Editorial:

Fraga contra Fraga

LA NOTICIA de que la Coalición Popular, que lidera Manuel Fraga, se propone, según su programa electoral, derogar la ley de Prensa e Imprenta de 1966 -popularmente conocida, especialmente por quienes fueron sus víctimas, como ley Fraga- constituye un estimulante suceso. Un suceso que demuestra, contra lo que suele mantener el propio Fraga cuando se empecina en resaltar ciertos rasgos de su vigorosa personalidad, que los hombres pueden mudar de opinión.La ley de Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966 vino a reemplazar a la legislación, prácticamente de guerra, vigente en España desde 1...

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LA NOTICIA de que la Coalición Popular, que lidera Manuel Fraga, se propone, según su programa electoral, derogar la ley de Prensa e Imprenta de 1966 -popularmente conocida, especialmente por quienes fueron sus víctimas, como ley Fraga- constituye un estimulante suceso. Un suceso que demuestra, contra lo que suele mantener el propio Fraga cuando se empecina en resaltar ciertos rasgos de su vigorosa personalidad, que los hombres pueden mudar de opinión.La ley de Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966 vino a reemplazar a la legislación, prácticamente de guerra, vigente en España desde 1939 respecto a los medios de comunicación. Su principal novedad fue entonces sustituir la censura previa por el mecanismo de la autocensura institucionalizada. En suma, el derecho a la difusión de noticias era efectivo únicamente en el marco definido por el "acatamiento de la ley de Principios del Movimiento Nacional y demás leyes fundamentales" del régimen franquista. El secuestro de decenas de periódicos y revistas, su cierre temporal o definitivo y el procesamiento y encarcelamiento de centenares de periodistas fueron el resultado de ese límite marcado por la ley Fraga.

Algunos de sus artículos fueron expresamente derogados por la ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de las Personas, de 26 de diciembre de 1978, así como por la reforma, en 1980, de determinados artículos del Código Penal relativos a delitos relacionados con la libertad de expresión. Nunca, sin embargo, ha sido explícitamente derogada la ley como tal, y en ocasiones ha seguido siendo esgrimida como fundamento legal en procesos civiles contra periódicos y revistas.

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Ello ha sido así pese a que el Tribunal Constitucional, de acuerdo con lo proclamado en la disposición derogatoria tercera de la Constitución, se ha pronunciado reiteradamente en favor de la no aplicatividad de las normas que se opongan a aquélla, sin que sea requisito la expresa derogación previa de tales normas. Y si alguna ley resulta evidentemente contradictoria con los principios proclamados por nuestra ley fundamental es precisamente la de Prensa e Imprenta de 1966, cuyo preámbulo establece que su texto se fundamenta en los "Principios del Movimiento Nacional". Así pues, ha de entenderse que la ley que ahora quiere derogar Fraga lo está tácitamente desde hace casi ocho años.

Por ello, la propuesta incluida en el programa de la coalición conservadora ha de entenderse antes como una sutil autocrítica que como un enunciado hacia el futuro.

Y en el ritmo de este futuro también los desmanes cometidos por la Administración socialista en materia de política informativa, desde la descarada parcialidad de algunos espacios de la televisión pública hasta las amenazas de solapada intervención, en la Prensa privada, son dignos de la mayor condena. Pero que los censores de ayer y quienes fueron responsables máximos de TVE hasta hace bien poco se permitan hablar, en términos apocalípticos, de "brutales atentados a la libertad de expresión" o de "manipulación indecente", e incluso insinuar que las elecciones "no serán libres si no se destituye antes a un personaje como Calviño", ha de suscitar la perplejidad de la mayoría de los espafioles. Si el Gobierno y la oposición quieren lealmente colaborar a la exístencia de una vigorosa opinión pública en nuestra sociedad, sólo tienen que hacer caso a un simple consejo, probablemente de difícil observancia: mantener fuera las manos de los medios de comunicación. Las tentaciones del poder aconsejan lo contrario, pero la historia contemporánea es testigo del error de los políticos que sucumben a la tentación de convertir a los medios informativos en aparatos de propaganda.

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