Tribuna:

Un 'Rodríguez' (político)

Desde hace ya algún tiempo cada mes de agosto me convierto por unas semanas en una especie de Rodríguez político, en una de las raras excepciones al éxodo generalizado de lo que suele llamarse -casi siempre con tonos peyorativos- la clase política. No es que esta permanencia en mi ciudad sea algo forzado o forzoso, una continuación del trabajo por la que yo me vea acreedor de méritos o reconocimiento; nada de eso.Cada año renuevo la sensación de que veranear en Madrid es algo que merece la pena.

Varias veces, en los últimos días, he tenido la oportunidad de recorrer, siendo recon...

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Desde hace ya algún tiempo cada mes de agosto me convierto por unas semanas en una especie de Rodríguez político, en una de las raras excepciones al éxodo generalizado de lo que suele llamarse -casi siempre con tonos peyorativos- la clase política. No es que esta permanencia en mi ciudad sea algo forzado o forzoso, una continuación del trabajo por la que yo me vea acreedor de méritos o reconocimiento; nada de eso.Cada año renuevo la sensación de que veranear en Madrid es algo que merece la pena.

Varias veces, en los últimos días, he tenido la oportunidad de recorrer, siendo reconocido en alguna ocasión, de incógnito en la mayor parte de los casos primera popularidad la de los carteles electorales), las calles de siempre. También he visitado algunas de las bulliciosas terrazas de lo que ya se conoce como costa de Madrid, y he asistido a los festejos populares tradicionales en estas fechas.

Y, aunque mis recorridos diurnos y nocturnos hayan sido algo más breves y espaciados que en años anteriores (básicamente a causa de una insignificante, aunque no por ello menos inoportuna, intervención quirúrgica), he tenido sobrada ocasión para tomar el pulso a la ciudad, a mi ciudad; sigo pensando que su estado general, pese a todos los problemas, a las evidentes carencias y deficiencias, sigue siendo de vitalidad y alegría.

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Acaso resulte algo duro para un alcalde tener que confesarlo, pero lo cierto es que resulta una delicia ver disminuir el tráfico en estas breves semanas de agosto, cuando, perdida la prisa, se recobra el valor del tiempo degustado, del paseo a pie.

Es precisamente en estas semanas, en las que coinciden tantas celebraciones castizas, cuando aprovecho para recargar mis pilas de madrileñismo sentido, para recorrer casi amorosamente unas calles y plazas que me están prácticamente vedadas por el ajetreo y los quehaceres del resto del año.

Tal vez esa maldita prisa que nos agobia entre septiembre y julio sea la causante de muchos de los males que aquejan a la ciudad, a toda gran ciudad. Por eso, en agosto, en las fiestas de agosto, es cuando Madrid recobra, puntual, el talante festivo y de alegría colectiva que yo tanto quiero.

Es un talante casi íntimo, circunscrito a madrileños teóricamente desheredados de los beneficios del verano agosteño, pero que aprovechan para identificarse con el que probablemente sea el verdadero rostro de su ciudad; porque el otro, el rostro congestionado, en ocasiones un tanto hosco, no es sino la máscara que oculta la alegre belleza de este Madrid en el que, pese a todo, merece la pena vivir. Aunque no sea en agosto ni en estado de Rodríguez político.

es el alcalde de Madrid.

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