Tribuna:EL NUEVO ROSTRO DE MADRID

Los pequeños faraones

No es extraño que Madrid sea la víctima más notoria del reformismo de la piedra (aunque hay considerables intentos en otras ciudades), porque forma parte de la psicología esencial del diminuto faraón la esencia de la capitalidad o del centro del Estado, aunque hoy esté tan empobrecida y desprestigiada.Pero tampoco deja de ser importante que generalmente los autores no sean madrileños, gracias a una generosa, abierta e inevitable estructura que forma esta sociedad-autonomía, que no se basa en partidas de nacimiento, sino en adopciones libres.

Por esta condición de bien adoptados, nuestro...

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No es extraño que Madrid sea la víctima más notoria del reformismo de la piedra (aunque hay considerables intentos en otras ciudades), porque forma parte de la psicología esencial del diminuto faraón la esencia de la capitalidad o del centro del Estado, aunque hoy esté tan empobrecida y desprestigiada.Pero tampoco deja de ser importante que generalmente los autores no sean madrileños, gracias a una generosa, abierta e inevitable estructura que forma esta sociedad-autonomía, que no se basa en partidas de nacimiento, sino en adopciones libres.

Por esta condición de bien adoptados, nuestros gerentes autonómicos y municipales carecen de un sentido de la tradición y de la impregnación en la retina de una fisonomía urbana, con lo cual les es muy fácil deshacerla. Hay en España grandes ciudades coherentes, donde existe una concordancia entre formas de cultura, organización de vida y urbanismo. Madrid no es de ésas: es de aluvión, y en eso consiste su fisonomía. Lo cual no quiere decir que el madrileñismo no exista: es que es otra cosa.

Ven estos paisajistas, lógicamente, una fealdad en Madrid, porque no están capacitados para ver otra cosa. Sin entrar en la metafísica de la estética sobre lo bello y lo feo, que se debate estos días en altos niveles intelectuales, puede decirse que una fealdad habitual, parlante en cuanto a desinencias históricas y a sucesos, a pequeñas referencias de hechos y personajes, a participación en las biografías de sus habitantes, puede convertirse en una belleza íntima para una ciudad y sus transeúntes.

Probablemente horrorosas, las casetas de los libreros de la cuesta de Claudio Moyano, con su vieja y podrida madera gris, significaban para muchos una parte inequívoca, definitoria, de un rincón de la ciudad y de una fuente de su propia cultura, junto a las tapias del Botánico, cuyos manejos pequeñosexuales se han contado en novelas.

Probablemente espantosa, la Puerta del Sol, cantada en los versos de Machado y Carrere, mil veces materia de crónica, centro un día de una bohemia que ilustró las letras españolas y de algunas convulsiones históricas como la proclamación de la II República y la constitución del Frente Popular, y también de todo un catálogo de tomadores del dos, estafadores, truhanes, confidentes y vendedores de su propio cuerpo, de ilusos y atónitos palurdos que se satisfacían de estar en el centro del centro -kilómetro cero-, era un trozo de Madrid casi sublime.

Verla ahora convertida en plaza mussoliniana, con sus lampadarios fálicos de luz lechosa, pálida; calcada la vieja y famosa Mariblanca en una especie de gran rollo no menos fálico -habría que horadar subconscientes-; escindida por arcenes y andenes, y hechos monumentos nacionales los puntos de espera de los autobuses, produce un desesperado desaliento.

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Planes para casi todo

Como el destrozo de la plaza de Santa Cruz por un minimizado monumento a Tierno Galván, o la conversión de Chamberí en una especie de mausoleo pobre de ladrillo visto, con unas puertas que dan a la-nada y sobre las que no hay nada. O la reconversión de la glorieta de Atocha en un barrizal, sumido en las afloradas aguas de uno de los antiguos viajes subterráneos cuya existencia nadie podía desconocer. Y hay planes para la Gran Vía, planes para la plaza de Castilla. Planes para casi todo.

Esta forma de convertir una fealdad entrañable y distintiva de la ciudad en una fealdad modernista en la que se recupera torpemente el característico estilo dictador -Stalin, Hitler, Mussolini- como salida al exterior del faraonismo de despacho -la pasión por las moquetas, las alfombras, los testeros ornados, los cordobanes y, muchas veces, un ordenador sin conectar, como objeto fetiche de fin de siglo- ni siquiera alivia el paro como hicieron otras grandes obras de los dictadores, ni siquiera alivia el tránsito -aunque se utilice muchas veces como pretexto vergonzante-, ni tiene una belleza propia y grata que la justifique.

La humildad urbana

Se presta, en cambio, a la demagogia: la tienta. Ni Madrid tiene por qué salir precisamente ahora de su humildad urbana, ni está esta autonomía, este municipio -ni, desde luego, este país- en demasiadas condiciones de hacer gastos suntuarios. Y en torno a este centro vulnerado, a este casco histórico desarbolado, están los abandonados barrios periféricos, el cinturón de la pobreza.

Se supone que lo que se está buscando ahora, como en tantas otras cosas, es una fachada, una decoración, una forma de mostrarse, dejando detrás el viejo solar donde ramonean las cabras. Costumbres de Catalina de Rusia, a la que se atribuía la costumbre de crear fachadas sobre la nada para que los visitantes extranjeros se conmovieran por la grandeza de Rusia.

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