Tribuna:

La 'movida' de un 'plácet'

La petición de plácet por el Gobierno español a favor de Gonzalo Puente, como embajador de nuestro país ante la Santa Sede, ha creado alguna preocupación -al parecer, por su significación intelectual agnóstica- en ciertos medios católicos españoles. Gonzalo Puente, diplomático veterano y avezado, que ha ocupado puestos en el servicio exterior durante más de 30 años, ha sido también, en los tiempos difíciles, un demócrata sereno que ha defendido siempre las libertades públicas: Y es, en efecto, un intelectual riguroso que, con independencia, se mueve dentro de las corrientes metodológica...

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La petición de plácet por el Gobierno español a favor de Gonzalo Puente, como embajador de nuestro país ante la Santa Sede, ha creado alguna preocupación -al parecer, por su significación intelectual agnóstica- en ciertos medios católicos españoles. Gonzalo Puente, diplomático veterano y avezado, que ha ocupado puestos en el servicio exterior durante más de 30 años, ha sido también, en los tiempos difíciles, un demócrata sereno que ha defendido siempre las libertades públicas: Y es, en efecto, un intelectual riguroso que, con independencia, se mueve dentro de las corrientes metodológicas críticas. Gran conocedor del mundo antiguo -estoico y cristiano primitivo-, ha publicado, entre otros ensayos, una obra (Ideología e historia) muy polémica y controvertida, pero que sin duda es una de las aportaciones más importantes a la historiografía europea sobre este tema.Que a un profesional competente y al mismo tiempo demócrata histórico y estudioso de la cultura clásica se le proponga como embajador ante un Estado soberano -como es la Santa Sede- no debería tener mayor significación. Estamos ya en un sistema constitucional y democrático en donde rigen los principios, entre otros, de igualdad ante la ley y de rechazo de todo tipo de discriminación por creencias. Es, por otra parte, una facultad discrecional de un Gobierno designar libremente a los embajadores. El embajador representa al Estado, es acreditado por el Rey y propuesto por el Gobierno. La persona designada podrá ser de derechas o de izquierdas, católico o agnóstico, profesional de la carrera diplomática o de otro cuerpo de la Administración, hombre de negocios o universitario, sindicalista o artista. No representa unas ideas, sino al Estado: a ningún grupo específico o corporativo. Y por ello recibe -y ejecuta- las instrucciones de su Gobierno.

¿Por qué, entonces, esta preocupación? Sobre ello caben diversas hipótesis. La primera, como un aviso, en cuanto expresión oficiosa, de una eventual reticencia vaticana o de algún sector, ahora influyente, de la diplomacia pontificia, no creíble. La segunda, que no sea otra cosa que voluntariosas iniciativas personales -no aceptables, dado nuestro sistema democrático y secularizado- asentadas en un anacrónico celo evangélico o nostálgico. La tercera, una interesada llamada de atención al Gobierno socialista, en el sentido de que las buenas relaciones entre los citados soberanos exigen concesiones, encubiertas de prudencia política. Por supuesto, habría que destacar otras interpretaciones, más o menos malévolas, de carácter corporativo o electoralista.

En los artículos de prensa que he leído y en los comentarios diversos que he oído se entremezclan interpretaciones de buena fe, pero también sofismas. La cuestión que habría que dilucidar sería si realmente es un problema objetivo o un falso problema, es decir, un pretexto. Y esto nos remite a unas breves consideraciones históricas y actuales. La cuestión no está solamente en este caso particular, por importante que sea, sino que, sobre todo, está en juego un principio general -la libertad religiosa y, por otra parte, la peligrosa dinámica que podría proyectarse sobre nuestra sociedad política.

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En nuestro país, y no sólo en nuestro país, las relaciones Iglesia-Estado, Iglesia- sociedad civil y, por extensión, Santa Sede-Estado han sido durante muchos años conflictivas y polémicas, especialmente difíciles bajo Gobiernos liberales, demócratas o progresistas. La historia contemporánea española no se puede entender, desgraciadamente, sin la referencia a este problema. Conflictividad interna, en el juego dialéctico clericalismo / anticlericalismo, que informaría nuestra vida social y política, y que, como es natural, dada la relación de casos comunicantes, interfirió en las actitudes de la Santa Sede y el Estado español.

Ha habido, por otra parte, etapas donde una conveniente cooperación se sustituyó por una identificación lamentable. Nuestras dictaduras del siglo XX -Primo de Rivera, Franco- fueron antimodelos de colaboración moderna y prudente, precisamente por la identificación político-religiosa. Así, como es sabido, bajo el franquismo, la religión católica era nada menos que religión del Estado, gozaba de protección especial, hegemónica y excluyente, como si estuviéramos en los siglos XVI y XVII, e incluso el propio Estado se permitía entrar en consideraciones teológicas, es decir, definirla como "la única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspiraba su legislación". Esta etapa, que incluye la idea de la guerra civil como cruzada, y su legitimación, radicalizaría aún más este problema histórico. Hay que señalar, por otra parte, que este modelo tuvo contestaciones y conflictos, sobre todo a partir del efecto del Concilio Vaticano II y en el franquismo tardío (véanse, en este sentido, las obras de Tusell y Hermet).

La cuestión religiosa, afortunadamente, se reconduce, con buen criterio, con la restauración de la democracia constitucional. Como en otros temas polémicos -monarquía / república, centralización / autonomía, civilismo / militarismo-, la prudencia política, la transacción ideológica y la conciencia generalizada de asentarnos en la modernidad se impusieron sobre rígidas posiciones doctrinales, que hubiesen sido normales en un proceso constituyente. De la confesionalidad franquista se pasará ahora a una aconfesionalidad estatal-religiosa, constitucionalizando la cooperación Estado-Iglesia y con las demás confesiones religiosas (Constitución, artículo 16.3). Se cierra así un largo proceso de la libertad religiosa: nacionalcatolicismo, tolerancia vergonzante,

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La 'movida' de un 'plácet'

Viene de la página 11plena libertad. Un dirigente político, demócrata cristiano, Óscar Alzaga, dirá, en los debates parlamentarios, algo que expresa muy bien, a la vez, una justa autocrítica y una no menos justa necesidad de aceptar, por todos los sectores, creyentes o agnósticos, la modernización: "...Hacemos, en este acto constituyente, solemne expresión de que abjuramos de prejuicios históricos que, en ocasiones, han sostenido los católicos españoles... y esperamos la misma modernidad de enfoque por la otra parte (tradición laica)". De esta necesaria modernización, que asumimos unos y otros, saldría la referencia constitución-cooperación y, en definitiva, la pacificación histórico-religiosa de España.

La pacificación conseguida del viejo problema exigió prudencia, sentido común y conciencia clara de reconciliación. Y exige también, ahora, prudencia para no renovar actitudes y prejuicios. La cuestión del retraso del plácet, que da base a estas consideraciones, no debe enturbiar unas relaciones que, aunque son de Estado a Estado, tienen una evidente repercusión interna. La Santa Sede, como cualquier Estado, puede, sin duda, retrasar o no otorgar un determinado plácet, sin tener que dar explicaciones, derecho reconocido en el Convenio de Viena (1961, artículo 4). Lo que no sería ni diplomática ni políticamente oportuno es que motivaciones intelectuales o religiosas se sobrepusieran a las relaciones objetivas de Estado a Estado, y, en este caso, al nombramiento por un Gobierno socialista de un embajador de la España democrática. Una decisión de esta naturaleza debilitaría la cooperación y no sería prudente -y, desde luego, no es éste el modus operandi de la sutil y experimentada diplomacia vaticana-. De la misma forma, por parte de ciertos sectores católicos españoles, sería un error grave que reavivasen, directa o indirectamente, viejos problemas seculares, que deben ya dejar de serlo: no convirtamos un plácet en un pretexto para la renovación de la discordia. Pacta sunt servanda.

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