Tribuna:LA MUERTE DEL 'VIEJO PROFESOR'

Una plaza sin nombre

Hubo una vez en Madrid una plaza que no tenía nombre. Hasta hace 19 años era una explanada tan hermosa como una cumbre horizontal, ancha y de profundidad infinita. Sentado uno en los bordes de sus aceras podían verse desde ella las blancas colinas del Sur y, más allá de éstas, cuando el sesgado del atardecer era propicio, la ondulación de la meseta.Los habitantes de Madrid llamaban al lugar Atocha desde tiempo inmemorial, pero descubrieron que su nombre legal era otro, Carlos V, aquel buen -es un decir- día en que su alcalde -también es un decir- de aquel tiempo, Arias Navarro o algo así, les ...

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Hubo una vez en Madrid una plaza que no tenía nombre. Hasta hace 19 años era una explanada tan hermosa como una cumbre horizontal, ancha y de profundidad infinita. Sentado uno en los bordes de sus aceras podían verse desde ella las blancas colinas del Sur y, más allá de éstas, cuando el sesgado del atardecer era propicio, la ondulación de la meseta.Los habitantes de Madrid llamaban al lugar Atocha desde tiempo inmemorial, pero descubrieron que su nombre legal era otro, Carlos V, aquel buen -es un decir- día en que su alcalde -también es un decir- de aquel tiempo, Arias Navarro o algo así, les anunció, como profeta chatarrero, que las hordas de seats volarían por encima de los adoquines grises sobre un neoyorquino paso elevado, nombre que a los madrileños les sonó a taco de ferroviario beato y que rebautizaron, con sorna de reyes magos, con otro más apropiado a la naturaleza ridícula del engendro: scalextric.

Identidad propia

Desde entonces así se conoce a la plaza sin nombre, olvidado otra vez el suyo legal y perdida por causa del automovilismo aéreo su tradicional absorción por el de Atocha. Ciertamente, ni el eco de un remoto emperador que no la pisé ni la marca de un juguete ajeno son los adecuados para un lugar de tan poderosa identidad propia. Pero el instinto retórico del habla madrileña atinó una vez más, y el signo irónico de la carretera volante se adueñó del severo signo destruido por ella.

No lejos de esta plaza, un poco antes a la derecha según se va de dentro afuera del corazón de la ciudad, hay una calle, Marqués de Cubas, en cuyo número 6, un profesor expulsado de su universidad regalaba clandestinas lecciones de ciencia, ironía y pasión por la seducción -más de las últimas que de la primera- a puñados de estudiantes con síndrome de orfandad que por entonces abundaban aquí.

El 'chisme'

En una de aquellas lecciones, el profesor comentó: "¿Se han fijado en el monstruoso chisme que nos han colocado en Atocha?". Fue un pretexto para ilustrar el lado ridículo de lo que él llamaba semidesarrollo, y otros, milagro económico español. La charla terminó para tres de sus oyentes, horas más tarde, con sobrecarga de alcohol y asco, bajo el chisme, donde hicieron parada para vomitar.

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El profesor fue enterrado ayer, pero su cadáver se ha llevado por delante al chisme y devolverá a la plaza su hermosura perdida. Pero cuando se barra al chisme, el anonimato invadirá al lugar. Por Carlos V nadie seguirá conociéndolo. Atocha no es el suyo. ¿Cómo llamarlo en adelante? Para quienes escupieron un día sobre aquel soez cemento sólo queda para el lugar el nombre de quien lo recuperó para los hombres.

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