Tribuna:

El viajante

Nada hay tan triste como una habitación para dos cuando ya no tenemos casi nada que decirnos y tampoco queda el recurso de cogemos por la cintura y damos un beso en la boca. No es que sea desamor. Simplemente, ya está todo dicho, se repiten las mismas palabras de de distintas lógicas y así la no conversación podría eternizarse hasta que el sueño o el cansancio nos separaran.Con esta impresión debe salir el pobre general Vemon Walters de sus encuentros con los políticos europeos. Esta vez no le han echado al ruedo a los jefes de Gobierno, sino a los ministros de Asuntos Exteriores, unas esfinge...

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Nada hay tan triste como una habitación para dos cuando ya no tenemos casi nada que decirnos y tampoco queda el recurso de cogemos por la cintura y damos un beso en la boca. No es que sea desamor. Simplemente, ya está todo dicho, se repiten las mismas palabras de de distintas lógicas y así la no conversación podría eternizarse hasta que el sueño o el cansancio nos separaran.Con esta impresión debe salir el pobre general Vemon Walters de sus encuentros con los políticos europeos. Esta vez no le han echado al ruedo a los jefes de Gobierno, sino a los ministros de Asuntos Exteriores, unas esfinges de porcelana capaces de declarar la guerra mediante quinientos adjetivos sin que se enteren ni los vencedores ni los vencidos. El general Walters es un hombre listo, y si cumple las órdenes de Reagan de darse una vuelta por provincias no es por ingenuidad, sino por una combinación de patriotismo y ansiedad septuagenaria, esa ansiedad que tienen los viejos de hacer cosas continuamente para que la muerte no les meta en el próximo anuario. Además, sale en la tele y demuestra que es un correctísimo políglota y un diplomático excepcional, porque habla sin decir absolutamente nada.

Pero Walters es inteligente y sabe que los Gobiernos europeos están más interesados en comerciar con Libia que en bombardearla, y que, en el más cutre de los casos, casi toda Europa está a tiro del vudú líbico y en cambio Estados Unidos siempre queda -no sé cómo lo consigue- en el quinto pino. Su obligación es recitar la cartilla que le ha dado Reagan, pero una vez cumplido el ritual allá se las compongan. Para dos días que va a vivir, bastante hace con soportar conversaciones pasteurizadas en habitaciones apenumbradas, mientras los señores ministros le preguntan por la salud de Reagan, pregunta difícil de contestar en detalle y en términos diplomáticos porque el presidente tiene el mal malo en una zona embarazosa, y una vez dicho que el señor presidente está muy bien, ¿cómo se va a entrar en detalles? Luego, un poco de Gaddafi para que no se diga, periodistas, otro avión, otro ministro... Al fin y al cabo, sarna con gusto no pica.

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