Tribuna:

Orden de luna

Teodoro era imprevisible y altanero. Nunca pude ni soñar en llamarle por algo más que el nombre de pila, pues su apellido me resultaba conspicuamente impronunciable: abundaba, creo recordar, en el lovecraftiano sonido ng. Yo entonces era muy joven y amaba por encima de todas las cosas la literatura fantástica, epíteto que ahora sé redundante, pues toda literatura lo es. Mi curso en el campus venerable de Silentown era mi primer trabajo en América y mi primera estancia realmente larga lejos de casa. Todo me. impresionaba, me desazonaba, me hacía casi feliz.Teodoro solía entrar en ...

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Teodoro era imprevisible y altanero. Nunca pude ni soñar en llamarle por algo más que el nombre de pila, pues su apellido me resultaba conspicuamente impronunciable: abundaba, creo recordar, en el lovecraftiano sonido ng. Yo entonces era muy joven y amaba por encima de todas las cosas la literatura fantástica, epíteto que ahora sé redundante, pues toda literatura lo es. Mi curso en el campus venerable de Silentown era mi primer trabajo en América y mi primera estancia realmente larga lejos de casa. Todo me. impresionaba, me desazonaba, me hacía casi feliz.Teodoro solía entrar en clase muy serio, sin dirigir palabra a nadie ni hacer concesiones a la camaradería estudiantil que relajaba el comienzo de las sesiones. Se sentaba siempre detrás y en un ángulo de la sala, con la espalda contra la pared y las inacabables piernas encaramadas sobre el respaldo de algún otro asiento. Su silla se balanceaba con dos patas al aire mientras el largo nervio de su cuerpo pivotaba sobre ella. Seguía ceñudo. Luego, de pronto, comenzaba a sonreír. Su sonrisa no respondía a nada particularmente humorístico que yo hubiese dicho, aunque bien sabe Dios que intentaba por entonces aliviar las lecciones magistrales con a menudo inoportunos chascarrillos. Sonreía para sí y porque sí, aunque no del todo: me miraba. Tal como estaba situado en el aula, sólo yo podía percibir su sonrisa. No me sonreía, pero quería que yo le viese sonreír. Acentuaba la mueca y su rostro, relucientemente oscuro, adquiría un aire de amenidad afanosa..., inquietante. Después se iba poniendo poco a poco serio, hasta terminar la clase y salir del aula con el mismo continente severo con el que había entrado.

Provenía de Uganda, me parece, o de algún otro país recientemente inventado de Centroáfrica. Su padre era un jefe de tribu, aunque, según condescendió a aclararme un día, ya no había propiamente tribus en su tierra. Por su parte, él se consideraba un príncipe de pura raza. Alguien me contó que en Harvard, donde había estudiado antes, tuvo una noche de copas un altercado con dos o tres estudiantes de color, a los que llamó esclavos e hijos de esclavos, y les ordenó que se arrodillasen ante él. Fue expulsado sin escándalo, porque su padre enviaba desde allende los mares sumas importantes al equipo de béisbol de la universidad. A Teodoro, sin embargó, nunca le vi hacer deporte. Cierto día me lo encontré plácidamente tumbado boca abajo, en short y camisa remangada, contemplando a lo lejos el acalorado entrenamiento de los juveniles de béisbol de Silentown. Me senté en el césped a su lado y durante un rato dejamos correr la mañana veraniega. Luego le pregunté si practicaba algún deporte. Por lo que yo sabía, el afán deportivo era el único imperativo, sin disputa categórico, de la universidad americana. Rodó sobre su espalda y se desabrochó un par de botones de la camisa. "¿Crees que necesito mucho ejercicio?", me preguntó sin sonreír. Y no, según pude entonces ver, no lo necesitaba.

Rara vez intervenía en las clases, aunque realizaba los papers que se le encomendaban con displicente exactitud. Sus escasas preguntas solían referirse a cuestiones tangenciales al curso impartido, y por ello resultaban particularmente desconcertantes. Al profesor Zabaleta, que cumplía la penosa tarea de enseñar teatro español del Siglo de Oro, le sorprendió un día interrogándole acerca de la libertad. Zabaleta dedicaba ese año el primer semestre a El vergonzoso en palacio y había ocupado las dos últimas clases y la corriente en desentrañar el verso Amor todo es coyuntura, cuyos ecos rastreaba en una agudeza posterior de Mira de Amescua. Como es lógico, quedó consternado por la inoportuna inquisición y se refugió en vaguedades; luego, ante la insistencia del alumno, se irritó y acabó diciendo que no quería hablar de política, aunque a ello inclinaran los usos del día. Teodoro zanjó con altivez: "Perdone usted, pero a mí no me preocupa la política, sino la libertad". Fue uno de los pocos, momentos desagradables que se le atribuían en Silentown.

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La primera vez que le oí interesarse por la licantropía era miércoles por la mañana, y mi curso versaba sobre Supervivencias míticas en la fábula contemporánea. Yo acababa de comentar el justamente célebre episodio del soldado en el Satiricón y lo relacionaba con un pasaje de El unicornio, de Manuel Mugica Láinez, una de mis novelas más reverenciadas. Entonces Teodoro preguntó abruptamente, si licantropía quería decir tan sólo convertirse en lobo, o también en algún otro animal. Hice una consideración etimológica y luego me referí a ciertas leyendas chinas que hablan de hombres y mujeres fingidos que en realidad son zorros. "Yo pensaba más bien en algún tipo de leopardo", comentó. "En mi tierra, durante las lunes de Luna llena hay hombres y mujeres que se transforman en leopardos". Por supuesto, yo conocía esa leyenda y pude hacer varias referencias eruditas a sus versiones cinematográficas y también a cierto cuento de Cornell Woolrich en el que un asesino calza garras de felino para cometer sus crímenes. Teodoro insistió: "Si licantropía es convertirse en lobo, ¿cómo se llama lo de convertirse en pantera?". Le dije que sería algo así como felistropía, y le sonreí, pero él no me devolvió la sonrisa. Más adelante, sin embargo, mientras la clase derivaba por otros derroteros, se arropó en una de sus mefistofélicas muecas, mirándome fijamente. Qué chico tan impertinente y qué magnífico ejemplar, pensé.

Yo tenía un alojamiento individual en el campus de Silentown, privilegio de profesor invitado. Se trataba de una especie de bungalow muy estilo Nueva Inglaterra, dividido en dos pequeños apartamentos; mi vecino era un físico hindú sumamente cortés. Una tarde, al volver a casa después de la cena, me encontré a Teodoro en el breve tramo de escaleras que conducía al porche. Era evidente que me esperaba, pero cuando me abordó lo hizo como si se tratara de algo incidental. "Es curioso que siempre sea la Luna la que decide finalmente en esas cosas", observó. Me costó entender que volvía otra vez al tema de la pasada clase. Repuse, algo incongruentemente: "Pues también hay demonios que se aparecen al mediodía". Pensaba en el hada Melusina y de nuevo en Mugica Láinez. Él sólo dijo: "¿Ah, sí?", como quien advierte "eso es problema suyo". Me embarullé un poco hablando de fuentes en Occitania -¡qué le intersarían las fuentes occitanas a un ugandés!- y luego le ofrecí que pasara a tomar una copa conmigo. Ni la aceptó ni la rechazó, pero me miró con significativo detenimiento. "Es la Luna la única que puede dar órdenes. El Sol está demasiado entretenido produciendo cosas durante el día para que luego la Luna se las gaste por la noche". Y mientras se retiraba con sus características zancadas, que parecían predestinarle a recorrer con gracia eficaz leguas y leguas por sabanas que yo no habría de ver jamás, le oí decir: "A mí no me asustan las órdenes de la Luna".

Los profesores nos reuníamos en una sala llamada familiarmente el casino. Allí se charlaba y se consumían las bebidas tomadas de la despensa común; cada cual apuntaba cuidadosamente sus tragos en una pizarra y el fin de semana se repartían los gastos. Se pontificaba con ingenio no siempre indiscutible, aunque entusiasta. Por ejemplo, el profesor Zabaleta, que era bilbaíno de Las Arenas, pero había vuelto poco por allí desde que descubrió las dulzuras de la criticable y magnífica yanquilandia, tenía su propia solución para el problema vasco: "La culpa de todo la tienen los bares. Si no hubiera bares, no habría muertos. ¿No os habéis fijado? Repasad las noticias de atentados mortales. El guardia civil jubilado, el presunto traficante de drogas, el chivato o el traidor a las esencias vascas... ETA los caza a todos saliendo o entrando en su bar habitual, con el vaso en la mano como quien dice. Y los GAL se cepillan a los etarras o simpatizantes en el correspondiente bar de San Juan de Luz o Hendaya. Todos mueren con las copas puestas. Allí el que es capaz de renunciar al txiquiteo tiene un seguro de vida, os lo digo yo. Pero muy pocos lo logran y así van las cosas...".

Una mañana la profesora Luzmilla Pitcairn, portorriqueña y boba hasta la crispación, nos anunció que la noche anterior había sido perseguida. "Era algo así como un perro grande o un león pequeño". "¿Lo viste?", indagamos. "No, pero lo ol gruñir entre las matitas. Así: 'grrr, grrr...'. Luego se escondió tras las piedras que hay cerca de la cancha de tenis". Y afladió, pensativamente estúpida: "Quizá fuera una mofeta enorme o un hombre desnudo y agachadito". Esta declaración disparatada provocó un alud de confidencias similares. Quién más quién menos, todo el mundo había sido acechado cierta noche por una presencia gruñona que rehusaba mostrar algo más que su bulto huidizo. Incluso había derribado en una ocasión al doctor Waldo Severius, el gran especialista en O'Henry, cuando éste intentaba laboriosamente dar en la oscuridad con la cerradura de la puerta de su coche. Quedó burlona pero firmemente establecido que por el campus de Silentown rondaba un monstruo.

Tenía mi propia hipótesis al respecto, pero nada dije. Bastante se pone uno ya en ridículo sin querer como para empeñarse en buscar nuevas ocasiones.

Tres noches más tarde asistí a una sesión de cine alemán -era una película de Fassbinder muy mal subtitulada- y regresaba a mi solitario bungalow en torno a las doce y media de la oscuridad. Había Luna llena, pero intermitente, porque estaba muy nublado. Oí una especie de trote jadeante y vislumbré una sombra cuadrumana que cruzaba de un árbol a otro, unos 20 metros detrás de mí. Después, algo como un bramido ahogado resonó mucho más cerca, hacia mi derecha. Sentí lo que los cánones precriben: pelo erizado en la nuca y sequedad angustiosa de la boca. Decir que aceleré el paso sería una manera cortés de ocultar que eché a correr. Y algo corría tras de mí, a saltos, rebotando como un ternero tenebroso y ágil. No quise mirar, no pude mirar. Sentí un aliento ardoroso en mi nuca y una mano se fijó sobre mi hombro, inapelable. Cerca de mi oído, la voz de Teodoro susurró con amenazadora ternura: "¿Por qué no quieres escuchar a la Luna comigo?".

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