Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA

El manifiesto de mi generación

David Leavitt tiene 24 años y es ya famoso entre los escritores norte americanos. El pasado jueves, en el suplemento Libros de EL PAÍS, contaba cuáles son sus obsesiones de escritor. En esta ocasión aborda lo que él mismo llama el manifiesto de mi generación. En la próxima primavera aparecerán en castellano, en la editorial Versal, sus novelas Baile de familia y El lenguaje perdido de las grúas. En este ensayo aborda un autorretrato de quienes hoy no han cumplido aún los treinta años, personajes que no son ni conformistas ni rebeldes, que no creen en el futuro y escépticamente sólo esperan alg...

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David Leavitt tiene 24 años y es ya famoso entre los escritores norte americanos. El pasado jueves, en el suplemento Libros de EL PAÍS, contaba cuáles son sus obsesiones de escritor. En esta ocasión aborda lo que él mismo llama el manifiesto de mi generación. En la próxima primavera aparecerán en castellano, en la editorial Versal, sus novelas Baile de familia y El lenguaje perdido de las grúas. En este ensayo aborda un autorretrato de quienes hoy no han cumplido aún los treinta años, personajes que no son ni conformistas ni rebeldes, que no creen en el futuro y escépticamente sólo esperan algo del dinero o de sí mismos. Pasa revista en su texto a todos aquellos mitos y símbolos efimeros que conviven con la gente de su tiempo como los distintivos de que lo que pasa es de signo totalmente diferente a lo que ocurrió a los antepasados inmediatos. Lleno de calidad narrativa, repleto de referencias a lo que se ve desde la calle, este relato, escrito por un testigo que ha estado en las principales festividades de su edad, es un testimonio desenfadado de la generación que viene.

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Mi generación siempre rechazó cualquier definición. Hermanos más jóvenes de la generación de los años sesenta, asistíamos desde lejos a las revueltas, ojeábamos furtivamente Zap Comix que nuestros hermanos dejaban tirados en sus dormitorios y en rebaños impúberes participábamos en la campaña puerta a puerta en favor de McGovern. Cuando tenía 10 años tocaba la guitarra y quería ser como Joni Mitchell. Un amigo de mi hermana me dio la oportunidad de cantar mis canciones en una serie de pequeños recitales en el comedor de la Columbac House. Entonces yo era lo bastante mayor como para participar en cualquier cosa. Muchas ilusiones se habían perdido. La gente se había rendido. La cocaína era la droga preferida. Nosotros siempre fuimos el farolillo de cola de los años sesenta, del boom de los nacimientos.Dimos nuestros primeros pasos en una época de ardiente, inquieta e irónica desilusión. ¿Adónde creíamos ir con nuestra joven energía, tan publicitada, que presionaba dentro de nosotros? ¿Qué se esperaba de nosotros?

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Ahora los Arco Iris y las Unidades Lunares del mundo son los nuevos adolescentes. Son los literatos del ordenador. Poseen su personal Apple Macintosh. Los que tienen inclinaciones. artísticas alquilan cámaras de vídeo, hacen sus películas y declaran que el lenguaje escrito pronto se degradará, pues sólo sirve como vehículo de nostalgia.

La mía es más o menos una generación intermedia. Nacidos demasiado tarde y demasiado pronto, en parte somos lo que hubo antes de nosotros y lo que siguió. Pero podemos hacer algunas aserciones. Por ejemplo, Somos la primera generación que es más joven que la televisión. Saben los que la guerra de Vietnam era algo real, casi como los episodios de Mannix que tan a menudo interrumpía. Y somos la primera generación que normalmente no puede recordar su primer viaje en avión. Y la primera en la historia reciente que nunca vio a sus amigos perdidos o caídos en combate o emigrados a Canadá en busca de trabajo. Habría debido ser perfecta, perfecta en cuanto a tiempo y lugar. Como nuestros padres nos recordaban continuamente, nosotros teníamos tanto, que ellos ni siquiera podían imaginárselo en su niñez. Así, casi nada malo nos ocurrió.

Sin embargo, en aquellas luminosas tardes de mi infancia, cuando me sentaba en casa mirando el reflejo de la luz del sol en el rostro de Speed Racer en la televisión, ya sabía que en el tejido de la perfección se abrían jirones. Cuando mis padres se gritaban, sus gritos sonaban como laceraciones de aquel tejido. Mis amigos se sentaban en el autoservicio de nuestra escuela media leyendo libros de vivos colores titulados El libro del divorcio para niños.

FAMILIA

En una comunidad en la que el porcentaje de divorcios había alcanzado niveles de récord y en la que cada familia tenía al menos un hijo en la cárcel, en el hospital o muerto por una sobredosis, mis padres ni siquiera se habían separado. Pero a menudo sonaban palabras gruesas y aleteaba una sensación de esfuerzo desesperado y de difícil e ingrata tribulación por todo ello. A veces me parecia que íbamos por casa con las heridas abiertas y sangrantes, y sin embargo hablábamos reíamos y sonreíamos como los actores de una película de terror que durante una pausa en el rodaje se olvidan de quitarse el cuchillo falso de la espalda o de limpiarse la falsa sangre. Pero en nuestro caso la sangre era de verdad, aunque fingiéramos que no lo era.

Yo miraba la televisión. Cuando emitía Star Trek, mi madre me traía la comida en una bandeja. A veces, al cabo de horas y horas, tenía que acercarme muchísimo a la pantalla para centrar la imagen, aunque supiera que era malo para la vista. A veces quería ver lo cerca que podía ponerme, hasta tocar con los globos oculares la pantalla caliente del televisor, inmerso en la pura luz.

Cuando mi hermano y mi hermana tenían mi misma edad ya habían visto -mucho más mundo que el que yo probablemente veré en toda mi vida. Habían estado en la India, en Guatemala, en Cuba, en Hong Kong. Habían trabajado en la cárcel, habían organizado huelgas de braceros agrícolas y habían cruzado en coche el país media docena de veces cada uno. Habían leído a Kerouac y a Castaneda, El zen y el arte del mantenimiento de la bicicleta, de Robert Pirsig. Y si cuando yo era niño les preguntaba sobre su vida, me hablaban del movimiento. Movimiento. Parecía un término apropiado, ya que ellos siempre estaban moviéndose, impulsados por un frenesí de explorar los vastos territorios salvajes de América. Yo no siento ningún deseo de ese tipo ni tampoco, creo, la mayor parte de mis coetáneos. Más que movernos, nos hacemos una madriguera. Nos interesa la estabilidad, el orden, el estar seguro. Queremos estar en un solo sitio, hacer carrera, tener crédito. Queremos bellas casas, empleos satisfactorios y buenos amigos de uno y otro sexo. Queremos la gold card de la American Express. En cambio, si a mi edad alguien hubiera preguntado a mi hermano y a mi hermana qué querían, probablemente habrían respondido que aspiraban a desarrollar su mente, a ver el mundo y a impulsar los cambios radicales.

UNA VIDA SEGURA

Nunca me consideré un ingenuo; nunca pensé que habría podido llevar una vida segura. Al fin y al cabo, soy sofisticado. He estado en Europa, entiendo los chistes verdes y conozco las complicaciones de las enfermedades que se transmiten por vía sexual. Éste es mi medio, el mundo en el que vivo, y casi nunca he salido de sus confortables confines. Una red de seguridad rodea mi vida sofisticada y, naturalmente, me pregunto: ¿cómo se formó?, ¿la creé yo mismo?, ¿la dejaron para mí? A veces me parece que vivo en una habitación de paredes recubiertas de espejos y me imagino que el pequeno espacio que ocupo es en realidad infinito y que constituye un mundo real. Recuerdo la primera vez que me fui a Nueva York en busca de trabajo, cuando dejé mi historial al director de la Oscar Wilde Memorial Bookshop, una librería política gay. El director me pidió que le hablara de mi "experiencia en el movimiento". Durante unos segundos me quedé literalmente sin habla. Creía que se estaba refiriendo a la danza.

El año pasado fui con tres amigos a ver la película Liquid sky (Cielo líquido), que se estaba convirtiendo en auténtico objeto de culto en Manhattan. La película muestra el ambiente de los jóvenes de la baja Manhattan, que visten de modo exótico y que pasan casi todas las noches en clubes de decoraciones fantásticas. Una cultura de gente joven muy semejante a la que asistía a la proyección esa noche. La protagonista, Margaret, explica que ha superado el sueño provinciano de tener un marido y también el sueño burgués de tener un agente (Y, por tanto, una carrera) y que se ha dado cuenta de la inutilidad de luchar por nada. Su nuevo amante ideal es una criatura extraña que vive alimentándose de las sustancias químicas liberadas por el cerebro durante el orgasmo y que al final devorará a Margaret en el culmen de un último y cósmico orgasmo. El momento de la película que más me impresionó fue aquel en que el ex amante de Margaret, ex actor teatral, casi cincuentón, la acusa de vestirse como una prostituta. Y ella le responde en tono burlonamente pueril que los vaqueros que viste (pasados de moda) son un vestido, lo mismo que sus sostenes especiales y sus faldas de piel roja. De sus iguales dice algo así como: "Por lo menos nosotras no fingimos que no llevamos ropa encima"."¿Por lo menos nosotras no fingimos que no llevamos ropa encima?". Pues sí, supongo que no pretenden tal cosa. Para Margaret, pretender no llevar un vestido es despreciable. Rechaza la idea de que el modo en que uno se viste pueda representar tina protesta contra el mundo de hoy o lanzar una idea para el mundo de mañana. ¡Maldición! Probablemente mañana no habrá un mundo. La ropa tiene que ver con lo que nosotros no somos, no con lo que somos. Que se joda el arte, bailemos.

CULTURA URBANA

Y, sin embargo, Margaret se deja escapar algo. Dice nosotros refiriéndose a sí misma y a sus amigos, incluso a los íntimos. El nosotros en Liquid sky es desleal, falaz, inmoral y violento. Pero sigue siendo un nosotros, es un grupo definido por la fe común en su novedad, en su verde juventud; es una generación. Bares que acogen galerías de arte, clubes que se llaman 8.a.C. o Salvad a los Robots.

En espacios preparados para espectáculos en las calles más oscuras y peligrosas de Nueva York ha nacido una cultura que dice que no existe una cultura, que todo es mera apariencia, mera falsedad, mero "seguir-con-la-movida-hasta-que-llegue-lo-peor". Esta cultura es urbana. Se calienta a las candilejas del momento presente. Evita los edificios altos. La pobreza es su piel, su compañía y algunas veces su realidad, pero atrae a los ricos curiosos como moscas.

Entonces, de la nada surgen recursos para actividades inmobiliarias: casas populares se transforman en elegantes apartamentos, y para el nuevo rico ya emerge un nuevo vecindariochic y lleno de color. A veces me pregunto si la franja lunática de mi generación, compuesta por gente que dicta la moda, sigue acercándose a lugares cada vez más peligrosos porque ha sido expulsada por las mejoras aportadas a los barrios que había colonizado o porque se ve atraída por los márgenes sin esperanza de la ciudad, donde el futuro significa encontrar algo que comer y con lo que drogarse para llegar al mañana.

Cerebro y bello aspecto. El año pasado fui a bailar por primera vez al Área, local que se dice que es la discoteca más de moda de Nueva York. Entonces la decoración del Área se inspiraba en el holocausto nuclear. Al entrar se pasaba junto a cuadros vivientes de gente vestida con modelos de Karen Silkwood que le quitaba el papel a caramelos de un color verde lívido que cogían de una cinta transportadora. Algunas mujeres bailaban en el interior de fantásticos y amenazadores reactores falsos. En la pista de baile, carteles luminosos avisaban: "Peligro, material radiactivo".

Algún tiempo más tarde, en un bar me presentaron a un artista al que se le había encargado crear una obra inspirada en el invierno nuclear y que por ello estaba pensando esculpir una nube en forma de hongo en un bloque de hielo. Me resultaba difícil ocultar mi asombro por esta famosa ansia de holocausto de mi generación posatómica. Me parecía que el mundo después de la bomba se había convertido en un cliché, entrando a formar parte integrante, con una alarmante indiferencia, de nuestros discursos y de nuestra cultura. Creo que damos a entender que nos preocupamos del fin del mundo más de lo que en realidad nos preocupamos. Creo que somos más sanos de mente y menos histéricos, por lo que respecta al holocausto nuclear, que las generaciones que nos precedieron. Nosotros no perdemos la razón porque para nosotros el pensamiento de un mundo sin futuro nos es completamente familiar, es algo que se da por descontado; no es nada nuevo.

EXPLICACIONES

En varias ocasiones intenté explicar esto a personas menos jóvenes. Les digo que por mucho que me esfuerce no puedo imaginarme a mí mismo dentro de 50 o 20 años, o incluso dentro de 10. Se me crea un vacío. No tengo la menor idea de dónde ni qué ni, incluso, si seré. En cambio, mis padres, cuando eran jóvenes, daban por descontado que tenían ante ellos un futuro espacioso y de larga duración, una serie de casas, cada una más grande que la anterior, y, finalmente, los años dorados de la jubilación haciendo punto junto a la chimenea, y el bungalow en Florida.

PUNTO CIEGO

Yo creo que hemos hecho que nuestra mente asimile la imagen comercializada del hongo nuclear y del mundo en llamas para poder justificar un punto ciego dentro de nosotros, una incapacidad de pensar más allá del momento o de imaginar un futuro cualquiera, y que eso nos hace inmunes al terror que sienten las personas menos jóvenes. Este punto ciego tiene que ver más con nuestra actitud hacia la familia nuclear que con el desastre nuclear, con el hecho de que nuestros padres, ahora que ya alcanzaron los años dorados tan anhelados, se hallan atrapados en matrimonios infelices o divorciados, están demasiado amargados para tomar en consideración la idea de volver a amar o han perdido la esperanza de encontrar un nuevo compañero con el que compartir esos últimos años felices que se habían prometido y por los que habían trabajado tan duramente y que los traicionaban tan injustamente.

¿Y nosotros? Pues bien, nosotros no cometeremos los mismos errores. Si no otra cosa, solos nos hallamos a cubierto del dolor, de la dependencia, de las enfermedades que se transmiten por vía sexual. Aquellos que sólo se pertenecen a sí mismos nunca pueden ser abandonados.

Hay ventajas en haber crecido, como nos sucede a nosotros, entre dos épocas tan azarosas. Las ventajas de tomar conciencia mientras una época está a punto de agotarse y otra está surgiendo como un ave Fénix de las cenizas de su disolución o desilusión. Si los años sesenta fueron una época de ingenua esperanza, entonces los años ochenta son una época de irónica desesperación, su perfecto complemento, su escéptica progenie. Nosotros somos los hijos de ese escepticismo. Lo hacemos todo de modo mecánico y carente de sinceridad. Pero si entonces intentamos seguir los pasos de nuestros hermanos y hermanas porque creíamos en lo que ellos hacían, hoy seguimos sus pasos por un motivo casi opuesto: para demostrar que nosotros podemos traicionar exactamente como ellos y que tariribién somos conscientes de ello.

TACONES ALTOS

Recuerdo que cuando era niño oía a mi madre hablar de moda: "Cuando has visto que el tacón alto ya no está de moda y que luego se vuelve a poner de moda tres veces más te das cuenta de lo poco que importan estas cosas", decía. No creo que entonces yo supiera qué era un tacón alto, pero comprendía perfectamente lo poco que importan ciertas cosas. Muy pronto tuve la ocasión de tener esta visión irónica y distanciada de las cosas que luego permaneció en mí. Leed estas palabras de Brett Duval Fronison en un editorial del New York Times: "Yuppies, si acaso hiciéramos algo, respetemos a quienes entregan las mercancías. Si no, ¿cómo podríamos permitirnos los zapatos de Ferragamo, los modelos de Brook Brothers, los coches europeos y los vinos de California?". La ironía está perfectamente equilibrada, entre autoirrisión y compungida seriedad, entre crítica y cómoda autoaprobación. "Si acaso hiciéramos algo", escribe Fromson, dejando abierta la posibilidad de que no hagamos nada. Sí, él admite que nosotros "no nos hemos preocupado mucho por aquellos que no se han abierto paso". Y ahora estoy pensando en un título que leí hace poco en The Village Voice como cabecera de una serie de artículos que analizaban la víctoria de Reagan el pasado noviembre. Decía: "No te fíes de nadie de menos de 30 años".

La mía es una generación dispuesta a reconocer sus despreciables cualidades. Pero el desprecio hacia nosotros mismos es también un autocumplido. El zumbido se funde, en cada minuto de nuestra vida es esa voz irónica y distanciada que nos dice: por lo menos tú no engañas, por lo menos tú no finges, como ellos. Está bien ser egoísta ya que lo tienes siempre bien presente. Ve adelante. "Ejerce tu derecho a ejercer". Otros están muriendo por defender el derecho a hablar, a votar, por el derecho de vivir, pero por lo menos tú no tienes la pretensión de no llevar ropa encima.

¿Qué hay tras esa amargura y este escepticismo? Creo que hay una necesidad de estabilidad, de seguridad. Nuestros padres creían poder satisfacer esta necesidad casándose y criando niños; nuestros hermanos y hermanas mayores, mediante la vida comunitaria y la revolución. Nosotros hemos visto adónde llevan estas alternativas. Nosotros tenemos confianza en nosotros mismos y en el dinero.

Hace 15 años no habrías creído que te fiarías de nadie de más de 30 años. Parece que los de mi generación aspiran a llegar pronto a los 30 años y a quedarse en ellos. Al partir estamos ansiosos, sobre todo, por acabar. Si de verdad somos una generación sin carácter, como a menudo se afirma, es porque hemos visto lo que le sucedió a las generaciones que lo tenían. Si no tenemos pasiones ni afectos es porque hemos decidido que pasiones y aféctos no valen la pena. Si estamos agazapados en la sombra de una historia en la que nos negamos a participar es porque ahí precisamente es donde hemos elegido estar.

La falta de carácter funciona. Es un reto y una defensa.

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