Editorial:

'Libanización' de la guerra

DECIR QUE Líbano es un trágico campo de batalla atendiendo tan sólo a la realidad diaria de coches bomba, atentados y combates entre milicias diversas, guerrilleros contra presuntos pacificadores, cristianos contra musulmanes, musulmanes de variada confesión entre sí, cristianos de alianzas enemigas, etcétera, sería perder de vista la condición esencial de ese campo y de esa batalla. Líbano es precisamente un campo elegido para esa función, y el abarrotado orden de combate en que se resuelve la violencia es una antología macabra de todas las guerras posibles en el mundo árabe, ante el detonado...

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DECIR QUE Líbano es un trágico campo de batalla atendiendo tan sólo a la realidad diaria de coches bomba, atentados y combates entre milicias diversas, guerrilleros contra presuntos pacificadores, cristianos contra musulmanes, musulmanes de variada confesión entre sí, cristianos de alianzas enemigas, etcétera, sería perder de vista la condición esencial de ese campo y de esa batalla. Líbano es precisamente un campo elegido para esa función, y el abarrotado orden de combate en que se resuelve la violencia es una antología macabra de todas las guerras posibles en el mundo árabe, ante el detonador del enfrentamiento palestino-israelí. Las oposiciones que vive la nación árabe han sido remitidas al único Estado de la región que no podía sustraerse a esa importación sangrienta.Desde la última. guerra general, de Oriente Próximo, en 1973, la única forma de conflicto posible palestino israelí lo es a partir del suelo libanés. La oposición entre un componente cristiano partidario de la línea blanda con Israel y un islamismo panarabista de fibra dura sólo cabe imaginarla precisamente en Líbano, tierra de las dos grandes religiones; la cruenta pugna entre las diversas formas de entender el islam, sunismo y chiísmo, y aun dentro de esta última versión entre facciones moderadas y radicales, es el ensayo de una guerra que no podría librarse en ninguna otra parte. Ése es el sentido de la palabra libanización: no sólo destrucción del Estado por las banderías que en él dirimen sus querellas, sino selección del único Estado posible, por sus especiales características de encrucijada religiosa y política, para ensayar en él los enfrentamientos que otros más poderosos viven de manera latente.

Por todo ello, Líbano se ha convertido en la gran sede central del negocio político del secuestro como medio de extorsión internacional. Y la libanización deriva en una continua misión de represalia, como muestra el reciente y repetido episodio de los coches-bomba. Convertido el enfrentamiento, que un día pudo ser básicamente militar aunque guerrillero, en una réplica ciega y brutal a las acciones del adversario, cualquiera que éste sea, la batalla de Beirut adopta la pura forma del terror contra el terror. Con la utilización de coches-bomba se pretende no sólo, por tanto, infligir bajas al enemigo, sino que éstas se produzcan de preferencia entre la población civil, inocente y desarmada: es un efecto de exclusivo caos político lo que se persigue. De la misma manera, los rehenes franceses o norteamericanos secuestrados en Líbano responden con una macabra linealidad por las presuntas acciones agresivas de sus Gobiernos contra una u otra causa de las que confusamente batallan en la zona.

Todo ello sirve para explicar la extraordinaria cautela siria a la hora de hacer buena su reivindicación de una cierta tutela sobre Líbano. La fuerza de pacificación de Damasco encarna por ello una operación de carácter mucho más político que militar. Entre tanto, unas y otras fuerzas en combate sólo parecen estar de acuerdo en una cosa: en que es preciso que exista un país sin Estado como Líbano para que albergue una guerra a todas las bandas que nadie quisiera vivir en casa propia. Este papel de válvula de escape es lo que hace doblemente odiosa la condición de esta guerra pavorosa, en la que un país que en otro tiempo fuera ejemplo de convivencia y de modernización, con un alto nivel cultural y una orgullosa tradición política se ve destruido piedra a piedra, minuto a minuto, por un terror que no conoce límites.

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