Editorial:

La ley del silencio

LA SENTENCIA de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que ha absuelto al comisario Manuel Ballesteros del delito de denegación de auxilio a la justicia plantea preguntas de difícil respuesta en un Estado de derecho, en el que la policía debe ser el brazo auxiliar de la justicia y en el que la igualdad ante la ley no admite excepciones en nombre del secreto y la eficacia policiales. Los hechos juzgados, que se remontan a noviembre de 1980, recuerdan acontecimientos de una inquietante actualidad.Tres confidentes mercenarios -en terminología del alto tribunal- son detenidos tras irrumpir vi...

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LA SENTENCIA de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que ha absuelto al comisario Manuel Ballesteros del delito de denegación de auxilio a la justicia plantea preguntas de difícil respuesta en un Estado de derecho, en el que la policía debe ser el brazo auxiliar de la justicia y en el que la igualdad ante la ley no admite excepciones en nombre del secreto y la eficacia policiales. Los hechos juzgados, que se remontan a noviembre de 1980, recuerdan acontecimientos de una inquietante actualidad.Tres confidentes mercenarios -en terminología del alto tribunal- son detenidos tras irrumpir violentamente en la frontera española del puente de Santiago, en Irún, a bordo de un vehículo robado y con matrícula falsa minutos después de que tres desconocidos ametrallasen un bar en la localidad vascofrancesa de Hendaya con el resultado de dos muertos y 10 heridos. El comisario Ballesteros, entonces al frente del Mando único para la Lucha Contraterrorista, ordena personalmente la puesta en libertad de los tres detenidos, cuya identidad guarda celosamente a los jueces de San Sebastián que abren diligencias para esclarecer unos hechos en cuanto "pudieran dar la apariencia de algún tipo de connivencia de autoridades y funcionarios españoles con el atentado ocurrido en Francia".

La Audiencia Provincial de San Sebastián condenó a tres años de inhabilitación especial al comisario por entender que no cabía aceptar la eximente de "cumplimiento del deber" en el hecho de prestar protección a los confidentes, ya que en un Estado de derecho no caben parcelas de ilegalidad o inmunidad. Aquella sentencia concluía señalando que "siendo el valor superior de la justicia una de las bases de nuestro Estado social y democrático de derecho, su eliminación en un caso concreto por razones mal llamadas de Estado constituye una actuación claramente contraria al sistema constitucional y un cáncer de ilegalidad que puede minar todo el sistema".

La Sala Segunda, que por unanimidad ha absuelto al comisario, entiende, sin embargo, las razones del silencio del comisario por el riesgo que podían correr los confidentes, "el desprestigio del mando que deja sin protección a sus miembros, la desmoralización y el posible desmantelamiento de sus cuadros, las tensiones graves que podrían brotar en el seno de las fuerzas de seguridad y la ventaja que podría reportar a las bandas terroristas". Aunque el tribunal entiende que Ballesteros debía haber acatado el requerimiento judicial facilitando el nombre de los confidentes, condona su actitud al actuar sin "malicia, dolo o actuación renuente al auxilio" y proceder "en la creencia errónea de que los bienes jurídicos a cuya protección atendía eran superiores y le autorizaban a obrar como lo hizo".

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La sentencia, con el debido respeto que merece el alto tribunal, abre horizontes preocupantes de impunidad a confidentes o mercenarios que al socaire de la lucha contraterrorista exijan la protección de sus mandos ante las pesquisas de los jueces. El silencio de Ballesteros podría convertirse así en una verdadera ley del silencio, con aval del Tribunal Supremo, por la que los jueces van a tener dificultades en investigar los posibles delitos que hayan cometido o cometan los mercenarios contraterroristas. Que se invoque la posible desmoralización de los servicios secretos o la tensión que una conducta distinta -y ajustada a la Constitución- podría generar en las fuerzas de seguridad no nos parece razonable. Las llamadas razones de Estado -por no hablar del estado de necesidad, argumento querido de los golpistas- son alfombras bajo las que se han ocultado en la historia demasiados crímenes. Es sabido que la razón y la fuerza del sistema democrático reside en su superioridad moral. Empañar esta superioridad moral puede contribuir a deteriorar la legitimidad del sistema y a fortalecer moralmente a sus enemigos.

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