Tribuna:

Dinero

Si uno acerca la nariz a un billete nuevo de 5.000 pesetas recién salido del Banco de España experimente el mórido aroma de una rosa de tinta. El papel crepita entre las yemas de los dedos como una oblea inmaculada, el paisaje del Palacio de Oriente y la imagen del rey rodeada de firmas con garabatos sobre un fondo lila tienen todavía la pureza del espíritu, la incontaminación del álgebra o la perfección inmanente.Este billete debe recorrer un largo camino. En el primer tramo del viaje habita en carteras de piel perfumada hasta confundirse sutilmente con esas flores de cuero y su propietario t...

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Si uno acerca la nariz a un billete nuevo de 5.000 pesetas recién salido del Banco de España experimente el mórido aroma de una rosa de tinta. El papel crepita entre las yemas de los dedos como una oblea inmaculada, el paisaje del Palacio de Oriente y la imagen del rey rodeada de firmas con garabatos sobre un fondo lila tienen todavía la pureza del espíritu, la incontaminación del álgebra o la perfección inmanente.Este billete debe recorrer un largo camino. En el primer tramo del viaje habita en carteras de piel perfumada hasta confundirse sutilmente con esas flores de cuero y su propietario tal vez paga con él una orquídea para su amante en una tienda de Serrano o se toma un aperitivo con percebes en la marisquería de moda o,salda una pequeña deuda de honor.

Luego el rastro del billete se pierde durante mucho tiempo y en la ignorada travesía su tersa superficie se va lentamente ablandando.

Manos ávidas lo estrujan con ambición, otras lo reciben con un temblor de gratitud. La avaricia, la caridad, el interés, la dádiva, el sudor, la usura, la codicia, la mezquindad, el trabajo y la miseria dejan sobre el rostro del rey y tambien en la crestería del Palacio de Oriente el sebo de la existencia. Ese papel ya no es sino un deshecho que las pasiones han asado.

Después de varios años he podido ver el final del trayecto de aquel billete de impóluta fragancia.

En una sucursal de banco en Vallecas, situada junto a un viejo mercado, los pequeños tenderos y comerciantes ingresan todos los días su dinero húmedo de sardinas y tripas de vaca. Los empleados lo encierran en la caja fuerte y de noche allí fermenta.

Cada mañana, cuando el apoderado abre el cofre blindado los oficinistas se ven obligados a taparse la nariz con el pañuelo o a ponerse la mascarilla.

Un hedor casi sólido sale de la caja a bocanadas, invade el recinto, impregna las paredes y en el aire se condensa una fétidez que chorrea desde aquel paisaje de color lila. Es el caldo. de la vida. En esa agua podrida flota aquella flor de tinta, la pureza del álgebra.

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