Tribuna:

Europa es un todo

Los recientes acuerdos de Bruselas contenidos en la declaración del 27 de noviembre último, relacionados con el problema de Gibraltar, han despertado el lógico interés de las gentes, tanto en España como en el Reino Unido, así como en la opinión de los habitantes del Peñón. Que ese texto supone un avance hacia la negociación definitiva, aunque ésta se adivine larga y penosa, es algo que resulta evidente. Que el vocablo -tan reverenciado- de soberanía aparezca insertado en el documento como una palabra clave engarzada en el resto de la prosa abogacil, también es objeto de la general aten...

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Los recientes acuerdos de Bruselas contenidos en la declaración del 27 de noviembre último, relacionados con el problema de Gibraltar, han despertado el lógico interés de las gentes, tanto en España como en el Reino Unido, así como en la opinión de los habitantes del Peñón. Que ese texto supone un avance hacia la negociación definitiva, aunque ésta se adivine larga y penosa, es algo que resulta evidente. Que el vocablo -tan reverenciado- de soberanía aparezca insertado en el documento como una palabra clave engarzada en el resto de la prosa abogacil, también es objeto de la general atención.Hasta la fecha, las reticencias de Londres eran muy grandes para utilizar ese término. Lord Carrington, autor con Marcelino Oreja de la Declaración de Lisboa del 10 de abril de 1980 -antecedente directo de este segundo acuerdo firmado por Fernando Morán y sir Geoffrey Howe-, hubo de responder en aquella ocasión en los Comunes a una pregunta que trataba de aclarar si ese concepto -soberanía- se escondía también en la frase "todas las diferencias sobre Gibraltar" que el documento de Lisboa contenía. Carrington, con su imperturbable serenidad, contestó: "Cuando decimos todas las diferencias, queremos decir todas". Y no se discutió más la cuestión.

Luego vino la guerra de las Malvinas -"la absurda guerra" la llamó Raymond Aron poco antes de morir-, y ello envenenó el problema, puesto que la soberanía había sido la cuestión esencial, allí ventilada a cañonazos. El clima se hizo espeso y prácticamente impenetrable por la cercanía del conflicto austral y la llamarada nacionalista que encendió en la opinión británica y que valió a Margaret Thatcher su segundo gran triunfo electoral.

¿Sirvió la silenciosa -y sustanciosa- negociación sobre el retorno de Hong Kong a la soberanía china de elemento, de distensión para flexibilizar la postura británica en esta materia? Bien conocida es la diferencia esencial de los contenciosos: aquél, basado en un tratado que prevé términos concretos para el cese del arriendo colonial. Además de que el inmenso emporio marítimo-financiero, comercial y económico levantado en torno a una metrópoli de cinco millones de habitantes creaba, por su propio dinamismo, unas condiciones peculiares y de alcance mundial como base de la negociación comprendida.

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Pienso que lo que ha servido, en realidad, para abrir el camino a la Declaración de Bruselas ha sido la coincidencia creciente de los intereses del Reino Unido y España. Europa es un todo. A pesar de la inevitable lentitud de su proceso unificador, la Europa occidental se ha convertido en una sociedad transnacional que contiene dentro de sí no solamente las relaciones diplomáticas y el balance estratégico de Estado a Estado, sino también los intercambios económicos entre las sociedades civiles, las comunidades de religión y los hábitos y costumbres comunes que contribuyen visiblemente a la homogeneidad de los substratos de población por encima de las fronteras. Europa unifica a sus países miembros, asociándolos a una gran empresa histórica en trance de formación y también en riesgo de fracasar, como ocurrió con todos los empeños de envergadura del pasado continental.

Cuando esta identidad de objetivos de largo alcance se, hace más evidente, los contenciosos intereuropeos se van desbloqueando poco a poco. Los pleitos bilaterales son evitados por considerarse anacrónicos y obstaculizantes para la política general. España y el Reino Unido pertenecen a un dispositivo estratégico defensivo común, y dentro de pocos meses se sentarán a la misma mesa de las decisiones económicas comunitarias en los escaños del Parlamento Europeo y participarán juntos en las reuniones de las cumbres de jefes de Estado y de Gobierno para aceptar y definir responsabilidades colectivas. ¿Puede alguien sorprenderse de que antes de que eso se produzca se abran los diálogos encaminados a superar los conflictos seculares que existan entre dos importantes socios institucionales de la Europa occidental?

No sé cuál será el ritmo y el contenido de esas decisiones y negociaciones que anuncia el texto de Bruselas. Pienso que el nuevo interlocutor que asistirá del lado británico a esos diálogos será el representante del Gobierno de Gibraltar, como parte interesada en el futuro desenlace.

Pero una cosa me parece probable: que no se romperán ya esas conversaciones para volverse atrás del camino trazado y recorrido. Porque la colaboración en los temas globales de Europa llevará dentro de sí una dinámica de tal envergadura que supondrá no solamente una puesta al día de muchas de las estructuras económicas de nuestro país, sino asimismo una modernización tecnológica de los instrumentos defensivos y aun de las doctrinas estratégicas capaces de condicionar nuestros propios replanteamientos del interés nacional.

Europa es un todo. Es nuestra alternativa razonable y viable. La que corresponde a la situación de la España de los años ochenta. Pese a los agoreros y pesimistas, la decisión de aprobar la adhesión-española y hacerla posible en enero de 1986 es firme y sólida entre los Gobiernos de los diez. Ello no quiere decir que no existan todavía obstáculos y diferencias, problemas pendientes y redacciones incompletas. También es verosímil que surjan últimas resistencias y exigentes confrontamientos. Así ocurrió en la penosa negociación para el ingreso del Reino Unido, que duró 13 años. En enero de 1960 manifestó su voluntad de abrir las negociaciones de adhesión. Éstas duraron tres años, hasta que el general De Gaulle opuso públicamente su veto al ingreso del socio anglosajón en enero de 1963. Continuó esta situación humillante de espera hasta mayo de 1967, en que el Gobierno británico volvió a solicitar la adhesión. En noviembre de ese mismo año, el presidente francés renovó su veto. Hubo que esperar hasta que, desaparecido De Gaulle de la escena política, acordara la cumbre de La Haya, en diciembre de 1969, abrir de nuevo las conversaciones con la explícita opinión favorable de¡ presidente Pompidou. Después de esta larguísima e ingrata historia, aún tuvo la última y definitiva etapa tres años y un mes de duración.

Una vez admitido, el 1 de enero de 1973, el Gobierno de Londres fue uno de los miembros más activos y preponderantes. Y usó del estatuto y reglamentos en beneficio de sus intereses, con el máximo rigor y conocimiento de causa. La entrada del Reino Unido, la segunda potencia económica europea y una de las más importantes del mundo, planteaba numerosas y difíciles cuestiones de ajuste a los seis, y de ahí el interminable tira y afloja de las discusiones previas a su ingreso. España es la cuarta potencia económica de Europa y la décima nación industrial del mundo. ¿Cómo no ha de resultar compleja y repleta de obstáculos una negociación celebrada en tiempos de honda crisis económica, que afecta sustancialmente a las naciones de la Comunidad y a nosotros mismos?

Ni campanas al vuelo ni predicciones pesimistas. Un paso importante en dirección correcta y el abandono de los tabúes y mitos, inevitables cuando existen contenciosos irresueltos. La cuestión de Gibraltar entra en una nueva fase de diálogo: el de dos naciones que, además de sus dinastías entrelazadas, pertenecen, con los mismos derechos y obligaciones, a un colectivo internacional que se llama Europa.

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