Tribuna:

El último de Morán

Ahora, cuando ya ha remitido bastante esa sórdida moranmanía que, como un vendaval de estupidez colectiva, recorrió bares, colegios y tertulias, sería el momento de traer a cuento un poco tan curioso hecho. Típico hispánico es que cuando no se puede rechistar cunde el chiste político. Contra Franco vivíamos en España a vueltas con esos endebles alfanjes de los chistes que, para más inri, encima gustaban al dictador. Y, remontándonos por las barbas de la historia, encontramos que ya campaba en el siglo XVI este subgénero, como lo demuestra el intolerable ...

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Ahora, cuando ya ha remitido bastante esa sórdida moranmanía que, como un vendaval de estupidez colectiva, recorrió bares, colegios y tertulias, sería el momento de traer a cuento un poco tan curioso hecho. Típico hispánico es que cuando no se puede rechistar cunde el chiste político. Contra Franco vivíamos en España a vueltas con esos endebles alfanjes de los chistes que, para más inri, encima gustaban al dictador. Y, remontándonos por las barbas de la historia, encontramos que ya campaba en el siglo XVI este subgénero, como lo demuestra el intolerable Libro de los chistes, de Luis de Pinedo. Se necesitó a Quevedo para que la cloaca narrativa del chiste se regenerara. La visita de los chistes, por otro nombre conocida como El sueño de la muerte, es una obra de gran categoría literaria, pese al infame título, y de gran alcurnia humorística, pese a que el tono a veces suena así: "La calavera es el muerto y la cara es la muerte, y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo".Sin embargo, Quevedo, por no eludir coger por los cuernos al toro del lenguaje ni privarse de recordar que "sábese, según doctrina de muchos filósofos, que el regüeldo es pedo malogrado", pronto fue zarandeado por la hipocresía patria. Y pagó un altísimo precio a manos de la brutalidad cultural española, que asoció popularmente su nombre con un infame y escatológico filón chistoso, aún identificado como "los de Quevedo".

Todo lo cual, bien o mal, ahí está y es historia, o al menos historieta nacional. Pero la pregunta es: ¿por qué ahora contra Morán? ¿Por qué se ha ensañado contra el ministro de Asuntos Exteriores el barriobajero tamtam de los chistes? Es un misterio, tal vez de naturaleza semejante a los prodigios de El Palmar de Troya; aquí no estamos resolviendo temas de fondo considerables, tipo Mercado Común. Y, con todo, que los chistes de Morán embistan a uno de los ministros más lúcidos y probablemente más cultos del actual Gabinete mueve a perplejidad. Que el país sigue estando como una cabra podría ser una deducción provisional.

Siempre en La visita de los chistes, Quevedo juega con una serie de estereotipos del saber y el habla convencionales para sacarles punta. Por su obra aparecen, puestos en solfa, Perico de los Palotes, el rey que rabió, Pero Grullo, Don Diego de Noche, Calaínos, el que siempre cabalgaba, o Garibay, cuya alma no la querían ni Dios ni el diablo. Todos personajes ficticios, a excepción de Juan de la Encina, sobre quien también se vertió una gran profusión de disparates y chascarrillos. Como una especie de premonición de Morán, Juan de la Encina se queja de su injusto trato: "¿Heme preciado de hereje y de malogrado en todo y peor contento, porque me tengan por entendido? ¿Fui desvergonzado por campear de valiente?".

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Inútil, la campaña arreció contra su nombre y su memoria. Cualquier cosa que decía se la cambiaban y, aún peor, le atribuían pensamientos falsos, ajenos e impropios. Por ejemplo, dijo Juan de la Encina: "De los pescados, el mero; de las carnes, el carnero; de las aves, la perdiz; de las damas, Beatriz", y en cambio no era así, que él lo que realmente dijo fue: "De las carnes, la mujer; de los pescados, el carnero; de las aves, el Ave María, y después la presentada; de las damas, la más barata".

Con Morán, indudablemente, ha pasado algo similar: él siempre dice cosas más puntiagudas que las que le atribuyen, tal vez con alguna excepción memorable, un cierto exabrupto ante los periodistas en Barajas que habría corrido al propio Quevedo. Pasa a la página 14 Viene de la página 13 Pues bien, en un reciente y buen programa radiofónico de Luis del Olmo dedicado al humor, Forges dio con la clave oculta: "No me cabe ninguna duda de que se trata de una campaña de una multinacional de imagen para desprestigiar al ministro". En efecto, muchos han visto en los chistes de Morán meras adaptaciones de la chistología, abundante en EE UU, sobre judíos, polacos, irlandeses. Son chistes que contienen los peores residuos del etnocentrismo wasp, que son en sí mismos embriones de racismo, y que tienen como común denominador la estupidez ajena.

Subhumor, el de los chistes, que, efectivamente, tiene sus seguidores, más que nada, entre los adolescentes, y que, como se sabe, en su reflejo español, pintan a un Morán obtuso, patoso, aldeano, profundamente necio.

Pero ya quisieran esos artefactos subliterarios llegar a representar una conspiración de necios con el chispeante fluir de los personajes de John Kennedy Toole, y de modo más excelso, el imposible eructómano boeciano Ignatius J. Reilly.

No, aquí hablamos de necedades baratas y con posible trasfondo político, según el profesor Forges. Lo que tiene es que la campaña está languideciendo, Morán sigue en su puesto, y no parece más tonto que ayer, y sacar hoy un chiste de Morán puede denotar un incorregible estadio de cretinismo mental, inasequible al paso del tiempo y de la historia.

En primer lugar, el ministro de Asuntos Exteriores puede sentirse satisfecho, porque aunque él declare que personalmente no le preocupó la campaña, "crea desconcierto entre mis subordinados y daña la política exterior española". Es casi inverosímil, de país superrealista, cosa que a la rocosa derecha parece, como de costumbre, traerle sin cuidado, que el encargado de difundir buena imagen de España ande en boca de sus compatriotas como una especie de bufón de la corte.

Eso si es que esta campaña ha encontrado complacencia en las filas de los enemigos socialistas, pues lo que no es probable es que proceda del gabinete de imagen del PSOE.

Ahora. bien, el propio Morán centra el final de su desventura en una idea revolucionaria para la clase política. Él. no cree en la imagen, y él es la mejor demostración: "Yo me he impuesto a la imagen. Porque la realidad, incluso con sus defectos, es más fuerte que la imagen". Considera el ministro que la gente ha acabado viendo que no es tan corto como sus chistes enseñan. Él también cree que el cambio político tiene "menos profundidad de lo que yo desearía", pero el Gobierno traía un indudable aire de novedad. Elegido como chivo expiatorio, lo ha encajado muy bien, con humor y "luchando contra la tiranía de la imagen con el trabajo serio y cotidiano".

Es el triunfo de la contraimagen. El ministro Morán no es bello ni alto ni joven. Pero no es ningún necio. Eso salta a la vista. Hasta es de los pocos políticos españoles que tienen sentido del humor, o sea, que practican no los chistes, sino el humorismo. Incluso sobre sí mismo. Invitado por la señora Thatcher a tomar el té, Morán, que prefiere el té con limón, así se lo hizo saber a su anfitriona. No desconocía Morán que su manía en Inglaterra es altamente plebeya: el té sin leche impide ser un gentleman. Y, como disculpándose, le dijo a la dama de hierro: "Ya sé que es la prueba total de mi estupidez". A lo que Margaret Thatcher repuso: "Quizá tenga razón. Me refiero al té".

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