Tribuna:

Invitación al tedio

En 1919, Eugenio d'Ors se vio confrontado a un riguroso parte médico. Frente al persistente culto a la razón del exótico Goethe hispánico, las razones taxativas y nada sofisticadas del médico de cabecera: "No excursión, chaise longue; no conversación, silencio; no lectura, letargo. En lo posible, ni un movimiento, ni un pensamiento. La única medida para la salvación es el tedio".Poco podía imaginar D'Ors en la escritura de ese manual de lo imposible que es Jardín Botánico que su epommania delatara rasgos singulares para el futuro fin de siglo, y que aquella sentencia médic...

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En 1919, Eugenio d'Ors se vio confrontado a un riguroso parte médico. Frente al persistente culto a la razón del exótico Goethe hispánico, las razones taxativas y nada sofisticadas del médico de cabecera: "No excursión, chaise longue; no conversación, silencio; no lectura, letargo. En lo posible, ni un movimiento, ni un pensamiento. La única medida para la salvación es el tedio".Poco podía imaginar D'Ors en la escritura de ese manual de lo imposible que es Jardín Botánico que su epommania delatara rasgos singulares para el futuro fin de siglo, y que aquella sentencia médica -que sólo la ex tensión mágica de la voluntad dotaba de vida- pudiera aceptarse sin sospecha como uno de los signos más preclaros de la contemporaneidad. Ciertamente sería caer en un vaporoso de terminismo considerar el autor del Glosario como un pitoniso de la modernidad -aunque es evidente, a modo de ejemplo, que el conceptismo abrupto y alquimista de D'Ors llegó antes que la funambulista escritura de italianos y -alemanes sobre los que se basa la modernidad literaria-, pero no es menos cierto que el momento actual, huérfa no de enigmas y categorías Originales, reclama toda suerte de analogías. Y dentro de este cru ce de rutas, D'Ors -su escritu ra, una vez desbrozada de las sofiamas que hoy son, felizmen te, pasto del olvido- bien puede entrar en el territorio de los "fijadores de nuestro destino de perplejidad menor" (Botho Strauss), -aunque su nombre no aparezca en los títulos de créditos acompañando a Nietzsche, Heidegger, Kafka, Barthes o Marinetti.

"La única medida para la salvación es el tedio". El diagnóstico médico se convierte hoy en fluyente descarga. Todo el despliegue de la modernidad los grandes y pequeños mensajes que, efimeramente, pretenden capturar nuestros deseos- nos invita al tedio. En una época atravesada por la provisionalidad de todos los discursos y el abatimiento de todos los lenguajes en beneficio del espectáculo de la simulación -en palabras orsianas-, transforma la simple anécdota en brillante categoría, sólo la monotonía. produce texto.

Vivimos un tiempo de frigidez, entre fragmentos de realidad que afloran y rápidamente se desvanecen, entre acontecimientos que fluyen sin energía y aventuras que ya dibujan su ocaso, entre palabras que chirrían y ruidos que estremecen, entre imágenes efimeras en las que el tiempo, er cuerpo y el deseo parecen diluirse en una silenciosa inmanencia, en una extenuada inercia. Y la constante repetición de estos gastos inútiles sólo genera tedio. Aunque en nuestro tiempo no llegue, como le ocurriera a Xénius, por sabia prescripción facultativa, sino, como estigma de, una devastación.

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Para cumplir escrupulosamente con su médico y combatir la monotonía suprema, D'Ors sé anega en la contemplación y traza una oceanografía del tedio. Como el buzo que conjuga formas extrañas del interior del mar, disuelve el yo y lo convierte en mirada contemplativa. Sesenta años después, otro personaje de ficción, Palomar, de Italo Calvino, se enfrenta al tedio con la misma respuesta: la de erigirse en observador prolongado de una serie de realidades cubiertas por una pátina de enigmas aparentemente indescifrables. Ambos miran las cosas desde fuera, pero no como meros observadores, sino con la idea de atribuir a las cosas -y a la misma capacidad de mirar- un acuerdo con sus propias pulsiones. Frente a la mirada abismática de los románticos, exploran la propia geografía interior y convierten la mirada contemplativa en una experiencia humana asequible, un discurso. Aquél puede transformar una pared blanca en un nácar pulido; éste puede observar el firmamento con la convicción de que también los cuerpos celestes están cargados de incertidumbre.

Sin hiato histórico, D'Ors y Calvino proponen una fórmula que la modernidad ha convertido en sentencia inapelable. Cuando objetos y lenguajes quedan atrapados en su condición de acontecimientos visivos frente a los cuales no somos más que espectadores silenciosos y aletargados, la contemplación deja de formar parte del goce. En medio de un caótico fogueo de mensajes que sólo reclaman el asentimiento furtivo, en la conversión de la realidad en un acontecimiento múltiple que sólo ofrece modelos verificables de lo mismo, la percepción se transforma en el caballo donde cabalga la trivialidad contemporánea. El único botín que nos ofrece ese videaclip multiplicado hasta el infinito es una síntesis extraña e inestable, un simulado afecto sobre nuestro cuerpo. Nimbos de luz convertidos, tras su tránsito, en fuegos fatuos.

Del ejercicio emancipador de la mirada a la normalización del tedio. Los personajes de, D'Ors y Calvino buscan en la contemplación el único emplazamiento para la serenidad, esto es, p-ara el ejercicio del pensamiento y la experiencia de los sentidos. Pero para nósotros, personajes de la era telemática, la contemplación es la puerta abierta al simulacro, el centro de un conformismo enmascarado donde no hay espacio para las propias ideas, el recorrido seguro donde todo pensamiento descalabra. Los personajes de D'Ors y Calvino se enfrentan con problemas de elección frente al mundo que los rodea, con jerarquías de preferencia. La naturaleza y los espacios siderales son la ventana que Palomar abre al mundo. "La flora del jardín botánico

señala D'Ors, "puede todavía reunir, en la gloria d e su latido germinal, el cactus y el abeto, las palmas y los laureles; mientras que en la igualitaria libertad de las carreteras vulgares todo se vuelve acacia". Por el contrario, nuestra única ventana abierta al mundo es la ventana de un ferrocarril a toda velocidad que sólo enseña del mundo el espectáculo de una instantánea (como ese personaje de El estadio de Wimbledon, la novela de Daniele del Giudice, que, ante la imposibilidad de construir la biografía del Otro, se dedica a mirar la oscuridad desde un tren en marcha para confirmar que resulta velocísima). O la de una terraza desde la que, al contrario de lo que hiciera palomar con su telescopio, no se apunta al espacio oscuro del firmamento, sino hacia un conjunto igualitario de antenas de televisión separadas por desiguales golfos de vacío.

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