Tribuna:

El sosiego

Si los días de Semana Santa han cobrado otro valor es el de deshacernos de los políticos. Nada más disuasorio para sus histerias, impostaciones y enredos que la llegada del viernes de dolor. Desde esa fecha cundió el silencio, se extendió el sosiego institucional y al fin el país recobraba la normalidad. En ese espacio era posible tener en cuenta la vida pública y la personal, extender la mirada por esta nación como se pasea un cuarto al despertar y no quedan restos de pesadillas; como se redescubre, en definitiva, la tierra propia y se la ama sin necesidad de sentirla distinta.La política, co...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Si los días de Semana Santa han cobrado otro valor es el de deshacernos de los políticos. Nada más disuasorio para sus histerias, impostaciones y enredos que la llegada del viernes de dolor. Desde esa fecha cundió el silencio, se extendió el sosiego institucional y al fin el país recobraba la normalidad. En ese espacio era posible tener en cuenta la vida pública y la personal, extender la mirada por esta nación como se pasea un cuarto al despertar y no quedan restos de pesadillas; como se redescubre, en definitiva, la tierra propia y se la ama sin necesidad de sentirla distinta.La política, como el teatro, el fútbol e incluso las cenas con matrimonios, no tiene necesariamente que ser insufrible. Admito que presente dificultades cualquier intento de amenizar, pero al ejercicio político -algo que afecta a la calidad de la vida- le corresponde un interés mayor del que le otorgan los actuales responsables.

Vista la propicia disposición de los españoles para involucrarse en cualquier propuesta de excitación -se trate de las movidas, el momento teatral, la cosecha de cineastas y pintores, la desbandada automovilística por haber bajado un duro el combustible, la fe naciente en la nueva selección nacional de fútbol, el auge de las peluquerías, etcétera-, no parece sino efecto de los animadores el desdén que el ciudadano siente por la política. O, mejor, por esta clase de política, recalentada en las mismas marmitas y trasvasada de despensa de partido a despensa de partido y de exabrupto en exabrupto. La confusión, la crispación, el malestar, con que a menudo se nubla el paisaje español no es sino una consecuencia de las malas digestiones que provocan estos aburridos guisos. Difícil resulta, por otra parte, librarse completamente de ellos. El político cuenta aquí con una presencia omnímoda que: le permite eructar por todas partes. Es por ello por lo que este país parece a veces más enrarecido, agrio y desarreglado de lo que en realidad está. Hay que verlo cuando esa grey de tediosos, pero gárrulos, animadores se toma un descanso como el de parte de la Semana Santa. Nunca pareció el entorno más grato y aseado.

Archivado En