Tribuna:

De una revolución lejana

Octubre de 1934 queda muy atrás en el tiempo. Fue una revolución fallida a escala nacional que, sin embargo, cuajó a nivel regional en Asturias y que constituyó un punto de inflexión en la historia de la II República. Produjo una reorganización general de las estrategias obreras en un sentido unitario, hizo posible la formación del Frente Popular; pero, como contrapartida, agudizó el cuadro de tensiones conducente a la guerra civil. Tensiones españolas en un marco europeo no menos conflictivo, dominado por la agresividad de la Alemania de Hitler que conducirá a la guerra mundial.Nada, pues, qu...

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Octubre de 1934 queda muy atrás en el tiempo. Fue una revolución fallida a escala nacional que, sin embargo, cuajó a nivel regional en Asturias y que constituyó un punto de inflexión en la historia de la II República. Produjo una reorganización general de las estrategias obreras en un sentido unitario, hizo posible la formación del Frente Popular; pero, como contrapartida, agudizó el cuadro de tensiones conducente a la guerra civil. Tensiones españolas en un marco europeo no menos conflictivo, dominado por la agresividad de la Alemania de Hitler que conducirá a la guerra mundial.Nada, pues, que recuerde ni de lejos la situación política de hoy. Y, sin embargo, la coincidencia de unas siglas como protagonistas de ambos momentos históricos ha producido una sorprendente politización de los comentarlos en Prensa y TVE. Algún profesional de la historia ha hablado de golpismo socialista, pensando tal vez en 1981 y para mostrar que en todas partes cuecen habas. Y, como mínimo, parece sugerirse que conmemorar octubre equivale a ser partidario de la dictadura del proletariado. Por eso creemos útil hacer algunas observaciones sobre la génesis y el carácter de la única revolución obrera de nuestra historia.

Una de las preocupaciones fundamentales de esta nueva corriente interpretativa consiste en desligar el ascenso de las posiciones revolucionarias en las organizaciones obreras del auge del fascismo europeo. Ni la subida de Hitler al poder habría desempeñado papel alguno ni el catolicismo político de la CEDA presenta relación con los, movimientos fascistas. Todo se carga, pues, en la cuenta personal de Largo Caballero y sus colaboradores, eso cuando no se quiere hacer una tacada política a tres bandas y se cita la propensión revolucionaria de nuestro socialismo.

La verdad es que, si bien no tenemos aún todos los datos, algo han avanzado en los últimos años tanto la literatura histórica como la documentación disponible. La formación de una izquierda socialista en el PSOE puede así fecharse en 1933, antes de las elecciones que dan la victoria a la derecha, tomando corno momento de definición la conferencia de Largo Caballero ante las Juventudes Socialistas en la Escuela de Verano: el argumento, luego repetido con más intensidad al salir del Gobierno, consiste en mostrar el callejón sin salida de las reformas sociales dentro de la democracia republicana, dada la capacidad de las clases dominantes para invalidar aquéllas y sentar las bases de una involución autoritaria. La colaboración gubernamental de 1931-1933 resulta ser "una larga cosecha de desilusiones" (Zugazagoitia). Tal forma de razonar puede ser simplista, pero recoge algo que los historiadores suelen desdeñar: la tremenda presión que a lo largo de 1933 se ejerció contra la presencia del PSOE en el Gobierno, desde los católicos a un sector del radicalsocialismo y desde las organizaciones patronales a Ortega y Gasset, en nombre de "la nacionalización de la República". Faltaba sólo el ejemplo de lo ocurrido en Alemania (que sistematiza Araquistáin) y la presión ejercida por los patronos agrarios tras las elecciones sobre las condiciones de trabajo para que cobrase forma la perspectiva revolucionaria. Y Largo Caballero no arrastra (sic) a Prieto. Basta con leer las actas de la ejecutiva del PSOE a fines de 1933 -obligación de todo historiador que quiera escribir sobre el tema- para comprobar que Prieto es el primero en saltar contra una posible derechización del Gobierno radical. Otra cosa es que nunca pensara en fijar objetivos socialistas a tal revolución -Prieto ve en el PSOE "el baluarte de la República"- y que a lo largo de 1934 incidiera sobre él la relación con políticos de Izquierda Republicana favorables a una postura de presión sobre Alcalá Zamora.

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En cuanto a Gil-Robles y la CEDA, cuya entrada en el Gobierno desencadena la revolución, existían sobradas razones para desconfiar de su marchamo democrático. Y no son anécdotas o chascarrillos. Gil-Robles se entera en 1933 de la caída del Gobierno republicano-social¡sta mientras asiste al congreso nazi de Nüremberg (él escribe que se lo comunicó el propio Goebbels), en el curso de una gira alemana para visitar las oficinas de propaganda y los campos de concentración y de trabajo...". Ni más ni menos. Como resultado del viaje escribe un artículo titulado Antidemocracia, donde no asume plenamente el totalitarismo fascista, pero se dice propicio a tomar lo bueno de él, entre otras cosas "su neta significación antimarxista; su enemiga de la democracia liberal y parlamentarismo". Lo que propone entonces, y en su gran discurso del Monumental en la campaña de 1933, es fundir las enseñanzas fascistas con la tradición católica española para forjar un nuevo Estado. Para tal proposito, añadía, el Parlamento, o se somete, o se le hace desaparecer. De acuerdo con ello, su periódico, salmantino, La Gaceta Regional, anunciaba su presencia en la "candidatura antirrepublicana" de Madrid. Luego vendría el posibilismo, la aceptación de la forma republicana, siempre subordinada a la consecución de la reforma constitucional en el sentido deseado: la CEDA apoyaría. los Gobiernos de centro hasta. que se desgastasen para exigir entonces ella el poder y reformar la Constitución. Todo ello sin mencionar el carácter estrictamente fascista de las JAP, las ju-

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ventides cedistas. A la vista de tales antecedentes, no es ocioso recordar que Dollfuss y Hitler habían llegado al poder por medios legales. Y que Oliveira Salazar tampoco restauró la monarquía en Portugal. Que no hacemos un proceso de intenciones se demuestra por la conducta de diciembre de 1935, que el propio Gil-Robles reconoce en sus memorias, cuando antes de salir del Gobierno propicia solapadamente un golpe militar que sus generales colaboradores -nada menos que Franco, Goded, Fanjul y Varela- no se atreven a dar. Había, por consiguiente, base para ver en él un posible Dollfluss español.

En su reciente artículo dirigido a combatir la exaltación de la revolución de octubre de 1934, el profesor Seco habla del carácter tercermundista de la misma. Es esta una calificación vejatoria que viene aplicándose últimamente con generosidad para desestimar cualquier posición política populista o simplemente de izquierdas, pero que en este caso resulta singularmente desafortunada, La revolución asturiana se inscribe en el ciclo de las revoluciones populares y obreras de la Europa contemporánea, tal vez como último episodio en que se dan cita elementos modernos (la radio o la aviación) con otros que proceden del pasado decimonónico: el uso de las barricadas, el componente anticlerical. Si queremos ponernos críticos, y pensando en el desastre organizativo que fue la movilización madrileña, habría que ver en ella un subproducto de la Revolución de Octubre soviética. Mientras que en el haber del proceso revolucionario destaca sin duda la capacidad de lucha y organización de que dieron muestra los trabajadores asturianos. Sin olvidar los excesos conocidos y condenables, el UHP asturiano fue mucho más que un ejercicio de comportamientos celtibéricos.

Hay, no obstante, algo en que sí cabe pensar en términos de tercermundismo: la actuación de las fuerzas del Ejército encargadas de acabar con la rebelión. De las intenciones de partida era buena ilustración la advertencia hecha pública el día 9 por el general López Ochoa de que fusilaría inmediatamente a todo revolucionario cogido con las armas en la mano. El avance de las tropas con los prisioneros por delante fue también ejemplar. Y sobre todo las brutalidades del Tercio y regulares mostraron de lo que era capaz ese ejército colonial de que tan poco se ocupan nuestros historiadores y que de modo preferente protagonizó la guerra civil. Luego vino Doval. Y las torturas de Javier Bueno, el periodista del PSOE. Y el asesinato del también periodista Luis de Sirval por informar sobre la represión en La Libertad. No ha de extrañar que con los miles de presos, las torturas y las ejecuciones sumarias conmoviesen la imaginación popular, contribuyendo decisivamente a la victoria electoral de febrero de 1936. Por lo demás, fue un ensayo general para lo que habría de venir, pero que tenía sólidas raíces en el pasado.

En suma, a nuestro juicio hay que inscribir la revolución española de octubre en el ciclo de movimientos sociales de la Europa de los treinta, años marcados por el ascenso de los fascismos y la ilusión de las capas populares por seguir el ejemplo de la revolución soviética. Con su grandeza y sus limitaciones. Sin pretender fáciles analogías, valorando la aún incompleta documentación disponible, y sobre todo sin trasladar los hechos al escenario de la España actual. De otro modo, la historia queda desfigurada -por usar la calificación de Indalecio Prieto respecto de la República de 1934- y se convierte en un sucedáneo de la propaganda política.

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