Editorial:

Ni semana ni santa

ALGUNOS PAÍSES de tradición y Constitución la¡cas adoptaron hace tiempo una nomenclatura para estas pausas intercalares en el trabajo: vacaciones trimestrales. De esta forma rehuían su origen religioso de Navidad y Semana Santa, sin negar el tributo que hacen a ellas los religiosos ni el ocio equivalente reclamado por los agnósticos. Puede que sea una forma hipócrita de conciliarlo todo -la convivencia debe mucho a la hipocresía-, pero tiene la ventaja de separar lo que es de Dios y lo que es del César.No sucede así en España. La Semana Santa se ha ido convirtiendo poco a poco en una moderada ...

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ALGUNOS PAÍSES de tradición y Constitución la¡cas adoptaron hace tiempo una nomenclatura para estas pausas intercalares en el trabajo: vacaciones trimestrales. De esta forma rehuían su origen religioso de Navidad y Semana Santa, sin negar el tributo que hacen a ellas los religiosos ni el ocio equivalente reclamado por los agnósticos. Puede que sea una forma hipócrita de conciliarlo todo -la convivencia debe mucho a la hipocresía-, pero tiene la ventaja de separar lo que es de Dios y lo que es del César.No sucede así en España. La Semana Santa se ha ido convirtiendo poco a poco en una moderada orgía de clase media, en una temporada cada vez más larga de exaltación corporal y de huida del medio habitual, con una ansiedad tan fuerte que ni las huelgas especializadas en Semana San ta que se reproducen arteramente cada año, ni la amenaza de muerte en la carretera, ni la carestía, ni la suposición de trabajos pendientes son capa ces de detener la corta marcha hacia la nada. Incluso se ha convertido ya en un factor económico nacional, en una forma de redistribución del dine ro que fluye desde las ciudades hasta las zonas dedicadas al asueto, y fortalece industrias, comercios y trabajos temporales. De ahí el daño lateral o desdeñado de algunas de estas huelgas en los medios de transporte, que inciden en sectores y en trabajadores que, por decirlo así, son inocentes y consiguen su sostén en estas pausas anuales de los demás, y de donde, también, un desprestigio creciente de los huelguistas, que en este tipo de sociedad en que vivimos pasan en estos casos de ser considerados como los utilizadores de un derecho reconocido a convertirse en los enemigos casi personales de quienes se ven perjudicados directamente.

En tiempos no muy lejanos todavía la festividad laboral se reducía a media jornada del jueves y la entera del viernes; en algunas regiones, como en algunos países extranjeros, esos días no eran considerados festivos, y lo era, en cambio, el lunes de Pascua. Todo ello estaba dentro del sentido religioso de las fechas; la rememoración de la pasión y muerte de Jesucristo no incitaba más que a la reflexión y a los oficios llenos de tristeza, y el lunes correspondía a la Pascua de Resurrección; al fasto de la gloria. Lo que ha convertido estos días austeros en las afanosas carreras primaverales hacia el jolgorio, a las que asistimos -y, si podemos, participamos-, es un predominio de la utilización laica sobre la disminución de los significantes o componentes religiosos, y lo que ha alargado la jornada y media de reflexión a 12 o 14 días de asueto -con astuto aprovechamiento de los fines de semana- es otra cuestión civil: la devaluación de la sacralización, imprescindibilidad o vocación hacia el trabajo. Los asuetos trimestrales, incluyendo el del cada vez más alargado verano, unidos a la abundancia de fiestas intermedias y su prolongación por la institución del puente, terminan dando la sensación de que todavía, pese al paro, sobra mano de obra -y cerebro de obra- en este país.

Puede que la civilización del ocio esté entrando así, desde años y años, casi de una manera forzosa y mal administrada.

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