Tribuna:

Dinero fácil

Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) tiene en su haber dos novelas y un libro de cuentos. Su literatura se caracteriza por una cierta condensación de los ámbitos cotidianos, en los que los sentimientos tienden a desembocar en un drama personal. Dinero fácil responde a estos contenidos. A partir de una circunstancia se desarrolla, en un esquema progresivo, la inquietud, el misterio y la sorpresa en la vida de dos personas a las que une la casualidad tanto como la intriga.

Chicho surgió ante mis ojos una mañana y me dijo eso que suele decir la gente desesperada, a quien todo el mundo ha ido...

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Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) tiene en su haber dos novelas y un libro de cuentos. Su literatura se caracteriza por una cierta condensación de los ámbitos cotidianos, en los que los sentimientos tienden a desembocar en un drama personal. Dinero fácil responde a estos contenidos. A partir de una circunstancia se desarrolla, en un esquema progresivo, la inquietud, el misterio y la sorpresa en la vida de dos personas a las que une la casualidad tanto como la intriga.

Chicho surgió ante mis ojos una mañana y me dijo eso que suele decir la gente desesperada, a quien todo el mundo ha ido dejando de lado: "Pasaba por aquí, me acordé de que trabajabas en este lugar y he decidido visitarte. Para charlar un rato".Sentado frente a mi mesa, mantenía, a pesar de aquella penosa frase introductoria, su aspecto impecable. Refulgían sus dientes blancos. Sus manos perfectamente cuidadas se movían en el aire, orgullosas de su limpieza y sus proporciones, y se posaban brevemente sobre su corbata, su pañuelo (de los mismos colores, pero no exactamente igual), la fina lana de su traje.

-¿Recuerdas el juego de la pirámide? -me preguntó, y algo me dijo que Chicho buscaba algo de mí.

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-Me hablaron de él. Conozco a un par de personas que casi enloquecieron con él. Estaban obsesionadas.

Chicho se rió.

-Se puede decir que yo soy el culpable -declaró con satisfacción-, Fui yo quien lo introdujo en España. Cuando me propongo algo, lo consigo -me lanzó una mirada luminosa y retadora-. Todo lo que necesito es ver claro. El momento no podía ser más propicio. Mira -me enseñó sus manos limpias y finas, que movió en el aire, aunque no se trataba de que yo admirara sus manos-, hoy la gente quiere dos cosas: divertirse y ganar dinero. Rápidamente, dinero para gastarlo. No porque lo quieran gastar, quieren ganarlo. El dinero se ha desvalorizado: tan pronto entra por una puerta, ya está- saliendo por otra. Hay una explosión del consumo, eso está claro. El dinero arde en las manos. Pero se trabajan muchas horas para conseguirlo, se destroza uno. De ahí el éxito del juego. Está garantizado. Es el riesgo por el riesgo, la gratuidad de la ganancia y la pérdida. Eso es lo bueno. No hay que esforzarse para obtenerlo. Es pura apuesta. Lo de menos es el futuro de ese dinero. Lo de más es la excitación, ese momento en que sabes que has ganado -le brillaban los ojos y sobre sus rodillas caía un rayo de sol, lo que parecía apropiado-. Los juegos han proliferado -siguió-. Hay mucha competencia. Hay que pensar en algo muy sofisticado, que cubra muchas áreas, que sea una verdadera respuesta a las necesidades del hombre moderno -su tono adquirió los matices y toda la falsedad del vendedor-, pero creo que ya he dado con la idea. De momento no se lo he dicho a nadie: es algo que puede mover mucho dinero y hay que ser cauto, muy cauto -me miró, esta vez pensativo, hasta preocupado.

Miré hacia la ventana. Al otro lado de la calle, el edificio crecía: obreros con mono azul iban y venían entre las vigas y el hormigón.

-Voy a pedirte un favor -dijo Chicho- Estás metido, en un buen negocio. Me, interesan tus contactos. Estoy buscando algo de lo que tú encuentras: uno de esos pisos antiguos. Algo que, por supuesto, no te sirva a ti. No te preocupes, no soy un competidor -me tendió su tarjeta-. Avísame si surge algo.

Se levantó y lo acompañé hasta la puerta.

-Estás muy bien instalado- dijo desde allí, echando una última mirada hacia el interior- Perfecto -dictaminó.

Me quedé pensando en aquella visita. ¿Qué era lo que buscaba Chicho? ¿Un piso, en realidad? ¿No era más fácil ir a una agencia? ¿Por qué buscar mi ayuda?

De todos modos, me olvidé de él. Sobre todo, de su encargo. Había, aparecido en mi oficina una mañana de marzo y era verano cuando me llamó. Parecía muy agitado. Pudiera serl que me llamase desde una cabina telefónica. Se oía mal.

-¿No tienes noticias para mí? -me preguntó después de los saludos de rigor. -

Por un momento me sentí desconcertado. Era como si hubiese alguna clave entre nosotros.

-¿Qué noticias? -llegué a preguntarle,

-Lo del piso -me aclaró¿No te ha surgido nada?

Me habían surgido muchas cosas. De hecho, ahora tenía una entre manos.

-Si quieres, puedes acompañarme a ver un piso -le ofrecí, para compensar mi olvido-. Iba a salir a verlo ahora mismo.

-Espérame -dijo-. En seguida estoy en tu oficina -y colgó.

Apareció en seguida, como había anunciado. No pude por menos que pensar que me había llamado desde la cabina de la esquina. Llevaba un traje de lino color tabaco, una canusa azul y una corbata clara. Tenía un aire de galán italiano a medio retirar.

Cogimos un taxi y fuimos hablando del calor que se nos echaba encima. "Esta ciudad incómoda", dijo, "no sé por qué nos empeñamos en vivir aquí". El taxista asintió: "Todos se quejan y ninguno se marcha". "Y todos cogen el coche", añadió.

Nos quedamos en la esquina de Cuchilleros con Puerta Cerrada. El portal no era ninguna maravilla, pero tenía arreglo. El ascensor, moderno y espantoso. El piso que estaba en venta era el cuarto, unabuhardifla. Perfecto, iba diciendo Chicho. Un hombre joven y amable nos estaba esperando. Apretó nuestras manos efusivamente.

-No se asusten por el calor. Hay que poner aire acondicionado, de lo contrario es un infierno. Pero ya todo el mundo pone aire acondicionado en sus casas. Hay que instalarlo en las ventanas del patio, para no estropear la fachada. Ahora tienen cuidado con esas cosas.

Nos ibamostrando lo poco que había que ver. Las paredes habían estado empapeladas sucesivas veces. La cocina, -de la que sólo quedaban un par de armarios de formica, mostraba en el suelo y en las paredes los marcos de suciedad donde habían estado empotrados otros muebles. El cuarto de baño estaba completo, pero no se ganaba nada. Había que cambirlo todo, quitar, pintar, comprar: un trabajo a fondo, con la imprescindible instalación del aire acondicionado, y luego se podía empezar a pensar que aquello era habitable. Me dije: "Para ti, si lo quieres". Mis clientes piden cosas mejores. Pero el hombre y Chicho hablaron largamente, convencidos los dos de que aquello podía quedar muy bien con muy poco esfuerzo.

-Perfecto para un hombre solo -dijo el hombre, sin sospechar que estaba empleando el adjetivo favorito de Chicho.

-Perfecto -repitió él.

Me guardé muy bien de expresar mi opinión.

En la calle, Chicho se despidió satisfecho. De repente, tenía prisa.

-Te llamaré por la tarde -dijo.

No me dio tiempo de decirle que podía hacer la- negociación cuando y como quisiera. Yo no iba a quedarme con la buhardilla y no era un intermediario. Se lo diría en cuanto me llamara.

Pero no me llamó. Tal vez lo había pensado mejor. No dejaba de ser raro, de todos modos: las prisas, la urgencia de verme, el hecho de que acudiera a mí para algo que podía procurarse perfectamente por su cuenta.

La policía me llamó por la mañana. Me dijo que Chicho estaba en el hospital. Le habían dado una soberbia paliza. Por fortuna, no había una fractura seria, pero apenas había parte de su cuerpo que no hubiera sido marcada. Sabían que yo había estado con él a última hora de la mañana, y me pidieron que no saliera de casa porque iban a venir a interrogarme.

-Vamos a hacerle unas preguntas rutinarias- anunció el policía.

Más tarde, tuve que ir recitando mi nombre completo-mi profesión, de qué conocía a Chicho Montano, qué negocios me traía con él. Una y otra vez les dije que yo me dedicaba a eso: a arreglar, modernizar pisos antiguos, y que Chicho, un viejo amigo, era un posible cliente. Me miraban con desconfianza, con escepticismo, como si yo estuviera encubriendo a Chicho.

Uno de los policías dijo, refiriéndose a Chicho:

-No quiere hacer la denuncia. Así son: los apalean y luego no quieren hablar.

Se fueron taciturnos. Y me dejaron con la convicción de que nuestra visita a labuhardilla tenía que ver con aquella paliza.

Entre los recados que me esperaban en la oficina había uno algo sospechoso. Un tal Jeremías Bosch había telefoneado, y al saber que no me encontraba había pedido que le dieran la dirección de la buhardilla que había visitado el día anterior. Dijo que era amigo mío, y mi secretaria se la dio. Al fin y al cabo, no era un secreto de- Estado, y aunque para mí aquella llamada resultaba extraña, para mi secretaria, no. No había por qué ocultar a nadie las señas de aquella buhardilla. De forma que ese Jeremías, quien quiera que fuese, tenía curiosidad por visitar la

buhardilla que tanto había gustado a Chicho. Y a mí me entró curiosidad por conocer a Jeremías.Hice llamar al hospital y supe que Chicho descansaba plácidamente. No tenía nada que perder si me acercaba de nuevo al piso, y ya no tenía ganas de trabajar, así que más o menos a la misma hora que el día anterior, y con el mismo calor cogí un taxi y me bajé de él en la esquina de Cuchilleros con Puerta Cerrada En la buhardilla estaba el mismo señor que tan solícitamente nos la había mostrado. Me miró con sorpresa: durante: la visita anterior había comprendido que a mí no me interesaba.

-Pero a mi amigo sí -le aclaré- Me había pedido que indagara sobre el estado de las tuberías, la cubierta, esas cosas que no se preguntan la primera vez. ¿Han venido más compra dores? -dejé caer.

Hacía un rato había estado un señor y lo había mirado todo con mucho interés. Casi con demasiado interés. Era un señor raro, muy bien vestido, hasta perfumado, y se había quedado allí un buen rato, inspeccionando el piso, incluso tocando las cosas dijo mi interlocutor. ¿No había dicho su nembre? No lo recordaba.

Daba igual. Yo empezaba a tener una teoría sobre las actividades de Chicho. Me había utilizado. Aquel piso, como cualquier otro al que le hubiera llevado, era una pista. Debía de haber dejado algo en alguna parte de él, unas instrucciones, una señal, tal vez algo -¡algo!- Y eso era lo que había ido a buscar Jeremías Bosch. Quien quiera que hubiera cubierto de golpes a Chicho había llegado tarde. Era una buena ,jugada y Chicho, a pesar de todo, había salido vencedor si, como era lógico, su compinche Jeremías había encontrado lo que Chicho había escondido en aquella asfixiante buhardilla.

Estaba claro que mi antiguo compañero del colegio Chicho Montano me había implicado en sus arriesgados y turbios asuntos con toda tranquilidad. Llamé de nuevo al hospital para saber si mejoraba -lo hacía- y no quise hablar con él.

Fue después del verano, una tarde de octubre, cuando irrumpió en mí despacho una mujer. Me dijo sin preámbulos que venía de parte de Chicho Montano, "tu amigo Chicho Montano", puntualizó. Hubiera querido protestar, pero la chica había sido muy bien escogida. Era buena mensajera: uno no quería ponerle ninguna clase de pegas.

-Ha tenido muchos problemas -dijo con cierta languidez, y yo asentí- Teme que pienses mal de él, quiere excusarse. No se atreve a venir aquí porque le siguen. Pero está preocupado. Ya sabes cómo es Chicho (yo no lo sabía), para él es muy importante la amistad.

En resumen: me. esperaba en la cafetería de enfrente y aquella chica no tenía otra misión que llevarme hasta él. Parecía muy novelesco, pero ya había aceptado que todo lo que,se relacionaba con Chicho era así.

Y, efectivamente, allí estaba Chicho, en aquella tarde otoñal sentado a una mesa de la cafetería, con gafas oscuras, pelo largo y barba de una semana, vestido con ropa amplia, a medio camino entre el mendigo y el cantante de rock de hace diez años. Nada que ver con su habitual atilda miento. Sólo sus manos - pequeñas, morenas y delgadas seguían siendo pulcras y perfectas. Tal vez como precaución o por otros sentimientos confusos, no me tendió una de aquellas manos, pero a través del cristal oscuro de sus gafas me llegó el fulgor de sus ojos. ¿Se disculpaba? Me senté.

-No sé qué habrás pensado de mí -dijo- Como poco, que soy traficante, ¿no? -él se lo decía todo: como poco)- Como puedes suponer, no lo soy -se rió, en demostración de una infinita paciencia hacia los malo pensamientos de los demás-. De lo contrario, no te hubiera metido en esto. Reconozco que te utilicé un poco, mejor dicho, utilicé tu profesión, tu trabajo No es lo mismo, ¿no? Ya te dije que estaba dándole vueltas a un juego, algo más complicado que el de la pirámide, un juego de verdad, como los de la infancia, una especie de escondite. Quise hacer una prueba y pensé en uno de tus pisos, uno que no te interesara a ti, para no implicarte, porque al fin y al cabo todos los juegos son turbios- sonrió Dejé escondido dinero en la buhardilla y una persona tenía que ir a encontrarlo. Primero tenía que saber en qué piso estaba, luego ir y afrontar el riesgo de cogerlo. Te parecerá una estupidez, pero es así. A la gente rica le gusta jugar, ya te lo dije.

Por supuesto, no me lo creí, ni entonces ni nunca, pero era un gran mentiroso y no dejaba de ser admirable la naturalidad con que exponía las cosas más inverosímiles.

-Te asombraría saber el éxito que está teniendo el juego y la gente conocida que participa en él. Funciona un poco como el de la pirámide: una especie de cadena, muy enrevesada. Naturalmente, lo llevo con la máxima discreción.

Bien. No podía discutir con él.

-He estado de viaje -me informó- De cuando en cuando hay que salir de este ambiente. Por higiene. Es algo que te recomiendo- añadió, sin preguntar si yo lo hacía. -Abre la mente. Todas las ideas importantes que he tenido han surgido viajando. Viajar te conmociona, pone en marcha tu cerebro. Los olores, los colores, los gestos: todo es distinto en cada país y eso se debe aprovechar al máximo. Vivimos un momento excepcional -declaró solemnemente- Todo está a nuestro alcance. El problema es cómo disfrutarlo. Cómo sacar partido a todo esto. Hay que pensar algo- sacudió la cabeza, como si la agitación de tanta idea le abrumara.

-Te portaste bien conmigo y tenía ganas de decírtelo -siguió.

La chica, que había permanecido callada, se levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño.

-Me tengo que ir -dijo Chicho- No sé cuánto tiempo me quedaré en Madrid, es posible que me vaya al Sur un día de éstos. Allí estaré más seguro. Pero no quería dejar de verte. La policía me dejó en paz -dijo finalmente, ya algo remoto.

-No tenía mucho que decirles -observé.

Se levantó y dijo:

-Leonor saldrá después -otra vez precauciones, complicaciones: ésa era su vida, su juego.

Estábamos frente a la puerta. La abrió y me invitó a que yo pasara primero.

-¿Y lo de la paliza? -le pregunté- ¿Por qué te pegaron? ¿Cómo encaja a eso?.

Se encogió de hombros.

-Ésa es otra historia -sonrió levemente.

Nada más cruzar el umbral me dijo adiós.

Todo era raro en él, ese perfecto mentiroso que acaso creía en sus propias mentiras. En mitad de la calle me asaltó el deseo de buscar a la chica, que se había quedado en la cafetería, y hablar con ella. Tal vez seguirla. Me volví, algo alterado, porque la idea de la persecución me enfermaba. Pero ella ya no estaba en la cafetería. Me senté a la barra y pedí una copa, mientras mi cabeza se llenaba de sospechas y extrañas hipótesis, sin saber qué pensar de ese ser fantasioso, preguntándome si sería capaz de hacer una verdadera maldad.

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