Tribuna:

Diálogo de la aventura

La aventura era una fiesta. Le dije a Gastón dos cosas. En primer lugar sería conveniente remontarse a los orígenes y averiguar lo que pensaban los caldeos de este asunto. En segundo lugar, a mi daiquiri le faltaba un cubito de hielo. "Ésa es una costumbre imperialista", dijo Gastón enciclopédico; "en el Caribe el ron se toma frío pero sin icebergs".La aventura es un destino más o menos controlado. Los caldeos, que eran un pueblo muy definitivo, nos lo han dejado escrito. La epopeya de Gilgarnesh debería ser un Ebro de lectura obligada en las escuelas, por cuanto ha impregnado el concepto de a...

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La aventura era una fiesta. Le dije a Gastón dos cosas. En primer lugar sería conveniente remontarse a los orígenes y averiguar lo que pensaban los caldeos de este asunto. En segundo lugar, a mi daiquiri le faltaba un cubito de hielo. "Ésa es una costumbre imperialista", dijo Gastón enciclopédico; "en el Caribe el ron se toma frío pero sin icebergs".La aventura es un destino más o menos controlado. Los caldeos, que eran un pueblo muy definitivo, nos lo han dejado escrito. La epopeya de Gilgarnesh debería ser un Ebro de lectura obligada en las escuelas, por cuanto ha impregnado el concepto de aventura desde aquellos remotos tiempos hasta los más falaces y, por fuerza de la perspectiva, menos históricos que vivimos hoy. Pero en las escuelas absolutamente nada es obligatorio ya. Del inminente y reiterado enfrentamiento de Gilgamesh con el gigante Humbaba Georges Durnezil extrajo una teoría de los mitos, y Juan Benet tina teoría económica,. Hoy día un estibador predestinado y holgazán se duerme en la cala de un barco en Barcelona, pasa tres semanas debatiéndose en la oscuridad cort el gigante, disputando a las ratas el yute del cordaje, recogiendo con la lengua el óxido, el salitre y la humedad, y una buena mañana victoriosa amanece en Mombasa. Ese Gilgaraesh de sindicato portuario nos indica que bajo ciertas condiciortes, y con la colaboración de una siesta y del azar, la aventura sigue siendo el viaje.

No me cuesta rectificar, y mientras esto escribo considero suficiente aventura el milagro biológico que permite a mi cerebro tan peregrinas excursiones como la de averiguar lo que opinaban los caldeos. Confortablemente instalado en la veranda (sin ninguna duda muy alejado de las pesadillas que se pueden vivir en la panza de un buque), la progresión por vericuetos milenarios compensa ampliamente las excitantes incidencias de ese viaje sin exigir sus más desagradables y menos líricos corolarios (tales como el mareo y los malos olores). Yo no dudo del efecto potenciador del daiquiri sobre las neuronas ni del hecho de que una fiesta desencadene importantísimos interrogantes sobre el ser y la nada. Si a alguno de nosotros le roban la cartera y el reloj, añadí, sabrá que la aventura ha comenzado. Titubeante y desarmado hay que afrontar la noche. Un chorizo es el ángel que se encarga de cobrar el peaje de esa iniciación.

Así pues, se nos ofrece un amplio abanico de posibilidades, desde las pintorescas situaciones en que cualquiera puede verse envuelto al presentar denuncia en una comisaría exhalando vapores de ron hasta ese recorrido ciego por dos hemisferios y cuatro mares. Fundamentaliriente, si la aventura es destino, cabe deducir que a unos nos toca que nos roben la cartera v a otros viajar. Es bien sabido que la justicia no es ley natural.

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Si se tratara de establecer una jerarquía de valores, me parece una. extraordinaria aventura, al menos literaria, la que se inicia aquella mañana del 16 de junio de 1904 en Dublín cuando Leopoldo Bloom acude a su carnicero habitual para comprar un riñón de cordero queguarda en el bolsillo de su chaqueta. Del encuentro de un hombre con una víscera puede surgir un libro como Ulises. Se me argumentará que en torno al concepto de aventura literaria se agrupan quienes conciben el universo como un salón (otro daiquiri), mientras la aventura a secas queda reservada para los descargadores de muelle. La ingenuidad de esa opinión queda de manifiesto con sólo señalar que lo inesperado (esta maldita escasez de cubitos de hielo) forma la esencia del concepto de aventura, y lo mismo nos puede dar la sorpresa nuestro mejor amigo que un negro hercúleo que también descarga barcos pero en Mombasa. Recuerdo aquella mañana en que estando reunidos nos anunciaron (fue un rumor transmitido por la seflora del tabaco, luego por el portero y luego por nuestro mejor amigo) que Carrero Blanco había fallecido. Esto no está bien decirlo ahora, pero la reunión fue proyectada a velocidad vertiginosa por un túnel de supuraciones, galerías de ramificaciones imprevistas y la sonriente expectativa de que, de verdad, nos lo contaran otra vez. Que no me vengan a decir que eso no era una aventura.

Se me hablará, con la vista puesta en el futuro, de aventura espacial, de aventura genética. Dice Gastón, muy escéptico, que eso son chorradas. No opinará lo mismo esa niña que ha parido un chimpancé, o viceversa. Es de suponer, si se confirma la noticia, que el resultado de esa fecundación no será un niño prodigio, aunque sus pésimos resultados escolares queden compensados con brillantes demostraciones acrobáticas en las clases de gimnasia. Me pregunto cuál será la aventura existencial de un héroe que ha logrado salvar la barrera iniciática de los dos cromosomas que nos separan del mono. Acude a mi memoria la representación de cierto camarada de escuela, de nariz roma y ojos melancólicos, escaso de luces y gran jugador de pelota. Las noticias que de él guardo son tan lejanas que no me permiten tejer un esquema de lo que ha sido su futuro. Aparecen estos ser-es como héroes derrotados que a ratos suscitan nuestra ternura y a ratos (en la sugerencia de lo que puede ser la bofetada de un mutante) nuestra admiración. Pero creo sinceramente que nada gana el héroe con parecerse! al mono, y propondría, como norma de moral codificada, que los ingenieros en genética experimentaran sobre sus propios hijos y allegados. Y sobre sus propios monos, dice el mono. Nosotros tenemos nuestro Gilgamesh, y los monos su King Kong. La ciencia es una cosa maravillosa, pero no me gusta que me mezclen las películas.

He soñado alguna vez, siendo niño, con que podía escuchar el sonido que hace la Tierra al girar. No era una pesadilla ese sueño recurrente, y me despertaba con la sorpresa de hallarme en el silencio y de encontrarme vivo. Mi relación con los planetas pudiera resumirse en ese deseo insatisfecho de percibir su rumor. Luego vino Stanley Kubrick con aquella película tan insoportable que había que recurrir a un buen porro o a un par de anfetaminas para poderla disfrutar. No le perdono a Kubrick que a los espacios siderales les pusiera de música los valses de Strauss, porque ésa hubiera sido exactamente la ocurrencia de las amigas de mi tía, señoras muy bien en todos los aspectos pero cuyas preocupaciones estéticas tenían iriucho más que ver con el ganchillo que con la ficción científica. La aventura espacial, le digo a Gastón, y aquí apuro mi daiquiri, es un viaje al otro mundo. Con mi pequeño telescopio puedo ver y dar nombres a los ciráteres de la Luna. Alcanzo a identificar los cuatro satélites galileicos de Júpiter. Quiero ver más, y llego a distinguir en la banda inferior del gran planeta el enorme remolino anaranjado que es su ojo. Así, con poco Csfuerzo, las noches de verano me ofrecen el presagio de una gran aventura innominada, la súbita succión de ese vacío que será nuestra muerte, y ahí os quiero ver yo, héroes de un día, protagonistas verdaderos de un instante, vencedores del terror con la más estricta y definitiva inmovilidad.

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