Cartas al director

'Rock' y locura

Otra vez la controversia ópera versus rock. Esta vez de la mano de Plácido Domingo. "Escuchar rock enloquece", dice. Desde luego que enloquece. Sin embargo, la ópera no se queda corta. Es innegable que una exposición inmoderada a los excesos bucales de la Caballé puede llegar a resultar nocivo para la salud mental de cualquiera. Y ya que nos ponemos a hacer valoraciones tajantes sobre temas de los que no se tiene previa idea, yo podría afirmar que la ópera, lo que Plácido Domingo considerará sin duda el sumun del buen gusto, la cota más alta de la creatividad, no es otra cosa par...

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Otra vez la controversia ópera versus rock. Esta vez de la mano de Plácido Domingo. "Escuchar rock enloquece", dice. Desde luego que enloquece. Sin embargo, la ópera no se queda corta. Es innegable que una exposición inmoderada a los excesos bucales de la Caballé puede llegar a resultar nocivo para la salud mental de cualquiera. Y ya que nos ponemos a hacer valoraciones tajantes sobre temas de los que no se tiene previa idea, yo podría afirmar que la ópera, lo que Plácido Domingo considerará sin duda el sumun del buen gusto, la cota más alta de la creatividad, no es otra cosa para mí que un griterío ensordecedor, un corral de gallinas cluecas, una parodia de eso que se viene a llamar música, que, por lo demás, resulta pedante y sin sentido para los tiempos que corren. ¿Y por qué no afirmar también que el boom operístico, del que tanto vienen hablando todos nuestros laureados tenores, no es otra cosa que un fenómeno potenciado artificialmente por la dedocracia del dirigismo cultural? Es más que evidente que la generación actualmente en el poder ha escuchado Traviata hasta enloquecer. Por lo demás, no es ningún secreto para nadie que asistir a la temporada de ópera de turno es una cuestión de prestigio social. Queda pero que muy bien. Incluso la joven literatura española (El hombre sentimental, de Javier Marías) se deja atrapar por las coruscantes fascinaciones de esa elite de pedrería y oropeles totalmente abocada en su particular culto a la belleza. ¡Pues qué bien!Sin embargo, muy por encima de este tema, prevalece una cuestión elemental, que no es otra que las emociones psicoestéticas de cada cual. La aseveración de nuestro magno tenor sobre la malignidad del rock me obliga a sumirme en unos cuantos interrogantes. ¿Priman más, por ejemplo, las emociones psicoestéticas de un catedrático leyendo a Machado que las de una empleada de un taller textil leyendo novelas del corazón? ¿Determina verdaderamente la carga cultural la validez, intensidad y contenido de esas emociones? ¿Quiénes se creen que son esos señores que escudándose en Vivaldi, Cervantes o el sursuincorda de turno tienen la real jeta de venir a minusvalorar y descalificar la percepción del arte de los demás mortales?

Y digo arte a pesar de que parece ser que 30 años de rock no han sido suficientes para que por lo menos los Beatles hayan penetrado en los mausoleos de la cultura culta, la de los doctos doctísimos y amén. Es para enloquecer-

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