Judíos y shiíes celebran sus fiestas religiosas

Duelo por la muerte del imán Husein

ENVIADO ESPECIALMillones de iraníes se han vestido estos días sus camisas negras para conmemorar la muerte en combate de Husein, el tercer imán de los musulmanes shiíes duodecimanos. El asesinato de Husein a manos de Yazid sucedíó en la ciudad íraquí de Karbala hace 12 siglos, pero la devoción que los iraníes muestran permite pensar que aconteció hace muy poco.

Los rostros de los hombres reflejan pesar. Las miradas de las mujeres, embutidas en sus negros chadores hasta los tobillos, rezuman tristeza. El recogimiento se palpa en las calles durante estos días de reflexión, únicamente rota...

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ENVIADO ESPECIALMillones de iraníes se han vestido estos días sus camisas negras para conmemorar la muerte en combate de Husein, el tercer imán de los musulmanes shiíes duodecimanos. El asesinato de Husein a manos de Yazid sucedíó en la ciudad íraquí de Karbala hace 12 siglos, pero la devoción que los iraníes muestran permite pensar que aconteció hace muy poco.

Los rostros de los hombres reflejan pesar. Las miradas de las mujeres, embutidas en sus negros chadores hasta los tobillos, rezuman tristeza. El recogimiento se palpa en las calles durante estos días de reflexión, únicamente rota por las procesiones que zigzaguean incesantes, como accesos de hormigueros, por las ciudades de Irán.

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El cortejo acostumbra a encabezarlo un pendón rojo con el nombre de Alá inscrito en su tela. Viene luego un enorme árbol de metal, con una decena de simétricas y cimbreantes ramas rernatadas por esquilas con forma de lirios. Jóvenes abrasados por su fe soportan sobre bragueros el gigantesco árbol, que parece vencerse a cada momento.

Más atrás avanza un estandarte de forma tubular, con franjas moradas, amaríllas y rojas, que arranca del suelo un mozalbete con la cabeza completamente rapada.

Por fin, los hombres, en varias filas, con pantalones y camisas de color negro y fajines verdes de raso. Cada uno lleva en su mano derecha un manubrio de madera del que cuelgan prietas ristras de cadenas de tamaño mediano y mucho peso.

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Al son de dos grandes tambores, que parecen al retumbar cajas de guerra, los hombres se golpean acompasadamente sus espaldas en un movimiento rítmico que el chasquido de platillos y de crótalos. rubrica entre evocaciones orientales.

Los niños vienen a continu-ación, todos rapados, también vestidos de negro y con sus manubrios de cadenas. En ocasiones se golpean tan desproporcionadamente que los mayores les reprenden.

En el centro de la procesión camina un oficiante que desde su garganta emite una canción tristísima, similar a los cantos de las minas y a los martinetes de los mineros andaluces o murcianos.

Cuando las cadenas enmudecen y dejan descansar las doloridas espaldas, los hombres golpean con fuerza sus pechos con las palmas de las manos abiertas, mientras de sus pulmones sale, entre sollozos y sonidos nasales, el nombre de Husein, el imán muerto en combate.

Todo invita a la oración, incluso al miedo. Cuando los golpes y los palmetazos alcanzan un punto determinado, todos los ojos se arrasan de lágrimas y muchos comienzan a exhibir esas miradas idas que anuncian un diálogo tenso o manso con algo o alguien situado muy lejos, más allá de las estrellas. Las procesiones se han perdido a lo lejos, dejando un recuerdo de aquellas de la España de posguerra, con flagelantes, cilicios y mujeres que caminaban de rodillas. El silencio vuelve a caer sobre Teherán, rumiando canciones de guerra y anhelos de una paz casi imposible.

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