Tribuna:MADRID RESUCITADO

San Ildefonso

El viejo mercado de mampostería, el primero de su género que se construyó en Madrid, desapareció una noche sin dar explicaciones y en su lugar emergió una plaza humilde que orna una discreta pero hermosa fuente.El mercado de San Ildefonso, centro de la vida comercial del barrio de Maravillas, cayó para no levantarse, víctima de los planes de destrucción de la zona, sabrosa manzana por la que suspiraban los especuladores, deseosos de limpiar, a sangre y fuego, estas callejas empinadas y construir en sus solares torres tan orgullosas como vanas, avenidas de edificios y centros comerciales.
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El viejo mercado de mampostería, el primero de su género que se construyó en Madrid, desapareció una noche sin dar explicaciones y en su lugar emergió una plaza humilde que orna una discreta pero hermosa fuente.El mercado de San Ildefonso, centro de la vida comercial del barrio de Maravillas, cayó para no levantarse, víctima de los planes de destrucción de la zona, sabrosa manzana por la que suspiraban los especuladores, deseosos de limpiar, a sangre y fuego, estas callejas empinadas y construir en sus solares torres tan orgullosas como vanas, avenidas de edificios y centros comerciales.

Como las hormigas cuando el niño malintencionado tapona su agujero, vagaron algún tiempo las vecinas despistadas con sus bolsas vacías alrededor de las ruinas, pero pronto se disgregaron por los pequeños comercios de alimentación de la Corredera que continuaron a trancas y barrancas su existencia precaria.

La plaza se cierra en uno de sus lados con los muros de la iglesia de San Ildefonso, templo desangelado, dos veces reconstruido sin gracia ni artificio, sin edad, pero no sin historia.

Aunque tales parajes no cuadren con su leyenda, Rosalía de Castro habitó en la cercana calle de la Ballesta y contrajo matrimonio en este templo, impersonal en su fachada pero variopinto y popular por su feligresía.

Niños, ancianos, gatos y palomas recalan en la plazuela adjunta que, pese a su novedad, no deja de tener un encanto sucio de rincón urbano que la incuria de las gentes y la desidia de los munícipes convierten en vertedero.

"Ya no quieren derribar el barrio, ahora quieren que se caiga solo para construir apartamentos", advierte el hippy reciclado que llegó a finales de los setenta para instalarse provisionalmente en una buhardilla de la plaza, a la que se llega a través de un laberinto de escaleras y pasillos trazados por ministeriosos designios.

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Este vetusto caserón, que hace esquina con San Joaquín y se prolonga por la plaza y la vecina Corredera, se cubre con caprichosos tejados de abruptos perfiles que descubren torreones, galerías, claraboyas y ventanucos de irregular trazado, construidos quizá a golpe de necesidad. En la fachada que da a San Ildefonso, un pequeño comercio de ultramarinos se ha incrustado sobre lo que debió ser una de las principales puertas de la casa.

Al otro lado, donde confluyen la calle del Barco y la de Colón, el bar Sidi, una de las primeras cafeterías del barrio, tiene aún cierto toque colonial y, entre el impenitente canturreo de las tragaperras, ofrece, dicen sus parroquianos, un café por encima de toda sospecha.

Una de las antiguas tabernas de la plaza refleja, o reflejaba hasta hace poco en sus azulejos, las ocho maravillas del mundo con la patriótica inclusión de El Escorial, e imaginativas, aunque poco probables, reconstrucciones del Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas o los Jardines Colgantes de Babilonia.

Cerca, una antigua farmacia, de severa traza y nobles dependencias, más gabinete de alquimista o tertulia de sabios que comercio, entroniza en hornacinas los bustos rigurosos de Hipócrates y Galeno. ¿Qué pudo pensar Rosalía en su exilio al cruzar, transida de saudades, estas calles sin más concesiones a lo bucólico que las macetas de geranios?

Cuando la plaza era un emporio comercial triunfaban aquí establecimientos como El Arca de las Medias, discreto enclave enel que probos dependientes descalificaban con una mirada al intruso que se atrevía a perturbar la paz de los venerables muros, solicitando alguna extravagancia.

Cuando el incauto, a la vista de cajas y cajas de calzoncillos de blancura sin igual, decía "¿no tienen nada de otro color?", el imperturbable cancerbero se aprestaba a recoger con gesto brusco aunque profesional su alba colada con un seco "lo siento, pero aquí no trabajamos ese género", proferido sin acritud pero sin concesiones. Jamás pudieron sorprender, en estos hombres intachables, las clientas, un atisbo de complacencia o morbosidad, cuando con manos eficientes extendían sobre el mostrador sus íntimas mercaderías y alababan con tono objetivo la calidad de unas bragas de punto.

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