Una elección absolutamente abierta

A poco menos de un año vista del día D, el martes 8 de noviembre de 1988, los 240 millones de norteamericanos sólo coinciden en una cosa: la elección está absolutamente abierta, como nunca desde hace 40 años, y ninguno de los dos partidos ofrece de momento un presidente creíble para suceder a Ronald Reagan.Pocos ciudadanos creen que el actual vicepresidente, George Bush, será, en enero de 1989, quien preste juramento como el 439 presidente de Estados Unidos. Y entre los demócratas ni siquiera se vislumbra quién será el candidato definitivo.

Y una segunda observación: hasta el verano pas...

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A poco menos de un año vista del día D, el martes 8 de noviembre de 1988, los 240 millones de norteamericanos sólo coinciden en una cosa: la elección está absolutamente abierta, como nunca desde hace 40 años, y ninguno de los dos partidos ofrece de momento un presidente creíble para suceder a Ronald Reagan.Pocos ciudadanos creen que el actual vicepresidente, George Bush, será, en enero de 1989, quien preste juramento como el 439 presidente de Estados Unidos. Y entre los demócratas ni siquiera se vislumbra quién será el candidato definitivo.

Y una segunda observación: hasta el verano pasado, los demócratas veían muy posible alcanzar la Casa Blanca subidos en la estela del escándalo Irangate. Hoy, en el otoño, esto está muy poco claro. El asunto Irangate ha desaparecido, a pesar de que está a punto de publicarse el informe final del Congreso, que será muy crítico hacia el Presidente Reagan, y el juez especial Lawrence Walsh procesará probablemente a Oliver North, a Poindexter y a algún otro compañero de correrías.

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Los sociólogos hablan de que los norteamericanos cerrarán esta etapa en la que Reagan ha reducido el peso del Gobierno, convertido al máximo en espectador, con una nueva época en la que se iniciaría una vuelta al idealismo, limitando el materialismo desenfrenado y la codicia de la generación del yo, alimentada por el reaganismo. Y en lo político, un reconocimiento de que el Grobierno federal -sin volver al Estado-providencia, para alimentar el cual este país ya no produce e ingresa lo suficiente- aún tiene algo que hacer para evitar que los pobres sean cada vez más pobres en la América del bienestar.

Desvanecido el Irangate, Estados Unidos tiene una asombrosa capacidad de olvido, y ya nadie se acuerda del héroe Ollie North; los demócratas sueñan ahora con una crisis; económica anticipada que les podría poner en la Casa Blanca.

Esta es, al mismo tiempo, la pesadilla de los republicanos, que han vendido prosperidad continuada como la medicina para mantener el poder. Porque, en EE UU, las elecciones no se deciden por la política exterior, sino, por los bolsillos y los niveles de bienestar.

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En cualquier caso, el frente exterior -si Ronald Reagan culmina su presidencia pactando con los soviéticos, la primavera próxima en Moscú, una reducción de misiles estratégicos- puede jugar a favor de los republicanos.

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