SAN ISIDRO 86

Locales imposibles, música inaudible

Cada año, para fiestas, sucede lo mismo: se montan grandes recitales, se contrata a famosos artistas, el público se vuelca en las actuaciones, el éxito y la fiesta se aseguran, pero algo queda en el aire: el sonido no ha sido bueno; el polvo, el calor o el frío hacen de los recitales auténticas torturas; la distancia impide contemplar a los cantantes y grupos.

Desde que los socialistas se hicieron cargodelos ayuntamientos, la música popular ha salido a la calle. La Administración es el principal empresario del país y no hay festejo que se precie que no tenga música de rock, f...

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Cada año, para fiestas, sucede lo mismo: se montan grandes recitales, se contrata a famosos artistas, el público se vuelca en las actuaciones, el éxito y la fiesta se aseguran, pero algo queda en el aire: el sonido no ha sido bueno; el polvo, el calor o el frío hacen de los recitales auténticas torturas; la distancia impide contemplar a los cantantes y grupos.

Desde que los socialistas se hicieron cargodelos ayuntamientos, la música popular ha salido a la calle. La Administración es el principal empresario del país y no hay festejo que se precie que no tenga música de rock, flamenco, cantautores o folk en su programa. Se ha multiplicado el número de actos y de asistentes, los precios que cobran los cantantes y grupos se han disparado, la competencia por quién es capaz de dar más marcha y mayor espectáculo se ha hecho feroz, y, lo que en principio parecía bueno y deseable ha empezado a hacerse cargante.

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San Isidro es un caso paradigmátido en esa manía por los grandes escenarios. Excepto el teatro Real y el Albéniz, cuya acústica y buenas condiciones son conocidas, el resto de los escenarios, por una cosa o por otra, resultan lamentables. El nuevo auditorio de la Casa de Campo tal vez pueda ser en su día escenario idóneo para grandes conciertos, pero de momento es todavía un enorme descampado para beber litronas dle cerveza y comer bocatas de chorizo plastificado mientras que en la lejanía los grupos se afanan por llenar con su música el, poco exigente entusiasmo general. La plaza Mayor es un sitio de tránsito al que las terrazas y los paseantes dan un buen tono de solaz festivo, pero en el que difícilmente se puede centrar la atención en lo que sucede en el escenario.

El Palacio de los Deportes es caso aparte. Asistir a un concierto en el polideportivo madrileño es una verdadera. tortura. A no ser que se tenga la suerte de estar situado en las 20 primeras filas de silla de pista, las posibilidades de oír al cantante son prácticamente nulas; se oye, en cambio, todo tipo de ecos y rebotes que mandan las paredes, el techo de aluminio y las mil esquinas, con lo que la música se convierte en un inaudible batido de sonidos. Y así un año tras otro, una fiesta tras otra.

La masividad ha rendido a la calidad con armas y banderas. La continuidad de la fiesta está asegurada, aunque no se vea, aunque no se oiga, aunque lo que se ofrece sea una sombra de lo que debería ser. La necesidad de un auditorio en condiciones para Madrid -y no sólo para Madrid, porque éste es vicio extendido- es tan evidente, que ni los que no lo construyen se atreven a negarlo. Ya se sabe que las cosas de palacio no van nunca muy deprisa, pero es el momento de preguntarse cuántas fiestas de San Isidro más modestas sena necesario montar para que el añorado auditorio se pusiera definitivamente en pie y se hiciera verdad aquel cuento chino de que lo bueno no es regalar un pez, sino enseñar a pescar.

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