Editorial:

La crisis de la Unesco

EL ABANDONO de la Unesco por parte del Gobierno del Reino Unido no es un hecho anecdótico. Se trata del cumplimiento de una amenaza hecha con anterioridad por los representantes británicos, pero también puede ser el comienzo de un deterioro definitivo de la situación. Las críticas que la postura -continuidad de la actitud adoptada hace un año por Estados Unidos- ha merecido en Occidente no empañan las dudas que en muchos países democráticos se extienden sobre el funcionamiento de la organización y de otras de similar porte pertenecientes a las Naciones Unidas. Como telón de fondo, la figura di...

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EL ABANDONO de la Unesco por parte del Gobierno del Reino Unido no es un hecho anecdótico. Se trata del cumplimiento de una amenaza hecha con anterioridad por los representantes británicos, pero también puede ser el comienzo de un deterioro definitivo de la situación. Las críticas que la postura -continuidad de la actitud adoptada hace un año por Estados Unidos- ha merecido en Occidente no empañan las dudas que en muchos países democráticos se extienden sobre el funcionamiento de la organización y de otras de similar porte pertenecientes a las Naciones Unidas. Como telón de fondo, la figura discutida y discutible del actual secretario general, M'Bow, al que se acusa de despilfarro y nepotismo y de refugiar su burocrática felicidad entre las faldas ideológicas de la Unión Soviética.La crisis a la que la Unesco hace ahora frente no tiene un motivo concreto, sino que es una crisis de fondo y de identidad: en qué consiste su función y cómo ha de llevarse a cabo en un mundo dividido por los sistemas políticos e ideológicos. Ha habido, sin embargo, una chispa que prendió la hoguera de la discordia: el informe McBride sobre el Nuevo Orden Mundial de la Información y de la Comunicación (NOMIC). Independientemente de los valores y las aportaciones existentes en ese documento y de la descripción real de unos hechos preocupantes de neocolonialismo informativo, el informe da pie a los Gobiernos para interferirse abusivamente en el mundo de la información. Desde la Unesco y algunos países revolucionarios del Tercer Mundo se ha impulsado así el carácter educativo de los medios de comunicación de masas, privándoles de su entendimiento crítico como ejercicio de un derecho de los ciudadanos antes que como un simple servicio público. Aunque no de manera formal, se llegó incluso a sugerir -so pretexto de la protección de los profesionales- la creación de una especie de carné internacional de periodista que los países occidentales contemplaron justamente como una amenaza definitiva a la libertad de circulación de las noticias.

Esta cuestión del NOMIC agitó a los medios de prensa occidentales y les llevó a preguntarse por la rectitud y pureza de una organización a la que Estados Unidos y muchos de sus aliados acusan de utilizar los fondos que ellos mismos dan para la financiación de una onerosa burocracia -sus altos funcionarios son los mejores pagados del mundo- que sujeta una estructura dedicada a criticar de continuo los valores culturales, políticos e ideológicos de Occidente. Con razón o sin ella, estas tesis han ido progresando en muchos países democráticos industrializados, y puede decirse que si no se resuelve en un plazo prudencial el regreso de Washington y Londres a la organización, ésta quedará herida de muerte.

Una de las condiciones probables para que la situación se restaure es la búsqueda de un nuevo secretario general menos arbitrario que M'Bow y menos vulnerable a las críticas de despilfarro y mala administración. El ostentoso nivel de vida que muchos funcionarios internacionales -no sólo en la Unesco, sino también en la FAO o en la Comisaría para los Refugiados y, en general, en las diversas oficinas y organizaciones de las Naciones Unidas- mantienen a costa de programas ideados o construidos sobre la desgracia de los países pobres merece una reflexión moral.

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Los privilegios de todo tipo -diplomáticos y fiscales- que muchos de esos funcionarios poseen han llevado a generar una construcción endogámica e ineficaz de esos organismos, que gastan más en burocracia que en cooperación y cuyo carácter intergubernamental les confiere además una rigidez y una politización inadecuadas a sus funciones. El corporativismo interno tiende a reforzarse con las votaciones de los Gobiernos miembros, en gran parte pertenecientes a países del Tercer Mundo víctimas de toda clase de dictaduras corruptas.

El abandono del Reino Unido de la Unesco, como antes el de Estados Unidos, -lo que supone una merma del 30% en el presupuesto- parece ser un intento dramático de que la situación cambie. Pero es dudoso que resulte eficaz: puede generar un movimiento de autodefensa aún superior en el seno de la organización. La gran mayoría de los países occidentales coincide en reconocer los defectos estructurales de la Unesco y los abusos a los que hay que poner coto, pero también aprecia las aportaciones que en el pasado la organización ha hecho a la extensión de la cultura y a la defensa de valores y bienes artísticos como patrimonio de la humanidad. De 1979 a 1983, gracias a la Unesco, quince millones de adultos y niños fueron alfabetizados y se formaron a unos 30.000 maestros. Sus aportaciones han sido igualmente importantes en la defensa del patrimonio mundial, en su apoyo a la traducción de obras importantes a distintas lenguas y en su colaboración en grandes programas científicos sólo posibles a escala internacional como es el de la lucha contra la contaminación. Probablemente una acción política coordinada de los paises occidentales en el seno de la organización y actitudes menos oportunistas de algunos Gobiernos podrían evitar que la crisis actual se profundice y la organización pueda recobrar plenamente los objetivos para los que fue creada. Una reflexión, en todo caso, sobre las organizaciones internacionales, su función y su eficacia, es urgente si no se quiere que los foros de diálogo vayan perdiendo contenido.

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