Tribuna:PRESENCIA HISPANA EN NORTEAMÉRICA

Viaje al Suroeste

Hace algunos años recogía yo una observación de Américo Castro acerca del uso del idioma castellano en América. Venía a decir el historiador que ensancha y estremece el ánimo observar, por propia experiencia, que hablan español los indios del suroeste de Estados Unidos y los huasos (o guasos), al sur de Chile. "Todo ello", agregaba Américo Castro, "por obra del mismo acontecer del vivir hispánico, no por acción de nada parecido a la Alliance Française ni a ninguna oficina de relaciones culturales".No va a hablarse aquí de la lengua y cultura de esa América hispana que tradicionalmente s...

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Hace algunos años recogía yo una observación de Américo Castro acerca del uso del idioma castellano en América. Venía a decir el historiador que ensancha y estremece el ánimo observar, por propia experiencia, que hablan español los indios del suroeste de Estados Unidos y los huasos (o guasos), al sur de Chile. "Todo ello", agregaba Américo Castro, "por obra del mismo acontecer del vivir hispánico, no por acción de nada parecido a la Alliance Française ni a ninguna oficina de relaciones culturales".No va a hablarse aquí de la lengua y cultura de esa América hispana que tradicionalmente se ha denominado así para designar el territorio comprendido entre el río Grande y el cabo de Hornos (cón la excepción de Brasil), al que habría que añadir casi la totalidad de las islas que componen el archipiélago antillano. Hablamos del quizá menos conocido mapa cultural y lingüístico de los hispanohablantes de Norteamérica y, en especial, de ese Suroeste de Estados Unidos que habrá de ocupar la atención de tantos durante las próximas semanas.

Siquiera para hacer rápida memoria de lo que el suroeste americano fue en otro tiempo, convendrá recordar que, durante la época colonial, incluía las llamadas provincias internas de la Nueva España -Nuevo México, Arizona, Colorado y Nevada-, además de California y de lo que hoy es el Estado de Tejas. La historia poscolombina de esa región (mayor en superficie que toda la Europa occidental) tuvo su origen en las expediciones de Francisco Vázquez Coronado, salmantino de nacimiento, emigrado al Nuevo Mundo para servir al virrey Antonio de Mendoza, y, más tarde, en 1538, nombrado gobernador de Nueva Galicia. Desde allí, desde lo que ahora es el Estado mexicano de Jalisco y parte del de Sinaloa, salió Coronado hacia el Norte con un puñado de hombres en busca de las legendarias Siete Ciudades de Cíbola y la Tierra Dorada de Quivera. Nada de eso encontró, pero su empeño lo llevó a explorar y colonizar la vasta geografía fronteriza que, dentro de Estados Unidos, constituye uno de los principales núcleos hispánicos del país. Además del de Vázquez Coronado, otros nombres deberían añadirse a la lista de quienes contribuyeron en esta empresa que, como todas las que se realizaron en la conquista, tuvo sus lacras y sus glorias. Entre ellos, y por mencionar sólo unos pocos, el de Juan de Oñate (vi una humilde lápida en su memoria, entre los cardos, a las afueras de una aldea de Nuevo México), el de fray Junípero Serra y el de Eusebio Kino, españolizado jesuita tirolés este último, excelente matemático y cartógrafo que, entre otras cosas, tuvo la sana ocurrencia de probar, consiguiéndolo, que la Baja California no era una isla.

Pero la cuestión que hoy puede interesarnos más es la de tratar de averiguar en qué medida se han conservado en el suroeste de Estados Unidos esos trazos del vivir hispánico que, sin duda alguna, dan a la región una fisonomía humana y cultural notablemente distinta de la que caracteriza a la América anglosajona. Es la población del Suroeste, en un alto porcentaje, india y mestiza. Excepcionalmente, es posible encontrar pequeñas concentraciones demográficas de directo origen español. Y en el Estado de Nevada, por causa de mucho más recientes movimientos migratorios, abunda la gente vasca, que ha logrado conservar, apenas sin cambios, su lengua y sus costumbres.

Aparte esas excepciones, lo hispánico en las tierras del Suroeste debe hoy considerarse como resultado de una triple herencia cuyos elementos -lo español, lo mestizo y lo indio- son ya inseparables, y cuya identidad, conviene no olvidar esto, es algo definido y propio. En estos últimos años, el llamado Movimiento Chicano ha venido persiguiendo con tesón encomiable precisamente eso: la búsqueda de una identidad social, cultural y hasta lingüística, que sin ser del todo ajena a lo que, para entendernos, podríamos llamar "lo más genuinamente español", en modo alguno coincide con ello. Entre las múltiples publicaciones de estudios chicanos que pueblan las bibliotecas universitarias de todo el país, son frecuentes los títulos que denotan esa voluntad de independiente autodefinición. Somos chicanos se titula un libro de David F. Gómez, escrito en inglés, de especial utilidad y en el que se incluye un vocabulario del que entresaco estas voces:

"Chicano: mexicano-americano pobre, o mexicano que vive en los Estados Unidos. Definitivamente peyorativo, el término no tiene origen claro. Una teoría es la de que los indios mexicanos pronunciaban mexicano diciendo meh-chi-cano, quedándose luego en la forma abreviada de chicano. Ahora es de uso muy extendido entre los mexicano-americanos que están orgullosos de su identidad étnica y racial, de su historia, etcétera". (Subrayados míos.)

Gachupín

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En ese mismo vocabulario aparece la palabra gachupín, cuyo significado es español y cuya intención es peyorativa.

Sería injusto, además de falso, sacar de esto la conclusión de que entre la población chicana hay una generalizada actitud de hostilidad hacia España y los españoles. Prueba de ello es que, durante mis largos años de residencia en Estados Unidos, he tenido la suerte de hacer buena amistad con muchos mexicano-americanos que se complacen en hablarme en su lengua y que no tienen el menor inconveniente en que yo les responda en la mía. Si hago esta distinción es porque el lenguaje chicano tiene ya su diccionario propio, enriquecido, además, con valiosos estudios linguísticos que, poco a poco, irán fijando lo que de modalidad dialectal acaso llegue algún día a ser vehículo de comunicación de más alto rango. Es ese lenguaje un mezcla de anglicismos y de castellano actual y arcaico, desarrollado en el contexto social de las clases trabajadoras, y transmitido de padres a hijos por vía oral. Expresiones como volver a llamar se convierten, en lenguaje chicano en llamar pa'trás, giro tomado préstamo del equivalente inglés call back; divertirse (en inglés, have a good time), se dice tener un buen tiempo; resolver los problemas (to figure the problems out), deviene figurar los problemas.

Una cuenta es un bil (bill); mirar es guachear (to watch); un camión es una troca (truck). A veces en el habla chicana común, se combinan vocablos castellanos ingleses con resultados como éste: The man que vino ayer wants to buy un carro que es nuevo. (El hombre que vino ayer quiere comprar un coche que se nuevo.)

Términos tomados del español arcaico serían: asina, ansina truje, vide, endenantes. Ejemplo de transformaciones fonética debidas a un fenómeno de metátesis son pared > pader: lengua > luenga; magullado > mallugado; estómago > estógamo, etcétera. Alteraciones de epéntesis son: lamer > lamber; querrá quedrá; mucho > muncho; aire aigre. Y cambios de acentuación tienen lugar en palabras como mendigo > méndigo; seamos séamos, y muchas otras más.

Pero si éstos son los modo lingüísticos de la gran mayoría de la población chicana -que, por otra parte, suele dominar el Inglés y lo usa en sus contactos con los no hispánicos-, hay también en el Suroeste minorías que conocen bien el español, y lo escriben, hablan y enseñan sin la menor dificultad.

Las complejidades de la psicología chicana, recogidas por Joy L. Martínez en su estudio colectivo Chicano psychology (Academi Press, 1977), son demasiada como para hacer aquí un resume de ellas. Con todo, creo no equivocarme al advertir que, aun siéndonos legítimo a los españoles de nacimiento fomentar cualquier grado de simpatía (dándole a esta palabra su más propia acepción que pueda existir entre el allá y acá, entre el pasado de España el presente de América, convedría poner en todo intento de acercamiento la máxima dosis prudencia. El estremecimiento Américo Castro que mencionaba yo al comienzo y que ha sido modestamente compartido por mí en ocasiones, pudiera interpretarse mal si es manifestado con exceso de entusiasmo. Hay algo en todo esto que debe quedar para siempre sepultado en el silencio, es ese gran brahamán de la sabiduría del que Ortega nos hablaba.

Carlos Mellizo es catedrático de Lengua y Literatura Españolas en la un versidad de Wyoming (EE UU).

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