Tribuna:

El pozo

Habrían de pasar treinta y siete, cuando los años todavía guardaban por dentro su lentitud originaria, para que el muchacho descubriese que las montañas no eran azules. Pero ahora la lejanía se le aparecía ¡limitada y, fuera del alcance de cualquier distancia, erguidas sobre los confines del valle, mucho más allá de la línea negra del ferrocarril y de los verdes grumos de las alamedas del río, las montañas eran un azul inmutable, que sembró en la imaginación del muchacho la idea de que las montañas no eran tierra, sino una construcción posterior, que señalaba el final de la tierra y el comienz...

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Habrían de pasar treinta y siete, cuando los años todavía guardaban por dentro su lentitud originaria, para que el muchacho descubriese que las montañas no eran azules. Pero ahora la lejanía se le aparecía ¡limitada y, fuera del alcance de cualquier distancia, erguidas sobre los confines del valle, mucho más allá de la línea negra del ferrocarril y de los verdes grumos de las alamedas del río, las montañas eran un azul inmutable, que sembró en la imaginación del muchacho la idea de que las montañas no eran tierra, sino una construcción posterior, que señalaba el final de la tierra y el comienzo de aquellas zonas que en uno de sus sueños alguien llamó una vez imposibles. Coincidió este comienzo con el retorno de los murmullos de la guerra. Los soplos llegaron por primera vez a la aldea tres años antes -el muchacho solo recordaba de ellos su extraña simultaneidad con el levantamiento de abrasadores vientos del Sol- pero se fueron apagando ellos solos hasta extinguirse y dejaron tras de sí una losa de silencio que ahora otra vez rompían las calmas dormidas del otoño. Y coincidió también aquel despertar con la brusca -nadie le había preparado para conservar la dignidad ante un hecho como este- llegada a la casa del desconocido del gabán negro, ante cuya súbita aparición su madre susurró dos veces junto al oído del muchacho: "Ese es tu padre", y era en efecto un hombre enorme y espectral, cuya inesperada presencia -su silueta ocupó enteramente el hueco de la puerta del zagüán, oscureció a medida que avanzaba el interior de la estancia y se iluminaron de abajo hacia arriba los ángulos crueles de su cara hizo que el muchacho fuera incapaz de hablar en voz alta delante de él durante su fugaz paso por la casa. "¿Es mudo este chico?", dijo el hombre y su carcajada resonó como un seco disparo en el interior de la cabeza del muchacho, que sintió la agrietada mano del hombre sobre su nuca y vió como trepaba hacia sus dientes la ira cabizbaja de un perro. Las dos coincidencias fueron conmovedoras y tan próximas la una a la otra que abrieron las primeras grietas en un universo que hasta entonces había discurrido imperceptiblemente sobre la lenta duración de los años iluminados, bajo los que ahora surgían de pronto las primeras y abruptas sombras. Nada volvió a ser lo mismo en la vida del muchacho, porque desde ahora iba a ser consciente de que el perro airado, el mojón de granito que señalaba el camino de las montañas azules y el resto de las cosas desde las que se hablaba a sí mismo se apartarían para siempre de él. Su propia casa se convirtió de pronto en un lugar con oscuros movimientos sigilosos, que provocó en el muchacho, durante dos noches consecutivas, pesadillas densas e impenetrables, hasta que el tercer día la madre del muchacho le despertó varias horas antes de lo que solía hacerlo y le dijo, con sombría cautela: "Levántate enseguida. Tu padre ha dicho que vayas al aljibe, para ayudarle a esconder los libros en el pozo".

Nunca antes el muchacho había sido envuelto por una mañana tan blanca. Por encima de las secas acacias. del patio la panza del cielo podia rasgarse con las puntas de los dedos y la irrealidad con que, desde la llegada del desconocido del gabán negro, las cosas inalcanzables habían ofendido a su espíritu se acentuó. El cuarto del aljibe, situado tras del último muro del gran corral, había sido hasta entonces el único lugar de la casa al que le estaba prohibido entrar, por lo que cuando llegó ante la puerta de roble negro y vio por primera vez abiertas, como carcajadas de una calavera, las grandes mandíbulas desdentadas del candado, el muchacho quedó momentáneamente paralizado por un temor heredado y sin origen. Dentro del aljibe, como si surgiera de debajo de la tierra, resonó la amenaza ronca: ¿Eres tu, muchacho? Entra". El aljibe era una pequeña habitación cuadrangular, cerrada por paredes blancas y desnudas, cada una de las cuales no tendría -el muchacho era todavía la única medida de las cosas- más de una decena de sus pasos. En el centro de la estancia, sobre el suelo de rojas losas rectangulares, se elevaba hasta la altura de sus ojos un brocal de cemento oscuro, la boca absorta del pozo secreto de la casa y, sobre ella, en el techo enmarañado por locas construcciones de musgaños, un pequeño tragaluz circular dejaba caer hacia el pozo un foco cónico de penumbra blanca, mientras el parpadeo rojizo de un candil ascendía en sentido contrario, desde el oscuro interior del hueco cilindro hacia el techo encalado, sobre el que se proyectaban inquietas, blandas, movedizas sombras sin forma. Desde el interior del pozo emergió otra vez la voz del desconocido: "¿Qué esperas, chico? Asómate".

El muchacho nunca supo como venció al miedo. Se acercó al brocal, flexionó las piernas y saltó como un resorte hacia el labio del abismo. Su vientre quedó desnudo por la violencia del estiramiento y su carne se apoyó hasta rasgarse sobre la helada pared del brocal que quedó entre sus manos abiertas. La mirada del muchacho se precipitó aturdida hacia el interior del pozo seco, en busca de su fondo. Tres estaturas como la suya más abajo los ojos del muchacho chocaron bruscamente con el rostro cegador del desconocido. A través de la neblina distinguió las pupilas del hombre, encendidas como ascuas en el centro de dos orlas violáceas. De la boca del pozo emanaba, diluído con el del jadeo del hombre, el ágrio perfume del sebo del candil que colgaba de un saledizo de la pared circular, detrás de la nuca del desconocido, e iluminaba los piés de este apoyados sobre un lecho de arpilleras. El hombre alzó la mano y dijo: "Alarga tu brazo. Más. Un poco más".

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Las yemas de sus dedos no llegaron a encontrarse. "Tendrás que tirar los libros hacia mi uno a uno, hasta que el montón crezca y yo gane altura. Lo siento, chico, pero saltarás muchas veces encima del brocal. Empieza con los libros más gruesos y los que tengan tapas de cuero. ¿Sabes leer?". El muchacho asintió con la cabeza. El rostro del hombre se arrugó sobre su mirtada: .¿Quien te enseñó? ¿El maestrillo?". El muchacho volvió a asentir. El hombre soltó una carcaja metálica: "Hasta los más imbéciles sirven alguna vez para algo. Tu tendrás que leer algún día esos libros, porque serás quien los guarde. A mi no me queda tiempo". El muchacho no entendió la profecía pero aquellas palabras, en las que descubrió un indescifrable lado maligno, dambularon durante mucho tiempo por entre los laberintos de sus sueños, hasta que un día se detuvieron junto a la imagen imposible de las montañas azules y con ella conformaron los lados inseparables de un mismo instante soñado en la vigilia de una edad que nunca llegaría existir del todo. El desconocido corto el silencio: "Vamos, deprisa, se acaba el plazo".

El muchacho se descolgó del brocal y giró sobre sí mismo hasta que descubrió a sus espaldas, apiladojunto al rincón donde estaba la puerta del aljibe, un gran montón de libros. Eran seguramente los mismos que hasta el día anterior descansaban encerrados con llave entre el polvo de los armarios de la habitación de los estucos. Desde que el muchacho tenía memoria de las cosas había oído decir a su madre que aquellos libros eran de su padre, un hombre o un fantasma de quien solo era posible hablar en voz baja, en los rincones, a través de misteriosas alusiones a sus hazañas incomprensibles en algún lugar de lo que llamaban guerra. Estos susurros poco a poco configuraron en la imaginación del muchacho una idea temible y astuta de aquel desconocido que ahora estaba allí, bajo sus ojos, y reclamaba sus enigmaticos libros para devolverlos al fondo de la tierra, de donde tal vez proce,dían secretamente. "Alguien en lo que llaman guerra mata a quienes tienen libros", pensó el muchacho. Tenía ahora en las manos un enorme volumen de tapas forradas con cuero amarillo. Pesaba tanto que tuvo que arrastrarlo sobre las losas rojas del aljibe e izarlo milímetro a milímtro hasta la parte superior del brocal. "Déjalo caer poco a poco, sin miedo", dijo el hombre desde dentro del pozo. "¿Sabes que su autor pesaba menos que un libro, aunque era un fraile?". El librote se inclinó hacia dentro del brocal y se sumergió como los suicidas en el pozo. Hubo un ruido seco en el fondo. Subió una nubecilla de polvo blanco por la boca absorta. El desconocido dijo: "Aquí estarás bien. Fuera podrías morirte de vergüenza por lo que hacen los tuyos". Nunca supo el muchacho si,el hombre hablaba al libro o a sí mismo.

El pozo engulló uno a uno los grandes libros forrados, sin título. El muchacho pudo respirar cuando acabó de arrastrarlos y notó que sollo le quedaban por arrastrar libros más pequeños. Eran manejables y sus tapas estaban escritas con hermosas y grandes letras negras que componían palabras magnéticas que al muchacho le parecieron partes perdidas de viejos oráculos. Leyó la palabra "Cénit". Había docenas de libros con estas mismas letras grabadas en la parte inferior de la tapa. Luego deletreó con un hilo de voz: "Mi-vida-León-Trotsky -Doctor-César-Juarros". Y después: "Una muno-Teresa-Versos-y-oraciones- del caminante-, Mi-rebelión-en- Barcelona-Belik-Panteleiev-La-república-de-los-vagabundos -Tratado -de -la-luz -y-de-la-armonía-Padre-Mariana-España-nervio- a-nervio- Saint-Just- Labor-Hojas-divuIgadoras- La-escuela-moderna-Oración-del-incrédulo- Resurreción-Fenomenología-del-espíritu-Galerías". No descifró el sentido de ninguna de estas palabras. La pila de libros bajó de nivel, se fue estrechando, desapareció paso a paso detrás del cansancio. La voz enterrada del desconocido perdió urgencia y su ansiedad cambió de signo. Bajo sus pies, el suelo se había elevado y ahora ya no le era necesario al muchacho subirse sobre el brocal para echar los libros directamente sobre sus grandes manos: estas emergían por encima de la boca del pozo, agarraban los libros que el muchacho ponía a su alcance, se sumergían con ellos en busca del fondo y cuando los libros se acabaron el hombre se fundió con un intenso y largo silencio.

El muchacho se encaramó en el brocal y lo buscó con la mirada. Encogido sobre sí mismo, como quien acaba de recibir un tiro en el vientre, el desconocido se había arrodillado en el centro del angosto círculo de ladrillo y, junto a la luz movediza del candil, leía, en actitud sagrada, el murmullo de algo que parecía tener música dentro. El muchacho entendió por qué el hombre estaba allí, por que había querido que fuese él y no su madre quien le ayudara a enterrar los libros y comprendió finalmente por qué los sonidos que estos guardaban se multiplicaban en inesperadas resonancias en la oquedad de su tumba. Cuando el hombre emergió del brocal y salió del pozo, ya no era un desconocido.

En medio de la tiniebla lechosa del tragaluz, bajo su encrespado pelo blaqueado por el polvo, la mirada del hombre se hizo húmeda y azul, Dijo: "Finge que no sabes leer. Es mala tierra esta para salirse de sus leyes. Pero cuando -lleguen las noches y nadie te vea, baja al pozo, y lee". La mano del hombre acariciaba ahora otra vez la nuca del muchacho, pero este no bajó la cabeza ni sintió que subiera hacia sus dientes la tensa ira de los perros. No volvería a ver al hombre después de aquella mañana. Esperaría durante treinta y siete años alguna forma in directa de su retorno y, para entonces, las montañas habrían cambiado el color azul por el de la parte conocida del universo, el viento sacudiría las ramas secas de las aca cias del patio de la casa, sería otro tiempo, los libros seguirían encondidos bajo tierra y el muchacho buscaría, dentro del pozo, en tre sus sonidos secretos, el murmullo de una música que, de ahora en adelante, sería el murmullo de las arterias del último hombre de su tierra.

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