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Cuando Javier Ortiz, del servicio de prensa de la Zarzuela, nos dijo a los periodistas que en breves minutos podríamos departir con sus altezas reales los príncipes de Gales mientras tomábamos un refresco, una pátina de aterrado sudor perló nuestras frentes. ¡Un refresco! Las emociones de la jornada merecían mucho más. Por fortuna, poco más tarde, un caballero de la Embajada británica pronunció la palabra drink, infinitamente más amplia. Y, en efecto, hubo jerez español y whisky escocés. Y refrescos, pero no obligatorios, como tampoco lo fue la reverencia ante Carlo...

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Cuando Javier Ortiz, del servicio de prensa de la Zarzuela, nos dijo a los periodistas que en breves minutos podríamos departir con sus altezas reales los príncipes de Gales mientras tomábamos un refresco, una pátina de aterrado sudor perló nuestras frentes. ¡Un refresco! Las emociones de la jornada merecían mucho más. Por fortuna, poco más tarde, un caballero de la Embajada británica pronunció la palabra drink, infinitamente más amplia. Y, en efecto, hubo jerez español y whisky escocés. Y refrescos, pero no obligatorios, como tampoco lo fue la reverencia ante Carlos y Diana, que prácticamente en 10 minutos se habían cambiado de atuendo para recibir a los informadores.Llegaron vestidos... Cielos, no recuerdo cómo vestía él. Tranquilícense. Lo sé todo sobre ella. Lucía la princesa de Gales -odia que la llamen Lady Di o Lady Diana- un modelo verde tropical en pleno esplendor de Lope de Aguirre, con cuello solapa blanco, sombrero también verde con lacito blanco colgándole sobre la oreja izquierda y zapatos de salón blancos con tacón y punteras de charol negro.

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Lo que más sorprendía en ella era la altura y la desenvoltura, y en él, la sonrisa encantadora y el cutis intensamente sonrosado.

Acabada la ceremonia, un paseíto por los jardines hasta que nos llamaron para la recepción. Mientras el caballero británico daba instrucciones, más de un informador, más de un varón informador -insisto-, se sacó un peine del bolsillo y se puso la melena en orden. Luego, disciplinadamente, con el corazón en la garganta, nos encaminamos hacia ellos. Creo que Carlos de Inglaterra iba de oscuro. La princesa de Gales vestía falda superestrecha de seda negra y casaca blanca y negra, con mangas tipo farola fernandina.

La princesa sorprendió a propios y extraños preguntando por la revista Hola y refiriéndose al ramo de flores que había encontrado en su habitación procedente de dicho medio. Parece que es una asidua de la revista -hizo idéntica pregunta en la recepción celebrada en la Embajada de España en Londres con motivo de la visita de los Reyes al Reino Unido-, aunque confiesa que sólo mira las estampas.

Manifestó la princesa que le gustaría bailar flamenco en la feria de Sevilla, aunque no está muy segura de dominarlo. Lady Di comentó a un grupo de informadores que piensa seguir muy de cerca las campañas de prevención del SIDA que se desarrollen en su país. Y aseguró que no es tan malo como se cree acatar el protocolo.

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En cuanto al príncipe Carlos, habló de caballos cartujanos -le parecen muy caros, y afirma que no puede permitirse pujar en las subastas-, se interesó por los fotógrafos -de quienes envidió que no tengan siempre a uno de ellos detrás- y se extendió en elogios sobre Mallorca, cuyos paisajes inspiraron el verano pasado su secreta afición a la pintura.

Los príncipes de Gales pasaron de un grupo a otro con elegante discreción, mientras el público masculino comentaba, embelesado, la excelente figura de la princesa, pese a sus dos maternidades. Ella tiene una gran virtud: sabe escuchar a los hombres.

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