Tribuna:

El hombre de la calle

El hombre de la calle era un personaje abstracto, pero comprobable, del que se hablaba mucho en el discurso político europeo de la primera mitad de este siglo: ya no existe, y la expresión sucedánea, aunque no equivalente, es la de opinión pública. El hombre de la calle era tangible en los bulevares, en las ramblas o en las plazas: se rozaba con los otros, les hablaba, intercambiaba opiniones, se formaba la suya. Cuando el periodista de calle necesitaba saber qué se estaba pensando, salía a hablar con él. Ahora la imagen se despersonaliza, se computa en un gráfico o en una es...

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El hombre de la calle era un personaje abstracto, pero comprobable, del que se hablaba mucho en el discurso político europeo de la primera mitad de este siglo: ya no existe, y la expresión sucedánea, aunque no equivalente, es la de opinión pública. El hombre de la calle era tangible en los bulevares, en las ramblas o en las plazas: se rozaba con los otros, les hablaba, intercambiaba opiniones, se formaba la suya. Cuando el periodista de calle necesitaba saber qué se estaba pensando, salía a hablar con él. Ahora la imagen se despersonaliza, se computa en un gráfico o en una estadística.La calle ha tomado otra existencia: es la vía urbana por la que el hombre transita en su automóvil, o va empaquetado en el autobús o el metro, silencioso y apremiado, hostil y hostilizado. A veces se hacen esfuerzos para crear zonas peatonales por las que el hombre de la calle pueda pasear, entrar y salir de las tiendas, mirar al otro; pero son como guetos, como reservas de indios. Recientemente ha aparecido el miedo a la calle, acuñado como inseguridad ciudadana: el peatón aumenta la velocidad del paso, regatea al ver al otro, aprieta los brazos contra su bolso. La proxémica de la calle ha cambiado.

Aun en el Mediterráneo, durante el largo buen tiempo, quedan residuos del ágora y del mentidero: en el Norte han desaparecido. La personalidad se va creando en soledad y penumbra, se recibe hecha desde fuera por las canalizaciones que llegan a los apartamentos -ya apenas se dice hogares, y expresiones como mi casa van perdiendo sentido- y se consume en la endogamia, en el grupo familiar cerrado y tantas veces tenso: cuando se discute un suceso o una narración, en realidad se está discutiendo derechos y privilegios dentro del grupo.

La comunicación personal se hace por teléfono: es bilateral, anula el debate de grupo y priva a los comunicantes de lo gestual, de la expresión del cuerpo, del atractivo físico, de una cierta vehemencia: el diálogo se congela. En cambio, no se escriben cartas. La carta puede ser otra soledad, pero es una escritura: una reflexión, una devanación del pensamiento, una manera de identificarse con el idioma profundo y común, un hallazgo a veces sorprendente de uno mismo que se hace para el otro. Una literatura al alcance de todos. Ahora, las cartas se personalizan con el ordenador. En el molde único quedan los espacios para el nombre propio, el tuteo si ha lugar, el adjetivo, el breve párrafo cariñoso o despectivo: lo demás es mostrenco.

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Este sentido del molde para personalizar lo tiene también la averiguación de la opinión pública. El encuestador tiene los impresos con las casillas abiertas para trazar una crucecita: las preguntas no tienen más posibilidad de respuesta que el sí o el no (o el famoso y trágico no sabe, no contesta). Si algo nos hace personas es la compensación de valores, la duda, el discurso. Aunque todo tiende a hacernos categóricos y absolutos, personajes de una sola pieza, aún nos queda el suficiente remanente de matices, de vacilaciones ante cualquier tema, por complejo que sea: el viejo toque de individualidad.

En otros tiempos 1 se rechazaba -por los pensadores humanistas- el sistema de referéndum, o de democracia directa, precisamente porque forzaba a la dirección única, en un sentido o en otro, ante una sola pregunta categórica, y se defendía el parlamentario -democracia indirecta- porque en él la cuestión se debatía, se matizaba, se enmendaba, se examinaba hablando, que es el origen etimológico de la palabra parlamento. El matiz de la encuesta de opinión pública no está ahora en quien la emite, sino en quien la analiza. Como otros fragmentos de la individualidad, ha pasado del interior al exterior. Ha cambiado de sentido. Al cuestionario se le superponen después rejillas, cuadrículas, se computan las preguntas cruzadas, se sacan columnas derivadas, coordenadas; se le somete a la ley de los grandes números, se obtiene una media. Es científico, dentro de la antigua polémica entre cientifismo y humanismo. Una ciencia muy avanzada, muy desarrollada: cuando las encuestas se comprueban -por votaciones, por ejemplo- resultan generalmente acertadas. Pero queda la sensación de que algo se ha perdido en el camino. Quizá una brizna de democracia. Se percibe una cierta angustia de finalidad: ¿para qué, para quién es la encuesta? Se podía imaginar que es la forma de llevar al poder la voz de la calle, pero se sospecha que cuando la encuesta no es favorable a sus propósitos, es para hacerle crecer sus presiones, recargar sus terminales, llegar con más fuerza ante nosotros para que las próximas cifras del gráfico hayan cambiado.

A veces, sin embargo, la calle se llena: el ciudadano se echa a la calle, para una protesta o para una adhesión. Los analistas se apresuran a discutir sus cifras, sus móviles. Cuando reniegan de esa forma de expresión, cambian otra vez el lenguaje y le llaman hombre-masa, y dicen que le mueve la inercia, el contagio y la pérdida de la personalidad. Se le atribuyen agitadores, movilizadores; se dice que está orquestado. 0 se interpretan sus móviles, se confunden sus intenciones. Sin embargo, algo ocurre para que las personas cambien de calzado y se echen a andar; dejen su apartamento y sus terminales, sus automóviles, su desencanto, y vuelvan a ser por unas horas esa figura olvidada del hombre de la calle.

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