Tribuna:LECTURAS DE VERANO

Terenci del Atlas/ 1

La sete natural che mai non sazia..(Purgatorio)

El cielo de Marraquech no era anoche diáfano como aseguran las leyendas. Lo atravesaban estrías rojas que iban menstruando sofoco sobre la gran p laza. La Kutubi ya, al fondo, carecía de prestigio con toda su belleza, sólo era un testigo impertinente de cuanto, en mi interior, ha ido derivando hacia la agonía. No sé exactamente qué era yo, qué buscaba yo en esa noche de una ciudad que bebía alocadamente los últimos espasmos de la tregua del Ramadán, antes de que llegasen las privaciones del día, el embotamiento de los sentí dos en nomb...

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La sete natural che mai non sazia..(Purgatorio)

El cielo de Marraquech no era anoche diáfano como aseguran las leyendas. Lo atravesaban estrías rojas que iban menstruando sofoco sobre la gran p laza. La Kutubi ya, al fondo, carecía de prestigio con toda su belleza, sólo era un testigo impertinente de cuanto, en mi interior, ha ido derivando hacia la agonía. No sé exactamente qué era yo, qué buscaba yo en esa noche de una ciudad que bebía alocadamente los últimos espasmos de la tregua del Ramadán, antes de que llegasen las privaciones del día, el embotamiento de los sentí dos en nombre del dios...

La plaza Jemaa el Fna sí accedía a corresponder con creces a su leyenda. Narradores de historias traficantes en caprichos, damas lectoras de buenaventuras, músicos de las montañas, limoneros y naranjeros con la sonrisa a punto artistas de los gremios más patéticos de la picaresca y amplios cafés afrancesados abriendo sus terrazas sobre este mundo que no tiene igual en el mundo. Artistas, magos y pitias no se concedían descanso Un diminuto atleta, desnudo de cintura para arriba, alimentaba las llamas de una antorcha soplando la con sus propios labios, untados de gasolina. Al mismo tiempo, el mozo se revelaba como un excelente actor, pues imprecaba dramáticamente al público, en solicitud de unas monedas. Lástima que el público abandonase su número en provecho de unos cómicos extravagantes, que representaban no sé cuál historia sobre un falo de quita y pon...

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Me limitaba a deambular entre el gentío. No distinguía entre lo que era real y lo que fue leído. Y como la plaza entera sintió que era un recién llegado, los mil parásitos que ha creado el turismo cayeron sobre mi ingenuidad y pretendieron hacerme suyo. De repente llegaron los niños. Eran criaturas monstruosas, que pregonaban la oferta de una sexualidad precoz pero proyectada contra mí como una burla. El brillo de procacidad en sus miradas no escondía el desprecio por lo que pudiese aceptar de ellos. Diríanse enanos malparidos, tal era su destreza, tal la madurez con que ofrecían su lista de especialidades. Mi rechazo provocó abiertamente sus insultos. Esto les dio no sé qué extraña forma de superioridad sobre mí; tanto que llegué a sentirme blanco de todas las miradas, como si la ciudad entera esperarse el momento oportuno para zaherirme. Justo cuando mis. defensas me abandonasen Completamente. Pero la ciudad me ignoró y siguió su curso, aun a sabiendas de que mis defensas ya no existían...

He llegado a esas callejas de la Medina despojado de todo. Entro en ese hotel de la Mediná de Marraquech sin poseer nada. Con tus rechazos conseguiste que no sienta siquiera la dignidad del ser humano. Si ac aso soy un perro. Y además un perro que ni siquiera tiene fuerzas para ladrar.

Y en esas calles donde los perros tienen sarna, yo.soy tu sarna. Tanto rascaste que fue a parar a un estercolero, su único lugar de adopción. Pero en las calles de la Medina los excrementos de los perros se mezclan con el agua sucia que llega de los patios -por otra parte, patios muy limpios- y forman en el polvo pasteles de porquería, que el turista evita pisar., Algunos excrementos son privilegiados. Al recibir el sol del mediodía, o esa brizna de sol que se atisba entre los caflizares que coronan los mercados, los excrementos despiden titilaciones variopintas, que me recuerdan que nada en la ciudad queda sin recibir una coloración espectacular. Pero yo soy un excremento gris, con el color aséptico de los electrodomésticos que se apiñan en las tiendecillas del zoco ' como una burla contra la lluvia de colores tradicional.

Así me sentía anoche, cuando llegué completamente solo a un hotel que, para cohno, recogía el gusto de orientalismo ecléctico que tanto amábamos en otros viajes. Me refiero a los dos y hablo de 14 años, y evoco los falsos árabescos sobre estucos deformados por el humo de braseros de falso cobre bruñido. Este tipo de decorado ambienta ahora mis desvaríos. Y cualquiera sea la droga que me han dado, rebaja la inspiración a lo más ínfimo. Porque me siento inspirado, pero sólo para. cantar la, degradación. Durante los'últimos meses aprendí a aullar con cierta, maestría, pero una sola noche en Marraquech me hace maestro en ladridos. Acabo de graduarme en la miseria más absoluta de mi ser. Todavía me falta el aprendizaje del crimen. Sé que es, la única terapia posible. Sé que he venido al oeste del Oriente con la misión de asesinarte. Dicen que sólo así puedo curarme, porque el crimen,implica una decisión. Ayer, ni siquiera esto. Del crimen que tú decidiste, intentaba salvar yo una esperanza mediocre. Es posible que fúese sólo un semihombre ayer. O un pobre hermafrodita, resultado de injertos varios patrias, idiomas, culturas, amores, odios, pero todo sin determinar.

Ese hombre que llegó a Marraquech se creía un niño. Durante años, Barcelona le inculcó la idea. Esa ciudad-ramera, cuando no asesina, se dedica a parir personaje,s como yo: monstruitos a quienes no se permite crecer, a los que se mantiene en una infancia eterna, acosada por dádivas que son mitad halago y mitad rechazo, mitad éxito y mitad frustración. Cataluña me hizo hermafrodita; Barcelona, un niño imbécil; tú, un pobre perro.

Ese hombre-niño, hermafrodita cultural, amante sarnoso, sexualidad amorfa -de hecho, el último iluso que confundió el sexo con la historia del teatro catalán-, ese recipiente de fármacos coctelera de anfetaminas, carne de psiquiatras, ese último amante roto, ya ni siquiera sabe lo que significa el mero hecho de ser. Sin embargo, no llega a plantearse enigmas metafísicos. Un soy o no soy quedaria antiguo. Ya estaba en el primero de los paraísos perdidos. (He aquí, por cierto, uno de tus reproches preferidos. Mi incapacidad para gozar- de los mundos hasta que han caído. Tal vez empiezo a disfrutarte plenamente ahora, dentro del derrumbe.)

EXCREMENTOS DEL AMOR

Conocí los últimos excrementos del amor. Cuando los amantes se deciden a revelar su rostro de .verdugos, cuando la libre aceptación de la violencia contra el otro es la única posibilidad de salvación. Aseguran los expertos que es una guerra sin culpables. Contienda limpia, que no acepta buenos ni malos. Sólo mutilaciones. Es mucho. O acaso es demasiado, ya que lo vivo.

Llegué a Marraquech de noche desprovisto de todas mis defensas Ni siquiera la cultura, que fue compañera inseparable de todos mis viajes, serviría para poner máscaras dignas a lo que es, evidentemente, una huida desespera da. Llegué a un país buscado al azar, a la no deseada ciudad de Marraquech, con dos únicas comp4ías, acaso bálsamos. La Com media, en forma de breviario, que me regaló la singular Matteini y un tratado sobre sufismo, que no es moco de pavo. Ni una guía sobre el país que visito, ni un pedazo de literatura que me ayudase a penetrarlo. En el avión me pareció pertinente subrayar una frase sin duda obvia para cuantos nos consideramos amiguitos de Dante:

"Per me si va nellá citá dolente...".

"Por ti se va a las ciudadelas del dolor", en este caso.

Recién llegado, tuve miedo de abrir la maleta y encontrar algún rasgo de mí mismo. Los fondos de las maletas se convierten en simas horrorosas; los objetos, en monstruos de crueldad que insisten en escupir recuerdos. ¿Fue ese miedo o una nueva ración defármacos lo que me dio un transporte de vida? Era lo más parecido a la exaltación, después de tantos meses en letargo. A ese tipo de arrebatos se le llama falsa euforia.

La calle donde está el hotel conduce directamente a la gran plaza. La calle es la última arteria moderna entre las murallas que encierran la Medina y el laberinto de callejas que, a su vez, van formando murallas que vetan el ingreso a todavía ignoro qué laberinto. Mi fantasía quiere hacerlo impenetrable. Ojalá lo sea.

La calle con sus cafés desordenados, terrazas abiertas en una incesante promiscuidad con los transeúntes, si puede llamarse así a la multitud que se opone en direcciones distintas, chocando y multiplicándose en el choque, creciéndose en una algarabía que da un primer mentís al pintoresquismo esperado, que se arroja sobre mí como una caricatura de la vida moderna. Todo está llevado a extremos. Un supermercado de grandes dimensiones, abierto a toda luz, recibe a la madrugada con artículos deportivos de baja categoría, adoptados por jóvenes ansiosos de ponerse a la moda occidental. Varios toques de europeísmo degradado me llevan a aflorar de inmediato el falso tipismo de las malas películas: el camello postizo, la palmera de cartón, la chilaba diseñada, por Adrian para Garbo. ¿Pues no era Marraquech la puerta de ese Sur que me anunciaron tan insólito? De niomento, la calle es un caos de ruidos mecánicos, coches, radios y motocicletas, que no ofrecen demasiadas concesiones al ensueño. Y un cine todavía enorme (¡prodigio, en la enorme muertedel cine como espectáculo!) acumula a sus puertas cientos de bicicletas y una excitante policromía de carteles baratos, pasquines de pasiones hindúes, hipertrofiados Hércules de Italia, pistoleros de Marsella y catástrofes superhinchadas...

La ciudad desconocida se va convirtiendo en una bestia cuya cabeza he de sacudir a hachazos, un cerebro palpitante que to mo entre mis garras para estrujarlo hasta arrancar el jugo que conviene a mi sed. Las sienes de la ciudad sacuden su propia angustia. Cada membrana de ese gran cerebro teñido de sangre palpita como burbujas de un cráter siempre vivo. Finalmente, la multiplicidad, el abigarramiento que hemos aprendido a asociar con el mundo oriental -ioh, ese nuestro Oriente de pacotilla!- me envuelve del todo, y un milagro de los fármacos me brinda los impulsos para creer que algo en el ambiente me concierne. El cerebro destartalado de Marraquech me comunica su brío. Luego existo.

O creo existir en la adivinación de mis nuevas muletas.

Al fondo, una primera percep-ción de la plaza Jemaa el Fna me recuerda lecturas previas (ignorante llego, pero con ellas como providencia). La plaza es el calidoscopio de literaturas que me guiaron, pero también implica una nueva desposesión. Puestos a quitármelo todo, incluso la posibilidad de ser original me han robado. Pues este coto es propiedad de otros escritores y sólo mi estado de ánimo me salva del plagio.

Dicen que era la gran plaza de las ejecuciones, de donde algunos deducen -o aciertan- que su significado adecuado es plaza del Final. Y un viajero francés del XIX, que da nombre a otro hotelucho de la Medina, todavía pudo presenciar un espectáculo que parece mío: 37 cabezas cortadas, colgando de ganchos descomunales en la puerta principal. Si he llegado tarde a este horror, lo presiento intacto.

Ambiciono el placer del horror tanto como la pequeña limosna del placer. En un jardincillo del Alt Empordá, Gil de Biediria me urgía a recobrar a cualquier precio el sentido del hedonismo. Un interés por cualquier cosa, me decía. Una comida, una música, una voz mezclada a otras. ¿Por qué no esa calle que es compendio de tantos desórdenes? Todo antes que sentirme muerto. Las muletas que me dieron tantas conversaciones con gente amada me impulsan a caminar entre los vivos. Un mundo que sería de tu gusto, más que del mío, se incorpora a mis necesidades de resurrección. Por lo menos sentiré pasar el instante. Hace meses que no he sentido ninguno. ¡Si consiguiese que no te refleje!

Me sumerjo en un ovillo mezclado a incontables madejas. Como si las calles que se abren hacia la Medina fuesen a incrustarse a su vez en una acumulación de catacumbas. Mañana investigaré entre las tinieblas de hoy. Mañana, sus giros y retortijos exigirán a mi cuerpo la elasticidad de la culebra, del mismo modo que el pintoresquismo de aromas y colores debería darme la ambigüedad del camaleón. Reconozco ese estilo de paseo. El serpentear que conviene a las medinas. El ritmo exacto de una anguila sin huesos que pudiesen quebrarse con tanto revolver esquinas.

LA NOCHE DEL RAMADÁN

No veo cabezas cortadas en la gran plaza, pero sí tus ambientes favoritos, las provocaciones que mejor excitarían a tus sentidos. La noche loca del Ramadán hace que Jemaa el Fna despida más soles que el día. Pero llegaron antes que yo excelentes escritores. Mal asunto el llegar tarde a los lugares. Les seducía a varios de mis personajes. Les inventé indefensos ante los sueños que inventaron los demás. Por otro lado, mis sueños siempre fueron del Nilo, mis fantasmas perpetuaron miles de espectros faraónicos. Ese mundo abigarrado de Jemaa el Fna corresponde mejor a tus intereses. Se cumplió lo que anunciaste: mi viaje es un acto masoquista, porque tú surgirías en todos los aromas, en todas las visiones que guiasen mi huida.

Porque es cierto que aquí se encuentran todas las provocaciones que te anunciaron: saltan a mi al rededor los acróbatas teñidos de rojo, voy tropezando con los inventores de historias, retrocedo ante los encantadores que ensortijan ante mis ojos a las bichas, me mezclo en torno a los charlatanes que efectúan clamorosas representaciones (acciones parateatrales, dirían los de tu oficio), tropiezo con las adivinadoras de dudosas fortunas, sorteo a los innumerables traficantes de imágenes sagradas, estoy a punto de, pisar los amuletos que desparramaron por el suelo ignorando que, frente a esa sacralización de la plaza, otros extienden una espectacular caterva de transistores, sostenes, zapatos de golf, pantalones tejanos, jerseis a la antepenúltima moda yanqui, muebles baratos

Me he convertido en un sonámbulo que colecciona imágenes destinadas a quien jamás ha de verlas.

Pasó ya el tiempo en que las compartíamos. Y ese paseo por las infinitas provocaciones de Jerriaa el Fna se convierte en, un primer descenso a los infiernos, porque la alegría del mundo es siempre la mejor confirmación de la soledad que nos va consumiendo. Para completarla, sólo falta descender hacia el sexo no deseado. No busco al dulce efebo de los sueños de ayer, sino al macho elemental que pueda sacarme del letargo. Rechazo cualquier tipo de ternura. Abomino de la que conocí. Espero el, ensayo general de una sexualidad abierta, declarada, que sólo deje en mi alma el rastro de la auto-compasión.

Estoy borracho de té con menta. Para la soledad tiene el mismo efecto que el alcohol. La plaza se va vaciando sin que yo haya con seguido agotarla. La he recorrido tantas veces que no sé si la soñaba. Recogen las últimas mesas del Glacier, mi punto de observación durante tantas horas. Queda, en la mesa vecina, un joven de ciertas prendas. Soy yo mismo quien elijo. O creo elegir, tan novato soy, tan extremadamente incauto. No he hecho una elección parecida desde hace 14 años. Aquel día eras tú.

Las cosas irán de modo muy distinto esta madrugada. Aquí, en Jemma el Fria, o después, en el hotelucho más miserable de la Medina el placer de un minuto carecerá de alcahuetas tan prestigiosas como las que tuvimos. Ni Shakespeare, ni Lorca ni el señor Brecht podrán correr cortinas de ilusión. Hoy me corresponde enfrentarme a la realidad. Resulta arduo volver a visitarla después de tantos años en el limbo.

No sé qué droga me han dado. En cualquier caso, era fuerte y llena de sabiduría. Mi sexualidad acaba de reconocer su miseria. Fracasé en mi primer contacto después de 14 años de limitar ini amor a tu cuerpo, a las evoluciones de tu cuerpo en el tiempo, al esplendor de entonces y a la progresiva decadencia de hoy. Pero tu cuerpo era un terreno tan amado que no deseé otro. Era el cuerpo que esperaba ver envejecer junto al mío. Fue seguramente una parte de n-ii error, una rémora que viene a interponerse entre mi sexualidad y el mundo.

Busqué el desconocido como una terapia ideal para todos mis desconocimientos. Sólo llegamos a construir un cuento grotesco. En la habitación inmunda de un hotel desconocido, entre sábanas manchadas por el semen de un ejército de víctimas anteriores, inicié mi reencuentro con la vida. Ni desnudarnos siquiera. No hubo un intercambio de palabras, ni una caricia, ni por supuesto un solo beso. Una penetración de lo más veloz, con la cabeza rompiéndose contra la almohada por cuyos pliegues, casualmente, corría una cucaracha que iba en busca de mi mejilla. Después, la sensación de que yo era un objeto más en aquel cuartucho, un trasto tan estropeado como la mesita de noche y sin siquiera el brillo milagroso que algún detergente barato dejó en el bidé. Tu rostro aparecía constantemente entre las basuras, pero fue un fantasma tan rápido como la situación.

El caballero realizó su, placer en un minuto. Su placer nada más, pues el del objeto no suele contar en estos trances. El objeto, según he aprendido, se limita a pagar por esa hazaña de velocidad que debería registrar el libro Guinness de los récords. No estaba yo tan muerto como para no demostrar, como mínimo, perplejidad.

Pero este fracaso en tierra mora me produce la sensación de estar rematando una condena. Ya no sé si me hicieron impotente los fármacos o venía siéndolo durante nuestros años, o lo fui siempre y el alma seguía su camino a solas, lejos del cuerpo, sin mirar atrás. Entonces, todos mis libros serían un espejo. Y yo una cámara invertida hacia los abismos que nadie quiere conocer.

UN PRÍNCIPE AMBIGUO

E quindi uscimmo a riveder le stelle (Inferno)

La esquina del hotel se ha convertido en un serrallo de mozuelos en busca de un trabajo ocasional, en busca de la codiciada presa llamada turista. Están en guardia perpetua, diseminados bajo los portales de las tiendas, entrando o saliendo del cafetín que, en la esquina superior, marca ya el ingreso a las callejas más estrechas de la Medina. Los mozuelos son una de las plagas más conocidas de Marraquech. Se autotitulan guías, pero son clandestinos. Y ese antioficio no deja de tener encanto para quien siempre detestó a los guías de oficio.

Yo nunca necesité guías para perderme, ensimismado, por los laberintos de las ciudades moras. Y en esta medina, parecida a otras mil, sólo necesitaría a alguien que conociese a fondo los caminos de la degradación. Yo he venido a conocer el infierno, a completar el infierno, y quiero hundirme en él sin concesiones a un tipismo banal, sin buscar el conocimiento ni aspirar a las compras de las que esos mozuelos de la esquina obtienen buena, comisión. Es inútil que se acerquen proponiéndome todos los edenes de un Marraquech, al alcance de viajeros dispuestos a deslumbrarse. Preferiría que viesen en mí a un mutilado, a un herido de muerte, y a partir de esta aceptación decidiesen actuar como verdugos.

La esquina del hotel se ha ido convirtiendo en la más tumultuosa agencia de colocaciones que jamás vi. Pocos turistas habrá en esta época del año, para que todos esos rapaces se arrojen sobre el primer mutilado que sale directo hacia la solana. Como es imposible escapar a tanto acoso, el mutilado no encuentra mejor solución que acogerse a las leyes no escritas de Marraquech. Según esas leyes, conviene elegir a uno cualquiera entre los falsos guías de la esquina. Hecha la elección, todos los demás que esperan en otros rincones sabrán que el mutilado tiene ya un propietario y cesará el acoso.

Mentiría si dijese que elegí al azar. La percepción inmediata de un rostro encantador puede producir un efecto fulminante, incluso en una elección tan descuidada como la mía. No todos los rostros que me rodean, pregonando sus precios y acaso reventándolos, tienen las mismas posibilidades de vencer. Pero una sonrisa única, decididamente acogedora, se me hace mucho más locuaz que el griterío de las demás ofertas. La sonrisa no es un rasgo aislado. Me llega acompañada por unos ojos incisivos, negros como la negrura, que ríen a su vez. Y si existe un flechazo provocado por la piel, ha sido en esta ocasión y nunca en otra. Pues la piel del falso guía tiene las tonalidades lisas de esas piedras que los beréberes cuelgan en la última ristra de sus collares, combinándolas con el ámbar. Tiene la lisura exigida a una pista donde el mismo Sol fuese a aterrizar sin riesgo de accidentes. El pelo es rizado, como corresponde a ciertos grabados persas que recuerdo de no sé qué museo. Y la percepción es plenamente simpática. Tanta alegría matinal recuerda a un pájaro carpintero. Tanta sonrisa rigurosamente completa recuerda a un ángel que no careciese de artimañas para moverse con seguridad entre los espinos del mundo. Por un momento no me inspira Dante, sino Quintero, León y Quiroga.

Le llamaré Jabil, pues no conviene delatar a quienes entran en nuestra vida para permanecer. He tenido 24 horas para saberlo. Sólo acogiéndome a la sonrisa de Jabil, sólo al escuchar los tonos melifluos, casi infantiles, que deforman su voz cuando se expresa en lenguas extranjeras, he podido ganar unas horas de vida a la muerte cotidiana. Por primera vez en varios meses no has estado presente.

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