideración del personaje, incluso de la propia Cuba, es muchísimo más matizada, como aprenderá, en parte, quien tenga la paciencia de seguir leyendo.

En mi intervención en el mencionado coloquio de la Pablo Iglesias dejé voluntariamente a un lado la referencia al concreto papel histórico desempeñado por el Che. No me parece ésta una actitud hostil, pues no faltan objeciones serias contra los presupuestos teóricos y los resultados prácticos de sus aventuras revolucionarias. Tan sólo señalé que hoy la guerrilla latinoamericana debe ser considerada como un síntoma del atroz conflicto político que padecen esos países y como un dato imprescindible a la hora de resolverlo, pero no como la solución misma. Pedir, sin matices y como suficiente panacea, el respeto a las formas democráticas puede ser una simplificación interesada, pero atenerse al modelo cubano o nicaragüense como única emancipación lícita en la zona aún produce peores efectos políticos. ¿Habrá que recordar una vez más la lúgubre farsa interpretada por los montoneros en el trágico pasado reciente y de rebote en el dificil presente de Argentina?

Pero lo que más me interesa recordar no es el papel que tuvo el Che y también la guerrilla en América, que puede ser justificado de manera parcialmente convincente, sino el que desempeñó su mito en la Europa de los años sesenta y setenta. Como todas las situaciones de aparente fervor colectivista, aquel momento pedía superindividualidades carismáticas: el Che sirvió de héroe identificatorio y también de apto detentebala para nuevos escápularios. Son funciones taumatúrgicas que la beatería izquierdista nunca hubiera concedido a un Camilo Cienfuegos o a un Roque Dalton, a los que la circunstancia histórica hizo prestar un testimonio menos edificante. Lo que se pedía de este tipo de héroe compensatorio es que se mostrase allá donde los demás se ocultaban: no en vano llamaba Tucídides a los héroes andres epifaneis, hombres que se muestran, que se hacen totalmente visibles. Incluso su muerte había de reforzar este papel de exposición, pues quedarse en el sitio es un modo de permanecer por siempre disponible.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tal como en el siglo XVIII las aristócratas de la Francia prerrevolucionaria jugaban a pastorcillas en falsas grutas habilitadas en los jardines de sus palacios, los jóvenes europeos de los años sesenta reinventaban al buen salvaje jugando a guerrilleros latinoamericanos en las capitales de avanzados Estados industriales. La intervención decis va del héroe debía zanjar de una vez por todas las postergaciones y litigios de la fastidiosa política parlamentaria, propiciando el salto cualitativo sin escalas a la utopía realizada. Basta de trámites, basta de aplazamientos y trabas, basta de miserias provocadas por el dificil aunamiento de la voluntad colectiva. En este punto, me atreví a pronunciar en el coloquio la blasfemia suprema: el Che fue -en cuanto nuto europeo, no en cuanto personaje histórico americanootro Rambo. Ambos se debaten en el exótico manglar primigenio, ambos se valen por sí solos y, caiga quien caiga, ambos son obstaculizados por las cortapisas inescrupulosas de los políticos, ambos son guardianes insobornables de hoscos principios que no están dispuestos a discutir. ¡Qué alivio energético identificarse con cualquiera de ellos, qué superioridad alucínatoria sobre la ineficacia de quienes tantean y pactan a nuestro idrededor!

Se repite que nuestro presente narcisista se ha refugiado en la privacidad y ha abandonaolo culpablemente el anhelo de utopía. Algunos preconizan una juvenil inyección utópica para recuperar la generosidad política perdida. Pero, ¿hasta qué punto no era también narcisismo -y de la peor especie, de la que ignora su nombre o se avergüenza de él- aquella identificación con el héroe, preferentemente muerto? ¿Acaso no ha servido de coartada aquella utopía para la apatía actual? Si no se puede obtener todo y de un solo zarpazo -los héroes han muerto traicionados-, ¿a qué molestarse en trampear laboriosamente con lo real? Ya todo se vale. La utopía heroica era la promesa de un gesto superpolítico que aboliera para siempre la necesidad de la política: ¿cómo resignarse después a un juego político que no promete más que su continuación indefinida, aún en el mejor de los casos? Volvamos a casa, a nuestros negocios, con el alivio de que en su día estuvimos de parte de quien, inútil y heroicamente, lo intentó todo. Veinte años después se puede ser positivamente comprensivo con Che Guevara en su conflictiva y contradictoria trayectoria histórica; pero, con su mito, con el otro Rambo, hay que ser tan implacable como con cualquiera otra forma de nostálgica pereza.

Archivado En