Tribuna:LECTURAS DE VERANO

Herédame / 1

QUE TODO volviera a comenzar, que hubiese comienzo cada año, le parecía, ahora, algo milagroso. Una reminiscencia de la edad escolar, cuando todo está en orden, es regular y abstracto. La flor amarilla de los nabos, por ejemplo, o las últimas alcachofas azules, eso era lo fascinante. Volver a empezar, volver a ser el de siempre "Abril, abril", se iba diciendo al llegar a la estación, un poco mareado de tanta fantasía. En el andén, los pueblerinos semejaban otro producto primaveral, un cultivo arcaico reverdecido. Pero las imágenes se le diluían en la ácida felicidad de un destino inesperado, d...

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QUE TODO volviera a comenzar, que hubiese comienzo cada año, le parecía, ahora, algo milagroso. Una reminiscencia de la edad escolar, cuando todo está en orden, es regular y abstracto. La flor amarilla de los nabos, por ejemplo, o las últimas alcachofas azules, eso era lo fascinante. Volver a empezar, volver a ser el de siempre "Abril, abril", se iba diciendo al llegar a la estación, un poco mareado de tanta fantasía. En el andén, los pueblerinos semejaban otro producto primaveral, un cultivo arcaico reverdecido. Pero las imágenes se le diluían en la ácida felicidad de un destino inesperado, de un destino qué se había presentado ante él bajo disfraz notarial, pocas semanas antes, tras la súbita muerte de su tío. Felicidad inquieta, desasosegada, del que hereda una confusa fortuna y va a pisar por vez primera la tierra que recogerá, al final, sus huesos. Porque mansión, tierra y pueblo, todo era suyo.El andén iba quedando vacío. Las blancas paredes y el techo rojo, limpísimo, le cegaban. Un hombre vestido de negro, con chaleco y cadena de reloj, se le aproximó.

-El señor Horé, sin duda; don Epifanio de Horé -dijo.

-Sí, sí, soy yo.

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El pueblo intrascendente, sin monumentos, caricatura del pueblecito de juego infantil, con sus irrelevantes puntos de referencia, ayuntamiento, iglesia, matadero, apenas si le llamó la atención, aun cuando lo observara todo con la codicia del amo que acaba de tomar posesión. Le estremecía la vaga sensación de un amor no gozado, de un dominio en vísperas. Estaba muy nervioso.

Todo era suyo, y no acababa de entenderlo. Es la ley, y es la abulia de los hombres sin dueño. "Es buena gente", le decía, Máximo, su enlutado acompañante. "Querían mucho a su tío. Y los que no acertaron a quererle, ya no están aquí".

Máximo cargaba con la maleta y se dirigía a un viejo Citroën de brillantes guardabarros. La tapicería, azul celeste, estaba como nueva. Olía mucho a gasolina y Epifanio sentía, de nuevo, que la cabeza se le volaba. Máximo le mostraba las tierras y las dehesas; insistía en el amor del pueblo hacia su tío, el muerto.

-Quisieron a su tío, o cuando menos le trataron como a un padre. Quizá porque era rico, quizá porque era poderoso; pero yo creo que porque así lo esperaban, paternal y señor.

NOTICIAS DISPERSAS

El auto saltaba en los baches del camino. Cruzaban pequeñas casas de labranza, charcas, silos para el forraje, cobertizos, con un revoloteo puntual de gallinas.

-Venía muy poco al pueblo; no salía de casa. Pero cuando lo hacía, todos acudíamos a verle pasar, Así nos enterábamos de a quién hablaba y a quién no. Usted, que es de ciudad, quizá no lo entienda, pero en un lugar pequeño como éste, un poco de orden es indispensable.

Podía entenderlo o no entenderlo. Apenas conoció a su tío. Alguna vez le vio, de niño, cuando visitaba a sus padres. Luego, cuando murieron y fue a seguir el bachillerato en un pensionado, sólo tuvo noticias de aquel único pariente, una vez al año, por, carta. Los religiosos le hablaban de un tío Epifanio (ambos se llamaban igual), rico y piadoso. Pero lo pintaban como una víctima de la Revolución Francesá, alguien demasiado similar a las fantasías de Chateaubriand, por lo que juzgó que jamás le habían visto pero cobraban sus facturas.

El Citroën levantaba un polvo blanco, como de talco, que impedía la visión desde el asiento trasero.

-Ahora llegamos a un punto desde el que se ve casi toda la finca.

Pasaron cerca de unos cerezos grávidos de flores rosadas, y se refugiaron del sol bajo un olmo muy viejo.

Nunca había comprendido el campo, ni las vidas que se organizan en él. La atemporalidad, la rutina, el comadreo, le exasperaban. Una bolsa de celofán lleno de tomates rojos le resultaba mucho más familiar que aquella labranza geométrica, cuyos tonos apastelados acentuaban la impresión bidimensional, como un telón caído sobre el escenario. Se aburría culpablemente, pero deseaba amar aquel anónimo conjunto de fecundidad y estiércol; quería tener, un órgano nuevo para poder darle cariño a aquella posesión bruta.

-¿Y la casa? -preguntó, buscando un asidero sentimental. Seguramente le resultaría más fácil amar la casa. Máximo señaló con el dedo hacia un pinar.

-Allí, lejos. Oculta por los árboles. Y un poco a su derecha, el cementerio donde descansa don Epifanio.

-¡Ah, sí! Tengo que ir a ver su tumba. Tengo que ir a verla. ¿Cómo murió, Máximo? ¿Le viste morir? Pero será mejor que me lo cuentes en casa. Vente a almorzar conmigo.

Pero no pudo ser. Los criados, un matrimonio y la prima del marido, no habían previsto la visita. Apenas si había para una comida regular. Habían estado fuera, visitando a unos parientes, y acababan de abrir la casa. Máximo quedó citado para la mañana siguiente, y el heredero comió a solas.

Después de comer paseó por el jardín y la huerta. Estaban muy bien cuidados. Demasiado. Parecía uno de esos parquecillos municipales que nadie puede disfrutar porque se mantienen fuera del alcance de los vecinos, con fines exclusivamente decorativos. Hasta la huerta parecía de cera. Cuando la tarde comenzó a caer, visitó la casa.

De sus tres plantas, los criados ocupaban unas habitaciones estrechas, contiguas a la cocina, en la primera; tenían, además, el sótano a su disposición. En el tercer piso estaba la biblioteca y un gran número de habitaciones vacías y cerradas con llave. Se hizo abrir un par de ellas, pero eran todas iguales: grandes cuadrados desnudos, alguno con chimenea. La biblioteca apenas la entrevió, reservándola para una inspección más minuciosa. En un cuerpo de estanterías, sin embargo, observó que todos eran libros piadosos. Su tío debió de ser, en efecto, persona solitaria; ni un solo detalle permitía suponer que jamás tuviera compañía, o recibiera visitas. El segundo piso era la vivienda y estaba graciosamente amueblada, limpia y muy acogedora. En el salón, sobre un repostero, encontró una pequeña pintura que recordaba haber visto muchos años atrás: era su madre, la hermana de don Epifanio, una mujer fría, enfermiza y casi olvidada. No había más pinturas, exceptuando el tradicional retrato del amo sobre la chimenea. Había, en cambio, profusión de grabados: paisajes, escenas de caza, personajes de comedia... Se acercó al retrato de su tío rebuscando en la memoria algún recuerdo. El retrato debió haber sido pintado mucho tiempo atrás, cuando su tío tenía más o menos su misma edad. Se esforzaba por encontrar rasgos comunes en su pariente. "Estoy tratando de atar un lazo de sangre, sólo para redimir de codicia esta maldita herencia. Me siento vil". Y con ese mal pensamiento, las manos enlazadas en la espalda, se retiró a su cuarto, una estancia amplia, ventilada y fresca.

La tarde, comparada con la mañana, fue triste. Al retirarse a dormir, se sintió solo y deprimido. Lo último, antes del sueño, fue un escalofrío.

Máximo pasó a buscarle demasiado temprano, cuando Epifanio acababa de afeitarse y sorbía un café con leche en la bañera. Se sintió un poco molesto al oír el anuncio de la visita, y trató de comportarse como lo habría hecho su tío. De modo que procedió a vestirse con parsimonia, e incluso se sorprendió medio en sueños mirando por la ventana. Cuando bajó a saludar a Máximo, lo encontró de pie, callado, el sombrero de fieltro sostenido con ambas manos a la altura del vientre. Sumiso. Comprendió que lo había hecho bien. Que ya comenzaba a cumplir la parte del pacto que le correspondía; un pacto de muerte y resurrección, de fin y comienzo, de orden y armonía.

Aquella mañana visitaron a los pocos notables del lugar. Era un forastero, las diferencias entre aquellos personajes no estaban en el rostro, en el lenguaje, o en el hábito, sino en una posición dictada por el acuerdo común. A Epifanio le parecían intercambiables, mera prolongación de sus paisanos, pero en mejores lugares de un mapa inexistente. Como esos trebejos de un juego japonés que, siendo iguales, valen de modo muy distinto según su colocación en el tablero. ¿Pero quién da valor a un lugar cualquiera del tablero, y no a otro?

-La muerte de su tío fue un suceso muy triste. Y debo añadir -dijo el párroco- que nos inquietaba el futuro de nuestra aldea. Me complace oírle decir que no piensa vender nada.

-Todo seguirá como hasta ahora. Y si hay algún cambio, será para mejorar lo ya existente. Por ejemplo, he reparado en que la iglesia no tiene pararrayos. Haga usted el favor de instalarlo y pásele la factura a Máximo. No, no me dé las gracias. Un incendio, a causa del rayo, me saldría mucho más caro.

-Su tío, como usted, fue hombre de viva inteligencia. Eso me complace, me complace, repito. Le recuerdo, ya nonagenario, pero enteramente lúcido, confesando antes de morir... ¿Qué? ¿Cómo?

El párroco se volvió deprisa, como si alguien le hubiera golpeado por detrás, o se le hubieran caído las gafas del bolsillo. No era nada. Siguió diciendo:

-Con el legado de su fortuna a tan distinguida persona como usted, don Epifanio puso broche de oro a su vida.

-Estoy deseoso de acudir al cementerio -respondió con un punto de exaltación Epifanio- para reflexionar allí sobre su excepcional personalidad.

También visitaron al maestro, el cual se interesó por el grado de conocimiento entre tío y sobrino.

-Apenas le vi, y eso siendo muy niño. Recuerdo que cuando era yo muy pequeño acudió un par de veces a visitar a su hermana, es decir, a mi madre. En la casa hay un retrato que le representa tal y como yo le recuerdo de entonces. Para mí no ha envejecido, pues aquélla es la única imagen suya que conservo. Eso pensaba ayer, mirándolo.

-Tienen ustedes un notable parecido. Creo que don Epifanio eligió a la persona idónea para seguir administrando sus bienes. ¿Comprende usted? Dado lo azaroso de nuestra existencia, el lazo de la sangre parece... ¿cómo se lo explicaría yo? Lo más inmediato, lo más evidente e indudable, a pesar de su complicada falta de lógica. Los hijos deben de parecerse a sus padres. De no ser así todo iría mal, todo iría mal. Me alegra mucho que se parezca usted físicamente a su tío. Es una garantía.

-Espero que tan amables palabra sean corroboradas por la experiencia inmediata y futura.

-No me cabe la menor duda -añadió el maestro.

Aquel mediodía comió en casa de Máximo, quien había insistido en presentar las cuentas del patrimonio cuanto antes. Aunque Epifanio no estaba muy interesado, accedió a discutir brevemente las líneas maestras de la administración. La propiedad distaba de ser espléndida, pero así y todo resultaba desproporcionada para una persona sola. Tenía bastantes arrendatarios, más de una docena, casi todos habitantes de aldeas vecinas. Pero el grueso de los ingresos procedía de los almacenes y comercios del pueblo, todos ellos abastecidos y financiados con capital de su tío. De una manera u otra, el poder de la finca, se extendía a todas las familias del lugar, de manera que la que no dependía directamente por su trabajo, dependía por su vestimenta, su farmacopea, su alimentación, sus diversiones o sus necesidades de transporte. Al terminar Máximo su exposición, Epifanio se sentía en el éxtasis del poder, la gloriosa ebriedad del dominio, por discreto que éste fuera. Se sentía real, histórico, necesario.

NOTABLES MENORES

Aquella tarde visitaron a un par de notables menores. Una anciana que pasaba por viuda de un militar notorio en tiempos del carlismo, la cual comentó una vez más el parecido entre Epifanio y su tío, al que dijo haber conocido en época del retrato de la chimenea. Finalmente conversó con el médico que había asistido al moribundo.

-Una manera muy valerosa. Propia de un caballero. Don Epifanio estaba aquejado de insuficiencia coronaria desde hacía muchos años. Murió sin una queja, con todos sus sentidos alerta.

-No sabía que fuera cardiaco -dijo Epifanio.

El médico miró un instante a Máximo antes de responder. Ya había advertido que la gente del lugar trataba con gran deferencia al administrador.

-¿Nunca le dijo su tío que estaba en peligro de muerte? ¿En constante peligro de muerte?

-No, nunca.

-Admirable. Sin duda no quiso inquietarle, por respeto a su juventud.

-Siempre fue muy discreto respecto de sí mismo. Yo recibía una breve misiva suya, cada año, el día de mi santo. Como ambos nos llamamos igual, nuestras cartas se cruzaban anualmente como un eco. Creo que llegó a copiar mis propias cartas, pues a veces eran idénticas, y me parecía recibir devuelta la mía del pasado año. Expresiones de cariño, buenos deseos... ya sabe usted, lo corriente.

El médico asintió con la cabeza.

-¿Quién mejor que usted para heredarle?

-La próxima semana desearía hacerme un examen, unos análisis. Lo que acaba de decir sobre mi tío me inquieta. Es posible que también yo tenga disturbios cardiacos incipientes. Suelen ser hereditarios.

-Es posible, pero no debe inquietarse. Yo cuidé a su tío duran te 40 años, desde que llegó. Ya ve que incluso en el peor de los casos tiene usted una larga esperanza de vida.

Máximo asistía a todas las entrevistas sin hablar más que a la hora de las presentaciones. Al regresar a casa, Epifanio le invitó a comer, pero Máximo se había comprometido ya con el párroco, según le dijo.

-Pero puede usted acompañarnos, si lo desea.

Epifanio lo pensó un momento, pero decidió que su tío nunca habría aceptado una invitación semejante, improvisada y a aquella hora. Deseaba, además, tomar posesión de la casa en sus pequeños detalles: cada silla, cada rincón. Quería incorporarla a su futura memoria. Casi deseaba ser viejo para que la posesión se hubiera confundido con él mismo.

-No, Máximo, gracias. Prefiero quedarme en casa. Pero entra un momento conmigo y cuéntame las últimas horas de mi tío. Ayer no pudimos hablar, y siento un suave remordimiento. Como si le debiera algo. Es muy difícil pensar en alguien tan poco conocido.

UN FIN CLARO

Tomaron un vaso de vino en el salón, frente al retrato de la chimenea.

-Sí, sí. Creo que se me parece un poco. ¿Le conocías hace muchos años?

-Desde niño. Hace 47 años exactos. Antes de que yo me casara, las cuentas las llevaba mi padre. Siempre hacemos así. Cuando se case mi hijo, él será quien le administre. Los hijos lo saben, y los padres tenemos claro nuestro fin.

-Y tu padre, ¿conoció a mi tío cuando era joven?

-Sí, bastante bien. Le vio llegar aquí cuando su tío tenía 30 años, al morir su bisabuelo de usted, que era tío de don Epifanio. Ya entonces mi padre administraba la finca. Y antes, en tiempos del tatarabuelo, el padre de mi padre.

-Así que mi tío llegó aquí con mis años. A mi misma edad. Y vivió hasta los 90 en vuestra compañía, sin regresar nunca a su antigua ciudad, a sus antiguos amigos.

Máximo asintió con la cabeza, y Epifanio perdió las ganas de seguir hablando. Deseaba estar solo, reflexionar. Años más tarde él mismo vería al hijo de Máximo tomar el lugar del padre, y luego otra generación seguiría a la suya. El orden, la transparencia, la armonía de aquel relevo casi vegetal, le llenaban de paz. Despidió amablemente a Máximo, retrasando la crónica de las últimas horas de su tío para otro día.

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