Tribuna:

El filósofo obsceno

El desmesurado protagonismo de los medios de comunicación -sin los cuales nada logra ya ser, aunque dentro de los cuales nada logra ser mucho tiempo- convierte a los individuos más frecuentemente por ellos exhibidos en tema privilegiado de una Fascinada actividad censoria. La corbata chillona del presentador de televisión da más que hablar que las noticias transmitidas y muchísimo mas que las omitidas: alfa y omega de la criminal manipulación del poder, de la incurable mediocridad del país, de la huera vanagloria que para siempre nos condena, esa corbata. Si el personaje que nos asalta ...

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El desmesurado protagonismo de los medios de comunicación -sin los cuales nada logra ya ser, aunque dentro de los cuales nada logra ser mucho tiempo- convierte a los individuos más frecuentemente por ellos exhibidos en tema privilegiado de una Fascinada actividad censoria. La corbata chillona del presentador de televisión da más que hablar que las noticias transmitidas y muchísimo mas que las omitidas: alfa y omega de la criminal manipulación del poder, de la incurable mediocridad del país, de la huera vanagloria que para siempre nos condena, esa corbata. Si el personaje que nos asalta desde la pantalla, el micrófono o la página impresa pertenece a ese tipo tradicionalmente mirado con justa desconfianza y plausible hostilidad -el intelectual-, tan crispado desasosiego se produce de forma aún mas intensa. En España, por lo visto, de nadie se espera tanto como de los intelectuales y de nadie se recibe medios. Así ha nacido un género de artículo destinado a no pensar más que en lo poco que se piensa, en lo mal que se piensa, en lo venalmente que se piensa, etcétera. A esta especialidad de malpensados ya la he llamado en otra parte el género tonto. En la patria universal de la figura del intelectual, en Francia, Finkielkraut y Bernard-Henry Lévy incluso han intentado una cruzada que devuelva su dignidad perdida a esta especie amenazada por la promoción agobiante de Madonna, los detergentes y varios equipos de fútbol. Aunque no me parece que sea para tanto, ni la línea de argumentación allí elegida me convenza, quizá no empeore demasiado las cosas añadir otra palabra.Voy a centrarme en un modelo concreto de ese intelectual denostado, quizá el que conozco un poco más de cerca. Y tomo como pie un artículo de Antonio Pérez-Ramos, aparecido en estas mismas páginas Alicia en el país de la Zaratustra, EL PAÍS, 9 de octubre), en el que se denuncia con envidiable fuego verbal "una sombra locuaz que se ha instalado en el presente cultural español: el tipo del filósofo escénico". Supongo memorable y memorada la caracterización de este espécimen: ubicuo en los medios de comunicación, dado a "la interjección, la cita y el donaire", volcado al articulismo de urgencia, a la ponencia en congresos de ocasión, a las variedades televisivas, asiduo en actos fiduciariamente culturales patrocinados por municipios y entidades bancarias, semicrítico, semihedonista, bloquea temeroso el diálogo y favorece el soliloquio, a la espera de otro Julien Benda que denuncie esa traición que no cesa. Es reo de impenitente endogámica nadería, de modo que, a fin de cuentas, él se lo ha buscado. Reconozco de entrada la dificultad del diálogo perdido y añorado, al menos en este caso concreto. Temo que este artículo no sea más que otro soliloquio, yuxtapuesto al de Pérez-Ramos, y no veo qué podríamos hacer para remediarlo. ¿Dónde reunirnos que no nos separen las opiniones? ¿Qué coloquio público o qué encuentro abierto de cualquier clase no tendría como primer efecto agravar mi estigma escénico y además contribuiría a escenificarle un poco a él, para su mal? Aun así, ya empezada la tarea, sigo empeñado en asumir el riesgo.

Dejemos a un lado las especulaciones sobre qué motivos impulsan al filósofo escénico a su azogada condición, sea el ansia de notoriedad, la apetencia de lucro o ese cor irrequietum al que invocaba san Agustín. Los motivos de los humanos son siempre previsibles y rara vez nobles, lo que no excluye que algún efecto imprevisiblemente noble pueda derivarse de ellos en su función pública: ¿necesitaré recordarle el apólogo apicultor de Mandeville a un doctor por Cambridge? En cualquier caso, su actividad es heredera de gente no menos ubicua y notoria, aunque sin duda más distinguida, como Voltaire, Bertrand Russell o Sartre. Y antes -por qué renegar de este precedente ilustre-, los sofistas griegos, que tuvieron el no pequeño mérito de inspirar en su contra hostilidades fecundas. Aunque, también hay que decirlo, no basta denunciar al sofista para convertirse automáticamente en Platón. Frente a la filosofia como contemplación y recogimiento (en el doble sentido de apartarse y de acumular materiales), suponen factible una cierta filosofia de intervención, no perenne, sino urgente, que sale al paso en lugar de pasar olímpicamente. Actitud que tiene obvios vicios y patentes defectos, pero quizá no más que cualquier otra. ¿Acaso rehuír la escena garantiza honradez intelectual, perspicacia inquisitiva, hondura y altura de pensamiento, etcétera? El profesor Pérez-Ramos, que denuncia con tan cauta e imprecisa generalidad las naderías de los escénicos, conocerá también naderías de 500 páginas y con otras 500 de bibliografía, naderías expelidas en el seguro refugio del aula universitaria, naderías que pasan al galope por las cabezas de quienes se cuidan de no decir nada.

Digamos que unos escénicos nadean y otros no tanto, o que cada escénico nadea en unas ocasiones y en otras algo menos: descripción que conviene a bastante gente además de ellos. Pero al menos intentan aproximar lo que se ha pensado y lo que puede pensarse, la tradición de las razones (que no es simplemente el majestuoso decurso de la razón con mayúscula), a quienes tienen el profano vicio de asistir a actos culturales, o escuchar la radio, o buscar en la televisión ocasionales destellos reflexivos. ¿Acaso deberían condenar a esos ciudadanos de cuyas decisiones, a fin de cuentas, depende el ordenamiento político de la comunidad a no tener más alternativa que el Un, dos, tres o la Fenomenología- del espíritu? ¿Facilitarían más el diálogo razonable generalizado negándose a comparecer allá donde el resto de sus semejantes ponen su atención y su curiosidad? ¿Deberían renunciar a colaborar con lo que saben y, sobre todo, con lo que saben que ignoran a que el espacio público de la comunicación. salga de su beata especialización en desfiles, coros y danzas? No digo que cumplan bien esta tarea ni que la desempeñen por razones mejores que la vanidad o el afán de lucro: lo que digo, hasta oír mejores argumentos de Pérez-Ramos, es que veo más utilidad social que daño en su exhibicionismo. Porque, vamos a ver, ¿a quién impide el filósofo escénico llevar a cabo su obra despaciosa y erudita?

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El filósofo obsceno

Viene de la página anterior¿A quién prohíben leer la obra de los grandes autores de la tradición filosófica, cuyos nombres muchos profanos llegarán a conocer quizá por ellos? ¿Qué bibliotecas han saboteado, qué deficiencias universitarias han provocado? En el franquismo, cuando la filosofía aún no se había escenificado demasiado, no recuerdo mejores bibliotecas ni mejor universidad; en Francia, donde el pensamiento es muchísimo más escénico de lo que aquí llegará a serlo jamás, las bibliotecas, la universidad y la vida cultural misma no son precisamente patéticos eriales...

Por supuesto, no hay ninguna obligación de salir a la palestra si ello no va con el carácter o con el tipo de trabajo que se quiere realizar. A quien elija el retiro estudioso o el silencio o a quien no desee otra publicidad que el contacto con sus alumnos nadie puede reprocharles nada. Y si de ese recogimiento majestuoso brota una gran obra filosófica, con mayor alborozo todavía será recibida por llegar a la acera de sombra. Ahora bien, también el filósofo escénico tiene su contrafigura detestable: le llamaremos el filósofo obsceno, porque su prurito es precisamente mantenerse fuera de la escena. No vive éste del contento de la obra propia ni de la labor cotidiana de relación con sus alumnos, sino de la contemplación del escenario por la ranurita de su obscenidad. Su despilfarro consiste no en enseñarlo todo, sino en ocultar que carece de nada que enseñar. De cuando en cuando perpetrará algún articulito inaccesible e inane, prolongado por toda la bibliografía que el ordenador de cualquier antecesor suyo haya inventariado, con no más de tres o cuatro incrustaciones propias. Lo que le fortifica y le alimenta no es lo que hace, sino aquello a lo que renuncia: a él nunca le verán cubierto de lentejuelas. Por lo demás, le queda el espacio tras las bambalinas, la sordidez de la intriga académica.

Exhorta Pérez-Ramos humildísimamente (¡ay de aquel que asegura coram populo lo humilde de su opinión, pues será ahogado por las flemas de la soberbia!) a la interdisciplinariedad y el estudio de ciencias empíricas o formales. Nada hay que objetar a tal exhortación, salvo el no ser precisamente nueva y el haber sido ya seguida por bastantes personas, en el escenario y fuera de él. Aun así, el problema del papel filosófico en la sociedad multimediática actual quizá siga en pie; como dejó dicho un gran sabio interdisciplinar, Georg Simmel, "es tan poco probable que la empiria total sustituya a la filosofía como interpretación, matización e insistencia individualizada sobre lo real como que la perfección de la reproducción mecánica haga inútiles las manifestaciones de las bellas artes".

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