Tribuna:

El presente de la ética

Quizá lo más significativo del pensamiento actual es la viva conciencia que él mismo tiene de su insuficiencia. Lo cual no quiere decir que sepamos con precisión lo que nos falta, sino sólo que estamos seguros de que lo que hacemos y tenemos no es bastante. Algo se escapa o no llega y se trata justamente de lo más necesario. No se diga que esta sensación de carencia es permanente en la modernidad, porque ahora lo que se echa en falta pertenece sin duda al ámbito de lo teórico. Durante todo este siglo que a ciertos respectos ya se va haciendo demasiado largo se han declamado diver...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Quizá lo más significativo del pensamiento actual es la viva conciencia que él mismo tiene de su insuficiencia. Lo cual no quiere decir que sepamos con precisión lo que nos falta, sino sólo que estamos seguros de que lo que hacemos y tenemos no es bastante. Algo se escapa o no llega y se trata justamente de lo más necesario. No se diga que esta sensación de carencia es permanente en la modernidad, porque ahora lo que se echa en falta pertenece sin duda al ámbito de lo teórico. Durante todo este siglo que a ciertos respectos ya se va haciendo demasiado largo se han declamado diversas frustraciones en tomo al hombre, su limitada y agónica condición, en tomo a las servidumbres de los actuales sistemas políticos, en torno a la miseria y el terror establecidos en tantos países del mundo. Lo que se echaba en falta era ontológico en el existencialismo y social en los movimientos que exigían igualdad de derechos para los marginados o reivindicaban la dignidad de los condenados de la tierra. Hoy, en cambio, se es mucho más conformista respecto a la mayoría de estas quejas: la protesta por la insuficiencia de lo que llamamos vida se ha refugiado principalmente en ciertos literatos, como Thomas Bernhard, pero ya no consigue curso legal en la reflexión filosófica. Sobre todo en Europa se constanta más claramente la precariedad de lo que se ha conseguido -y desde luego su amenazada excelencia respecto a lo obtenido en tantos lugares menos favorecidos del globo- que la superioridad cada vez más dudosa de lo que aún está por llegar. Como cualquier nobleza semiarruinada, pero cuya decadencia relativa es llevada discreta y orgullosamente, lo cual resulta aún más delicioso en la práctica, nadie quiere vocear en exceso ambiciones de futuro por no asumir deficiencias en el presente y rematar así la pérdida de status. Ya no hay mala conciencia política, sino urgencias y litigios ante el costoso estrechamiento por parte de los dos más grandes. Es en el plano de la teoría, en cambio, donde la contingencia vigente resulta más inocultable. Sólo la reflexión, donde y cuando no parece totalmente ociosa, espera de lo venidero más de lo que tiene, no el despojo. La única utopía que no suena ominosamente totalitaria es la de un pensar más completo y mejor fundado, es decir, más verdadero.Quizá sea en el terreno de la ética donde esta generalmente husmeada insuficiencia resulta menos ocultable. Las grandes fuentes legitimadoras de los valores, cada una de ellas con pretensión autocrática y monopolística, han ido siendo puestas en entredicho a lo largo de nuestra modernidad. Así decayó el fundamento teológico en su día, y así después se han ido debilitando el principio racional y el principio político en cada una de sus sucesivas variedades o alianzas, desgastados por ímpetus inconscientes, paradojas estructurales, cuestionamiento de autoridades, terrores diurnos de lo engendrado por los sueños dogmáticos, etcétera. Hoy, la llamada posmodernidad a falta de denominación más ingeniosa es fragmentaria:, tentativa, interdisciplinaria: patch-work. Los valores menos carcomidos -que no son muchos, ni muy tajantes- hacen equilibrios ápoyados sobre residuos de templanza política, estímulos estéticos, recomendaciones higiénicas, caprichos tecnológicos y se dejan aromatizar un poco con efluvios cínicos o románticos, según el gusto de cada cual. No sólo es que el miedo haya desplazado a la esperanza utópica; es que la esperanza utópica es precisamente lo que más miedo causa. Hay razones para ello, pero también sinrazones. La utopía prometía un desenlace a la historia, pero poco a poco la gente se ha ido convenciendo de que la mayoría de los desenlaces son fatales. Sin embargo, tampoco el miedo como tal es sello de salud mental. Uno de los rasgos de la medievalización de nuestra época -señalada, entre otros, por Umberto Eco- es que mientras nos vamos acercando al año 2000 crecen los terrores apocalíptícos: las plagas se suceden, peligro atómico, cáncer, destrucción ecológíca, terrorismo, totalitarismo explícito o larvario, paro, crisis petrolera, SIDA, etcétera. Las disfunciones económicas refuerzan las biológicas y las amenazas políticas se complementan con perturbaciones psicosociales. La star war cinematográfica se duplica siniestramente en la realidad. Ante este cúmulo de espantos, el pensamiento que quiere ser libre y no renuncia a su tarea crítica ha perdido toda su arrogancia; incluso se diría que su excesiva modestia es una forma de declararse culpable.

La problemática de los valores vacila no sin azoro entre el desario tecnotrónico, el siempre algo mixtificador "realismo" de los políticos y las viejas consignas de una cultura liberal de la palabra y la persuasión, cada vez más desplazada por imágenes, sonidos y bits. De que los filósofos no quieren dejarse arrollar sin más por el empuje ajeno de las nuevas circunstancias dan cuenta esfuerzos tan sorprendentes y polémicos como el de la ya célebre exposición de los inmateriales de París. El pensar más completo que buscamos ha de pasar por una sensibilización reflexiva ante las nuevas formas de comunicación, interpretación y ensoñación. Lo cual no dispensa de que los imprescindibles principios deban ser de un modo u otro asentados, con todo su alcance simbólico y todo su peso de convicción social. En este terreno, se diría no ya que aún falta demasiado por hacer, sino que la excesiva cautela por resabio de dogmas pasados o por la pedantería actual están obstruyendo el camino de lo impostergable. Por una parte, vivimos en un mundo cada vez más contiguo, donde todo adyace junto a lo demás y nada puede hurtarse: así lo vemos, por ejemplo, en las pelícu-

Pasa a la página 12

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El presente de la ética

Viene de la página 11 las de James Bond, en las que los supuestamente remotos escenarios se suceden vertiginosamente como simples decorados de una misma aventura. Para Julio Verne, no tan antiguo, la aventura aún consistía en el paso de un decorado a otro. Todo está cerca, pues, domo suele afirmar la filosofía de las agencias de viajes. Por otro lado, cada cosa es diferente y cada diferencia tiende tenazmente a institucionalizarse. Cualquier propósito de homogeneidad parece encubrir una reivindicación hegemónica: yo determinaré lo que todos tenemos que ser. Resulta así que la pretensión de universalidad, que la agilísima red comunicacional propicia y la seriedad ética exige, tropieza con irreductibles diferencias que absolutizan en lo valorativo peculiaridades estratégicas desde las que se resiste a la subyugación uniformizadora por los más fuertes. Para bien y para mal, el brote o la reinvención de ciertos nacionalismos debe ser encuadrado aquí. La cuestión se hace así mucho más difícil. Puedo ser raudo visitante de cualquier rincón del mundo, recibo inmediata constancia de lo que ocurre en todas partes, pero no me atrevo -por miedo al imperialismo moral o al etnocentrismo axiológico- a valorar tal ejecución ritual de la adúltera o tal obnubilación sectaria de un pueblo cuyas raíces no comparto. Sospecho, sin embargo, que no es limpia tolerancia todo lo que reluce aquí.

Para los pensadores europeos -y quizá aún más si provienen de un marco tan sobredeterminado de contradicción histórica como el Estado español- la urgencia de una fórmula válida de universalidad colisiona con una ilustre pero demasiado recargada diferencia que ha llegado a ser sospechosa por razones político-económicas en el resto del mundo. Es preciso atreverse a pensarlo todo, pero resistiendo a la totalización como momento verdadero de una razón expoliadora. Refugiarse en lo característicamente venial o en lo instrumental subyugado por su medio no parece válido; aferrarse, por el contrario, a una de las viejas hachas de guerra perpetuamente desenterradas, siempre coreadas con clerical unción ideológica, nada tiene que ver con la independencia de espíritu de quien quiere ser útil pero no siervo. Y la prudente constatación infecunda del terror es pura sumisión a quienes mejor han aprendido a administrarlo, sea con las armas o con la propaganda. El ímpetu utópico estriba ahora no en la instauración apocalíptica del mundo nuevo, sino en la completitud racional del pensamiento valorativo que debe dar cuenta de lo que hay. Pues sólo en lo que hay se inscribe y justifica la reclamación de lo que debe haber, cuyo nombre completo no podemos conocer, salvo para nuestro mal. Nunca como ahora interpretar el mundo es realmente transformarlo en el único sentido no cataclísmico del término. La apuesta actual del esfuerzo especulativo en Europa -precisando así lo que nos atañe y nos límita- debe partir de la consideración animosa de estas premisas. Pero sin limitarse a repetirlas una y otra vez, beatificándolas.

Archivado En