Tribuna:

De visita en el país de la libertad

Cuando el 12 de octubre volaba a Nueva York y mezclaba con brindis de champaña y bocadillos de caviar la agradable conversación que sostenían conmigo el director del diario El Mundo, Darío Arizmendi, y su esposa, Ana, nunca me imaginé que horas más tarde sería prisionera de conciencia en una cárcel de esa ciudad fascinante donde se yergue, como un símbolo, la estatua de la Libertad.Viajaba a Nueva York para atender la invitación que, como ex alumna de la Escuela de Periodismo, me envió la universidad de Columbia para asistir a la entrega del premio profesional María Moors Cabot. Darío A...

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Cuando el 12 de octubre volaba a Nueva York y mezclaba con brindis de champaña y bocadillos de caviar la agradable conversación que sostenían conmigo el director del diario El Mundo, Darío Arizmendi, y su esposa, Ana, nunca me imaginé que horas más tarde sería prisionera de conciencia en una cárcel de esa ciudad fascinante donde se yergue, como un símbolo, la estatua de la Libertad.Viajaba a Nueva York para atender la invitación que, como ex alumna de la Escuela de Periodismo, me envió la universidad de Columbia para asistir a la entrega del premio profesional María Moors Cabot. Darío Arizmendi, que iba a ser el director del periódico que hace cuatro años íbamos a fundar Gabriel García Márquez, la editorial Oveja Negra, el diario El Mundo y yo, era este año el gaanador del prestigioso premio. Merecía, pues, un homenaje.

En medio de una noche fría aterrizamos en el aeropuerto Kermedy. Caminé hacia la ventanilla de inmigración. Darío y Ana quedaron atrás, llenando los formularios de rutina. Una dama uniformada buscó en el grueso libro que, repleto de nombres, mantenía a su lado.

Lara Salive Patricia, encontró. "Ahí está mi nombre", le dije. Me pidió que esperara en la habitación contigua. Esperé cerca de tres horas. De pronto me llamó un oficial.

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-¿Ha estado presa alguna vez? -me interrogó.

-Nunca -respondí.

Requisó minuciosamente mis papeles, mis carnés de prensa. Luego leyó en voz alta la invitación enviada en inglés por la universidad: "El Premio María Moors Cabot se otorga a quienes coadyuvan al entendimiento y a la libertad de prensa entre los pueblos del hemisferio occidental".

-¿Qué quiere decir eso? -preguntó el funcionario estadounidense.

-Quiere decir lo que dice ahí -repuse.

-¿Ha pertenecido a algún partido político? -preguntó.

-Al Partido Liberal de Colombia -contesté.

-¿Ha escrito contra el Gobierno de Estados Unidos? -inquirió.

-He escrito contra la política de Reagan en Centroamérica y han circulado cinco ediciones de mi libro de perfiles de los tres jefes del M-19, muertos ya. Tal vez al Gobierno de Estados Unidos no le gustó el libro -expliqué.

Luego me informó que mi Visa, número 020366, múltiple, categoría B1-B2, expedida en París el 8 de julio de 1985, vigente hasta el 8 de julio de 1990, la misma que usé para entrar en Nueva York de vacaciones la pasada primavera, había sido cancelada por el Departamento de Estado norteamericano.

Entonces le pregunté al hombre por qué si la Embajada de Estados Unidos en Bogotá me conocía y sabía dónde localizarme no me lo informó. El oficial, en lugar de responderme, dijo que yo tenía dos opciones: ser devuelta a Colombia en el siguiente avión o asistir a un juicio en la Corte para defenderme después de conocer los cargos que existieran contra mí.

Como yo no tenía nada que ocultar; como en Colombia saben que soy una periodista liberal, amiga de García Márquez, de los cubanos, de los nicaragüenses, de los mexicanos, de los panameños; como saben que defiendo experimentos políticos como el de Contadora y admiro no sólo a Fidel Castro, sino también a líderes como Alan García y Felipe González; como yo no tenía nada que temer, escogí asistir a la Corte.

Entonces, dos guardianes me llevaron detenida al hotel Viscount, y al día siguiente juego de permanecer unas horas en el salón de seguridad de Panamerican en el aeropuerto Kennedy, donde un vigilante interrumpió la conversación telefónica que sostenía con el embajador de Colombia en Washington, por lo cual él protestó oficialmente, me enviaron a una cárcel de inmigración situada en el número 201 de la calle de Varick.

Allí permanecí dos días, sin que me llevaran a la Corte para celebrar la audiencia a la cual me habían citado por escrito. Inmediatamente después de asistir a una conferencia de prensa en esa prisión y de dictarle por teléfono a mi editor del diario El Tiempo mi segunda crónica desde la cárcel, me trasladaron al Centro Correccional Metropolitano y, sin ninguna explicación, me encerraron en una celda de castigo con cerrojos de máxima seguridad.Hasta ese momento yo sólo sabía, porque me, lo había contado por teléfono el embajador de Colombia, que la paranoia del Gobierno de Estados Unidos alcanzaba la inimaginable ridiculez de considerarme "un peligro para la seguridad nacional" de la primera potencia del mundo. Ahora todo me hacía suponer además que, en el país de la libertad, conceder conferencias de prensa en la cárcel enfundada en el amarillo uniforme de prisionera era un delito que merecía ser castigado con encierros de máxima seguridad.

En el Centro Correccional Metropolitano de Nueva York permanecí dos días, sin que se me concediera el derecho de asistir a una audiencia en la Corte, sin que me permitieran reunirme con las demás presas, sin olvidar requisarme desnuda después de recibir las visitas del cónsul de Colombia en Nueva York o de mi propio abogado, sin permitirme bañarme a no ser que en ese sentido mediara una solicitud diplomática, sin proporcionarme las medicinas que debo tomar por prescripción médica; sin aceptar la solicitud del embajador para que me entregaran al cónsul bajo custodia, sin informarme de los cargos que existían en mi contra, sin contarme cuál conducta mía había ameritado recluirme en esa diminuta helada celda de castigo.

El 17 de octubre, cuando después de cinco días de pesadilla carcelaria me llevaron, rodeada de guardias, al avión de Avianca -donde recibí del cónsul, de la tripulación, de mi gente, cálidos abrazos cargados de solidaridad-, sólo me dijeron que estaba excluida de Estados Unidos y que durante un año no podría volver a solicitar la famosa Visa-USA.

Ello quería decir que desde ese instante se me deparaba el honor de pertenecer al club de los inadmisibles en el país de la libertad. De ese club han sido socios los premios Nobel Pablo Neruda, Czeslaw Milosz y Gabriel García Márquez; los escritores Carlos Fuente, Graham Greene, Farley Mowat, Ángel Rama y Margaret Randall; el teatrista Dario Fo; el inolvidable Luis Buñuel; el representante italiano de los años sesenta en el comité militar de la OTAN, Nino Pasti; la esposa del último presidente constitucional de Chile, Hortensia Bussi de Allende; la periodista colombiana Olga Behar; otras 40.000 personas, y yo.

Todos nosotros somos considerados peligrosos para los intereses de Estados Unidos. Y lo somos. Claro está que lo único que nos hace peligrosos es que nos impidan contemplar de cerca la estatua de la Libertad.

Patricia Lara periodista colombiana de El Tiempo, fue expulsada el 17 de octubre de Estados Unidos acusada de realizar actividades subversivas.

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