Tribuna:

Contra la mujer

Estamos cambiando; más precisamente, ellas están cambiando. Todavía el cambio no está en la calle y un observador que viajase desde Moscú a Lisboa apenas podría anotar en su bloc diferencias visibles respecto a los últimos años. Ricas o pobres, en automóvil o en carreta, con lujosos bolsos o con bolsas de plástico, se diría que continúan siendo las mismas de siempre.Y sin embargo, una ruptura antropológica está convirtiendo en prehistoria la, hasta hoy, historia de la mujer. Ayer, víctima del poder, obligada a respuestas oblicuas, a sumisiones fingidas, desquitándose de los abuso...

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Estamos cambiando; más precisamente, ellas están cambiando. Todavía el cambio no está en la calle y un observador que viajase desde Moscú a Lisboa apenas podría anotar en su bloc diferencias visibles respecto a los últimos años. Ricas o pobres, en automóvil o en carreta, con lujosos bolsos o con bolsas de plástico, se diría que continúan siendo las mismas de siempre.Y sin embargo, una ruptura antropológica está convirtiendo en prehistoria la, hasta hoy, historia de la mujer. Ayer, víctima del poder, obligada a respuestas oblicuas, a sumisiones fingidas, desquitándose de los abusos contra ella cometidos mediante sutilísimas venganzas, permaneciendo oculta tras el señor, ella, la mujer, llegó a convertirse también en un animal perverso y polimórfico y tradujo su resentimiento en los registros más atroces, que incluso hacían de la inocencia una forma superior de venganza. Pero la mujer oculta pasa hoy a ser la mujer evidente, que exhibe sin complejos su ser y lo planta en medio del desconcierto. Nadie sabe cómo ha ocurrido, pero si ello ha ocurrido es muy probable que tuviera que ocurrir, que estuviera mandado, y el hecho es que todo se ha invertido y nuestro futuro camina hacia el pasado, hacia la confusión original que presidió los comienzos de la especie humana.

Al principio todo consistía en pequeños secuestros. Se secuestraba un campo, en apariencia insignificante, y el varón, el señor, el severo patriarca, cedía ante la pequeña Antígona que tenía encerrada en la alcoba. El primero de esos secuestros pudo ser el de la sensibilidad que se atribuyó, sin más, a las mujeres. Le siguieron otros como el de la belleza y la gracia, y también la religiosidad, hasta que finalmente se llegó a planear el secuestro -frustrado- de la matemática, pues se llegó a decir que estaban particularmente dotadas para el pensamiento lógico. Pero las Antígonas avanzaron siempre cautamente, anexionando campos que el poder tenía reservados, y hasta nuestros días no se atrevieron sino rara vez a cuestionar la Ley y el Nombre-del-Padre, como hiciera la Antígona clásica.

Si esto es cierto, sería falso que las reivindicaciones de la mujer -tal como pensó Simone de Beauvoir- no hayan tenido consistencia. Al contrario, han sido enormemente coherentes. Así, estamos ante el hecho, antes inconcebible, de que los hombres son hoy, finalmente, el rehén de las mujeres.

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Un vez vencida la esclavitud sexual femenina -la emancipación económica está sólo pendiente de la renta nacional-, podemos preguntarnos: ¿qué va a pasar? La pregunta no es si todo va a ser mejor o peor, más bonito, más ético o más justo -pues esto se define siempre desde un sexo-, sino si lo que inevitablemente va a sobrevenir sobre nosotros -sobre ellas también- será soportable. Desde luego, será incómodo y díficil. Hasta se puede cuestionar que en el futuro sea lícito hablar de la especie humana como de algo unitario. La mujer se bifurca peligrosamente.

Trataré de exponer mis razones. Parto del hecho de que la mujer, la víctima histórica, empieza a ser la mujer evidente, y nadie puede negar que, en principio, esto esté bien; pero el giro implica consecuencias que no se suelen tener en cuenta. Si la guerra de sexos obligaba a parlamentar en todos los niveles, a considerar al contrario, esto afianzaba una unidad a la vez amenazada y soñada; pero la mujer evidente, lejos de ese combate, hará ver, en cambio, la incongruencia de los sexos. Y si justificamos este aserto es porque ella efectúa tres identificaciones que consideramos catastróficas.

La más inmediata será la identificación con la propia imagen, lo que hará de ella espero que se me entienda- un ser sin espalda, deficiencia que, como se sabe, tiene todo espectro o alucinación. Si se quiere emplear un lenguaje tradicional, se podrá decir que la imagen de la mujer fagocitará su propia alma. Y veo en la civilización de la imagen, (que hoy nos invade, una manifestación de este imaginismo femenino, civilización que puede considerarse como otro secuestro, el de la teoría de la comunicación. Y sí las cosas siguen por este camino, no sería extraño que los niños terminasen llamando a la televisión mamá, con lo que, al menos por una vez, la semántica serviría a la filosofía,

Otra identificación es la de la mujer evidente con su modo de producción. Cuenco y receptáculo, el útero es un productor mágico y aporta el don (el hijo) como riqueza, la misma riqueza que la economía clásica atribuía al trabajo humano. Por eso, lo que hoy se considera neoliberalismo es únicamente un trasunto del espíritu mágico de la mujer y una manifestación de su victoria sobre el socialismo. Es casi un símbolo el matrimonio morganático socialista con el útero monetizante.

Por último, queda la identificación histérica. No hablamos, en este caso, de la histeria decimonónica que consistía en el desvío de una energía azarosa e insoportable hacia el síntorria con el Fin de hacerla inás soportable. Aquélla era una histeria defensiva y ahora estamos ante una forma directa, testimonial, sincera, aunque agresiva.

Pero, ¿qué sucede con el hombre? No hay señales de cambio, y sí de retirada, de exilio. Se puede detectar en él un miedo a perder su identidad amenazada. Por eso, el nuevo exilado se refugia en zonas de poder cada vez más abstractas, más defendidas, como la tecnología. También esto tiene su reflejo sociológico en el fenómeno de ocultamiento del poder a que hoy asistimos. Se esconden los signos que antes se exhibían con orgullo, y el poder se. ejerce de una forma disimulada. El teatro del poder es hoy invisible.

Una antropología a la altura de nuestro tiempo podrá detectar que la situación que vive el varón es consecuencia de su estructura originaria; es decir, el poder que disfrutó no venía de su fuerza muscular, ni de la especialización en la caza, ni de otras razones adventicias, sino de que era un animal fácil.,nente mutilable, castrable, como diría Freud. Un animal que buscaba en el discurso, en el símbolo y la técnica, una supercompensación. La mujer, en cambio, como menos castrable, pues funciona como icono, como cuerpo total, no siguió el camino de las compensaciones. Como dato curioso se pueden recordar los esftierzos que hicieron los padres del psicoanálisis para convencerse de que la mujer era también castrable, lo que les llevó a incontables fantasías difícilmente defendibles. Si la mujer no era castrable, los patriarcalistas -perdónese el vocablo- perdían la posibilidad de ejercer el poder. Pero el Icono femenino se ha reído y se reirá siempre de la angustia de castración.

Para terminar, repetiremos la pregunta que ya nos hicimos al principio, procurando matizarla más hondamente: ¿será posible, en el futuro, el amor como relación complementaria entre los dos sexos de la especie? Una vez rotos los antiguos ceremoniales, ¿será posible un diálogo simbólico entre ambos polos?

En vez de contestar, me limitaré a aconsejar al lector que la próxima vez que pase por París se acerque al Museo del Louvre y contemple con cuidado El embarque para Citerea, multicolor procesión de parejas camino de la isla del amor. Comprebará, estoy seguro, que el cuadro de Watteau se encuentra deshabitado por el sentido y que evoca un mundo que para nosotros está mucho más lejano que lo que pueden estar las escenas paleolíticas.

Y es que ya no hay viaje -aquel viaje- ni hay razón para acordarse no ya de la isla de Afrodita, sino de la provinciana ítaca. Ni la más poderosa fantasía podrá reconstruir el minueto del amor. La escena será distinta, y ante nosotros, los exílados del poder, pasarán ellas, una vez más, íntegras -no castrables-, bellas -imagen sin espalda-, inaccesibles en su histeria, pero, sin duda, tiznadas por la última ceniza funeral del viejo señor. Y así, una vez que el deseo ya no tenga dueño, podrá anidar en el símbolo de la Muerte. Es decir, allí donde solía.

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