Tribuna:

Pero se mueve

Nueva York está llena de carteles anunciadores de Rocky 4, la película de Stallone en la que Rocky, campeón de los pesos pesados de EE UU, se enfrenta a un siniestro campeón soviético en pro de la supremacía mundial. La musculatura de Stallone destaca asomante sobre un calzón corto en el que se reproduce la bandera de las barras y estrellas. A cambio de este préstamo simbólico, en otros carteles no menos aparentes a la musculatura de Stallone exhibida en Rambo se le ha añadido la cabeza de Reagan y ambos componen una potente figura de pegador cósmico.

Rocky 4 me rec...

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Nueva York está llena de carteles anunciadores de Rocky 4, la película de Stallone en la que Rocky, campeón de los pesos pesados de EE UU, se enfrenta a un siniestro campeón soviético en pro de la supremacía mundial. La musculatura de Stallone destaca asomante sobre un calzón corto en el que se reproduce la bandera de las barras y estrellas. A cambio de este préstamo simbólico, en otros carteles no menos aparentes a la musculatura de Stallone exhibida en Rambo se le ha añadido la cabeza de Reagan y ambos componen una potente figura de pegador cósmico.

Rocky 4 me recuerda aquella ambición popular e infantil de que todo se dirimiera en una batalla entre los líderes del barrio, en una escalera, a puñetazos como Luis Romero o a la lucha libre como Lambán o Tarrés. El combate era como la prueba de Dios. El que ganaba se llevaba debajo de¡ brazo la supremacía de una pandilla, una calle, un barrio sobre otro, y había que esperar un período para que se le pudiera disputar la hegemonía.

El juego es de origen infantil, pero la intención histórica actual es diabólica. La subcultura se ha aplicado sobre la guerra fría desde que nació, pero al lado de los trazos gordos ahora empleados, películas de propaganda y contrapropaganda barata que hace 20 o 30 años hacían sonreír, se convierten en sutilezas del espíritu.

En Rambo, Estados Unidos gana la guerra que perdió en Vietnam. En Rocky 4, los puños de Stallone derriban el poderío soviético con una contundencia que no pueden permitirse los proyectiles dirigidos. Se supone que este público es más idiota que el de hace 20 o 30 años y está dispuesto a tragarse falsificaciones o puerilidades porque prescinde de su propia memoria o de la ajena: de la historia misma.

Desde la prepotencia de la capitalidad del imperio se crea subcultura para analfabetos extensos y profundos. Hay que recordar los nombres de los asesinos y los asesinados antes de que los verdugos se conviertan en modelos de conducta, y los sinvergüenzas, en los intelectuales orgánicos de este hemisferio.

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