Tribuna:

Los amores de Narciso

El jacinto es una flor fúnebre", piensa Jacinto, enviscado frecuentemente en simbolismos y presagios cuyo morbo alivia paradójicamente sus perpetuos pesares. Así lee en su nombre mismo, pero también en las formas nubosas y cárdenas de la primavera indecisa, en el diseño de crímenes remotos que aparecen de cuando en cuando en las páginas de algún diario sensacionalista (a cuya lectura es vergonzosamente aficionado), en el injustificable retraso del autobús cotidiano que le acerca a la Biblioteca Nacional, en la ética lúgubre y violenta de Yukio Mishima, en el rostro del presidente de la Confere...

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El jacinto es una flor fúnebre", piensa Jacinto, enviscado frecuentemente en simbolismos y presagios cuyo morbo alivia paradójicamente sus perpetuos pesares. Así lee en su nombre mismo, pero también en las formas nubosas y cárdenas de la primavera indecisa, en el diseño de crímenes remotos que aparecen de cuando en cuando en las páginas de algún diario sensacionalista (a cuya lectura es vergonzosamente aficionado), en el injustificable retraso del autobús cotidiano que le acerca a la Biblioteca Nacional, en la ética lúgubre y violenta de Yukio Mishima, en el rostro del presidente de la Conferencia Episcopal, lee allí Jacinto -como quien lee en el espejo de las aguas o en la entraña de las aves- que su destino, personal e intransferible, es una pertinaz agonía. Es tan aficionado a la nostalgia que a veces añora cosas que aún no han acabado de ocurrir, personas que todavía no se han ido. Cuando ama mucho a alguien, lo quisiera brutalmente traidor o incluso muerto para poder deplorar con más entrega la felonía irrevocable de la ausencia. El otro día, en un self-service de comida encantadora para gente sana, fue interpelado por la ancha cajera cincuentona, que resultó ser la antigua camarera de un bar ya extinto de la calle de Goya que frecuentaba asiduamente hace 15 años con alguien que ya no volverá: abandonando con premura el potaje de lentejas y la merluza romana sobre cualquier mesa, corrió a encerrarse en los servicios para llorar un rato. Salió aliviado, amenazadora y fatalmente satisfecho del indudable horror de este mundo.Si tuviéramos que concederle alguna dicha positiva -es decir, no provocada por el halago lacerante de la pérdida, lo inalcanzable asumido como tal o el remordimiento- habría que fijarla en los delicadamente raros períodos en que Narciso regaña con Peonía. Son distanciamientos episódicos, incluso en cierta forma rituales, pero aprovechados por Jacinto como altísimas ocasiones únicas en las que el imposible y descuidado dueño de su vida no tiene más remedio que refugiar quejosamente junto a él su efímera soledad. Entonces bebe la delicia amarga de una contrariedad erótica de la que no es causa, desde luego, pero que pálidamente remeda a su tormento y de la que resulta beneficiario.

Las disputas de Peonía y Narciso, menos cíclicas que la menstruación y más que ciertos cometas, tienen una variada etiología. Se trata en ocasiones de un vulgar malentendido amoroso -valga la redundancia- según el cual alguno de los dos sonrió o habló como no es debido a quien en ese momento menos se debía. En otros casos la querella brota de alguna oscura raíz teórica, pues Peonía gusta de los dictámenes tajantes y siempre tuvo a la intransigencia como una demostración de salud mental: el dialécticamente poco combativo Narciso choca (en raras escaramuzas) con alguno de sus dogmas cinematográficos o musicales y se reafirma con terquedad en esta herejía (de la que él mismo quizá, en el fondo, tampoco se siente demasiado adicto) a causa de lo que Adler llamó "protesta masculina", hasta merecer la hoguera despectiva de su inquisidora. Y también hay veces, más extrañas y amenazadoras, en las que su distanciamiento brota sin apenas por qué, como un turbio desánimo, como un presagio en los tiempos aún fervorosos de la pasión de futuras rutinas, insoslayables hastíos y languideces. Así se va abriendo paso lo fatal a través de los amores con éxito y por eso sólo looolo los que se frustran dejan auténtico buen sabor de boca, al menos a una de las dos partes.

Ahora vivimos el auge de una de esas tormentas de la pareja. Narciso se siente Abandonado, así, con mayúscula, y mima en la bolera los matices de su desgarramiento, sabiéndose a la vez vacío de dicha pero lleno de interés. Cada vez que lanza la tonante esfera, proyecta con fiereza el brazo izquierdo hacia arriba como si retara al destino. Luego, se yergue, terso, se aparta de la frente un mechón hechicero y suspira con ostentación, casi con deleite. Sí, decididamente es muy desdichado. Jacinto contempla su apostura y suspira también: por unas pocas horas -gracias a cualquier nimia catástrofe- le tiene para él solo. "¡Qué sería de los solitarios si de cuando en cuando no hubiera catástrofes!", piensa Jacinto. Luego brinda escucha, comprensión, consejo, consuelo, sabiduría negativa: le brinda todo salvo lo que de veras quisiera ofrecerle. Éstos son los fragmentos de ese discurso amoroso, ecos de la sabida Chanson de Roland.

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-A mí me parece que esta vez va de veras, Jacinto.

-No creo. Por lo que yo sé de Peonía, hay en ella una cierta vocación de boomerang: siempre vuelve. Pero por si acaso, debes irte haciendo a la idea de la pérdida, que es uno de los ejercicios espirituales más sanos.

-Es que me parece que no voy a aguantar sin ella. Me falta cantidad.

-¿Cantidad? Lo que te falta es... sustancia. Además, ahora que se ha ido es cuando más la tienes.

-Déjate de jeroglíficos, tío, que no estoy de humor.

-Nada de jeroglíficos: en todo caso, palabras cruzadas. Vamos a ver: ¿cuándo vas a poder tener mejor a alguien que cuando ya no puede irse? Y ¿cómo se va a ir Peonía, si ya no está?

Narciso le mira un momento a la cara, con lo más parecido al rencor de que son capaces sus ojazos cándidamente viciosos.

-Que te estás quedando conmigo ...

-Y con mucho gusto, ya lo sabes ...

-Si no está, no está, y lo peor que pudiera sucederme cuando se fuera es precisamente lo que ya me ha pasado. ¡Que no la tengo, a ver si te enteras! -Y luego añade, con súbita y algo incongruente inspiración-: ¡Si te he visto, no me acuerdo! -Pues si no te acuerdas, a ver de qué estamos hablando.

-Quiero decir que a lo mejor la que no se acuerda es ella -aclara Narciso con rabiosa paciencia-. Hasta pudiera estar con otro.

-Son cosas que suelen pasar. Pero yo lo que intento decirte es que echarla en falta es también una forma de poseerla, quiera ella o no, esté con quien esté y haga lo que haga. ¿No te das cuenta, hombre? ¡Si ella no vuelve, ya no podrá escapar de ti jamás! El lazo de la ausencia es el único que ninguna potencia del abismo ni de la gloria puede desatar. Acuérdate de lo que con su característica nitidez decían Jean-Paul Sartre: "La ausencia es una vinculación de ser entre dos o más realidades humanas, la cual requiere necesariamente una presencia fundamental de esas realidades las unas respecto a las otras, y no es, por otra parte, sino una de las concreciones particulares de esa presencia". ¿Te das cuenta ahora de lo que quiero decir? Si sabes aprovechar este desastre a tu favor, no te quepa duda de que estás de enhorabuena.

Ni todo el remoto espíritu de Saint-Germain apareciendo de refilón en gnómico apotegma puede aliviar la desazón de Narciso, existente al margen del existencialismo. La ausencia como presencia inatacable le deja frío, lo mismo que antes nunca vivió la presencia como ausencia virtual e inevitable. Echar de menos a Peonía no le resulta una forma sutil de poseerla. Al contrario. No hace más que acordarse de ella en la cama y de rememorar con una añoranza de tamaño sobrenatural estrujamientos y lametones. Peonía no es quizá demasiado activa en la justa amorosa, pero la culmina con suntuosos clangores y fuegos de artificio. Tiene un orgasmo estereofónico: en el ápice, ruge, llora, blasfema, invoca a su madre y hasta recita fragmentos particularmente telúricos del Canto General. A Narciso le arroba y encandila tanto jaleo. Ningún sofisma fenomenológico del inventor -junto con Charlot- de los tiempos modernos es suficiente para compensarle por tan sensible pérdida. Más bien parece lícito imaginárselo cerca de su también ignorado Artaud: "Nada me toca, nada me interesa salvo lo que se dirige directamente a mi carne".

-Oye, Jacinto, ¿tú crees que alguien puede morirse de veras de amor? De amor perdido, quiero decir.

-Sí, ya te entiendo, de amor. Pues probablemente nadie muere de otra cosa. Lo que llamamos muerte no es en todo caso más que la traición en que culmina el amor. Nadie ama lo suficiente como para salvar lo que ama de la muerte, es decir, nadie ama lo suficiente.

-Pero al menos cuando se ama la vida tiene vida, ¿no? -rumía Narciso, que aunque no entiende muy bien lo que dice se presiente leve y sugestivamente poético. Por lo demás, acaba de ver cómo una bola se le va por el canalón sin molestar siquiera a ningún miembro del estático regimiento de madera que la afrontaba. Hasta esa ineficacia se le antoja evocadora de su actualmente exquisito y quejumbroso estado de ánimo.

-De la vida, amigo mío, que se ocupen nuestros criados -sentencia con prestado esplendor el conde Jacinto de I'Isle Adam.

-El juego ha terminado y los dos dialogantes viajan hacia sus respectivos brebajes, una cocacola y un solisombra, según reparto que les imagino capaces de hacer a los señores lectores por sí mismos. A Narciso le inquieta de pronto con altruismo teórico el punto de vista de Jacinto respecto al amor, pero en cuanto opción personal de su compañero.

-Jacinto, y tú, con sinceridad, ¿qué piensas del amor?

-Lo siento, pero eso no te lo puedo decir.

-¡Venga ya! Con lo que te gusta rajar a ti...

-Es que no puedo.

-Pero algo pensarás del amor, ¿no? Y si piensas algo, podrás decirlo, me parece a mí.

-Eso te parece porque no has leído a Wittgenstein: "Todo lo que puede pensarse, puede pensarse claramente. Todo lo que puede decirse, puede decirse claramente. Pero no todo lo que puede pensarse puede decirse".

-¡Por favor, tengo derecho a que me lo digas! ¿O no? ¿Somos amigos o no? -Narciso se pone a la vez mimoso y dominante-. Yo siempre te digo todo lo que se me pasa por la cabeza.

A Jacinto, que acaba de apurar el enésimo solisombra de la velada, se le empañan un poco los ojos al mirar a su dulce verdugo. Luego, con voz algo ronca, recita unas líneas del Hagakuré, de Jocho Yamamoto, la biblia samurai de la que bebió vida y muerte Yukio Mishima:

-Mi convicción es que la forma última del amor es el amor secreto. Compartido, el amor disminuye de estatura. Consumirse de amor a todo lo largo de la vida, morir de amor sin haber pronunciado el nombre querido, ahí está el verdadero significado del amor.

Pausa dramática. Por encima del hombro de Jacinto los ojos de Narciso descubren de pronto a Peonía, que acaba de entrar y se dirige hacia ellos. La dulzura del reencuentro, los farfulleos y secretos de una reconciliación prestamente solventada con vistas a la noche acuciante que se impone. Narciso se despide con un encogimiento de hombros hacia Jacinto, que quiere ser cómplice. El solitario pide otra copa y sonríe desastrosamente a su reflejo en el pulido mostrador. "El jacinto es una flor fúnebre", comenta; "pero el narciso, aunque muy hermoso, es una flor que huele mal". Y ríe de nuevo brevemente, con módica agonía.

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