Tribuna:

El argumento y el ardid

Hace ya un cuarto de siglo que en la revista literaria Número (que por entonces publicábamos en Montevideo Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Manuel Arturo Claps, Sarandy Cabrera y yo mismo) apareció, por vez primera en español, una Discusión sobre la filosofía del lenguaje que en 1905 habían sostenido nada menos que Benedetto Croce y Karl Vossler. Más que las respectivas argumentaciones, lo que mejor recuerdo de aquella polémica es su tono asombrosamente civilizado. Ninguno de los contendientes era impermeable a las razones del otro. Cada nueva intervención exigía un replant...

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Hace ya un cuarto de siglo que en la revista literaria Número (que por entonces publicábamos en Montevideo Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Manuel Arturo Claps, Sarandy Cabrera y yo mismo) apareció, por vez primera en español, una Discusión sobre la filosofía del lenguaje que en 1905 habían sostenido nada menos que Benedetto Croce y Karl Vossler. Más que las respectivas argumentaciones, lo que mejor recuerdo de aquella polémica es su tono asombrosamente civilizado. Ninguno de los contendientes era impermeable a las razones del otro. Cada nueva intervención exigía un replanteo y a su vez demostraba una capacidad y una buena voluntad excepcionales para comprender los argumentos contrarios. Creo que esa lectura me marcó para siempre y gracias a ella he tenido desde entonces bien claro cuál debe ser el rigor intelectual de una polémica, al menos de aquella cuya intención sea esclarecer el controvertido tema ante el lector, y no precisamente que el contrincante acabe cubierto de agravios, sospechas y calumnias. Una de esas reglas básicas es que las sucesivas intervenciones se refieran al punto en cuestión y no que intenten arrastrar al adversario o interlocutor a terrenos que desvíen la atención del público.El diccionario de la Real Academia incluye tres definiciones de polémica: una, militar ("arte que enseña los ardides con que se debe atacar o defender cualquier plaza"); otra, religiosa ("teología dogmática"), y por último, una tercera, de sentido general ("controversia por escrito sobre materias teológicas, políticas, literarias o cualesquiera otras"). Tengo la impresión de que ciertos polemistas intelectuales, en lugar de atenerse a la acepción tercera, eligen a veces la primera, o sea la militar, y en consecuencia recurren a ardides para atacar o defender cualquier argumentación. Vale la pena recordar que ardid (también según la Real Academia) es: "artificio, medio empleado hábil y mañosamente para el logro de algún intento".

Esto viene a colación porque en las últimas semanas algunos de mis artículos aparecidos, en estas páginas han provocado reacciones (unas airadas, otras casi corteses) en diversos órganos de la Prensa madrileña, EL PAIS incluido. Es curioso que, aunque escriba sobre temas muy diversos, los únicos artículos que provocan contundentes respuestas son los que de alguna manera ponen en tela de juicio a Estados Unidos, ya sea en su política interior (caso del macartismo) o exterior (digamos, la bomba de Hiroshima). Más que una voz que responde, yo diría que es un coro, por cierto bien afinado, y francamente, polemizar con un coro es tan difícil que me atrevo a pensar que ni siquiera mis admirados Croce o Vossler se habrían embarcado en semejante empresa.

Lo cierto es que el artificio (o medio mañosamente empleado por estos polemistas de 1984) es eludir graciosamente el tema y, en cambio, tratar de arrastrar al adversario ocasional a otro asunto, marginal o ajeno, pero propuesto por ellos. No niego que puedan arrastrar a otros; no a mí. Si en una polémica nunca es correcto irse por las ramas, menos correcto es cambiar de árbol. No hace mucho polemicé con Vargas Llosa: desde posiciones radicalmente opuestas, pero cada uno respetuoso del talante del otro, nos atuvimos al tema que estaba en discusión, y, según testimonio de lectores varios, parece que ese intercambio de notas y de argumentos fue afortunadamente ilustrativo sobre nuestras respectivas posturas. Una señal inequívoca de ese indispensable y primario rigor es que la polémica fue reproducida por numerosos periódicos de América Latina y de Europa.

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O sea, que estoy dispuesto a polemizar con y contra argumentos, pero no con o contra ardides. Quede esto último para la acepción militar. Si alguien, por ejemplo, considera que el mero hecho de criticar ciertos procederes del capitalismo o del liberalismo me convierte ipso facto en un fascista, sólo porque "el ataque al liberalismo y al capitalismo fue una de las formas de propaganda nazi", o si señalo que el número de condenados a muerte en Estados Unidos es desproporcionadamente alto entre los negros, y ello da pie para que se me acuse nada menos que de racista (a mí, no a los jueces), no puedo admitir esas provocadoras opiniones como argumentos válidos, ni siquiera como ardides, ya que más bien se trata de artificios no mañosos. Si recuerdo que Truman fue el responsable de las dos únicas bombas atómicas hasta hoy arrojadas sobre ciudades indefensas, y alguien me responde, tras hacer una cálida defensa de Truman, que seguramente, y pese a mis objeciones, en momentos así yo elegiría estar en territorio norteamericano, qué otra cosa puedo responderle que sí, con mucho gusto (el único inconveniente es que me niegan el visado), ya que Estados Unidos es muy bombardeador, pero poco (o más bien nada) bombardeado. Pero eso no sería polémica, sino responder a un ardid con otro ardid.

Cabos sueltos

Si, con motivo de la muerte de Lilian Hellman, escribo sobre el denigrante proceso del macartismo, y Juan Goytisolo, además de darme la buena noticia de que comparte mi visión de esa lóbrega etapa, me quiere luego arrastrar a otro tema (Cuba, claro) y para ello dice que el escritor cubano Calvert Casey acabó suicidándose, en realidad omite (o quizá ignore) que Casey no se mató en Cuba, sino en Roma, en 1969, es decir después de haber residido cuatro años en pleno mundo libre, occidental y cristiano. Esta aclaración no es polémica, sino mera información. Si el mismo prestigioso novelista español me exhorta a extender a Lezama Lima los sentimientos admirativos que consagro a Lilian Hellman, me permito recordarle que ya he extendido oportunamente mi admiración al autor de Noche insular: Jardines invi-

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El argumento y el ardid

sibles, como consta en mi trabajo Lezama Lima, más allá de los malentendidos, publicado en 1976, por lo menos, en seis países e incluido en mi libro El recurso del supremo patriarca (México, 1979; hay dos ediciones más, de 1981 y 1982). Pero tampoco esto es argumento polémico, sino simple información. También le aclaro que en la Cuba revolucionaria han sido publicadas las siguientes obras de Lezama Lima: Dador (1960), Antología de la poesía cubana (1965), Paradiso (1966), La cantidad hechizada (1970), Poesía completa (1970), Oppiano Licario (1977) y Fragmentos a su imán (1977). Además, la Casa de las Américas (en cuya plantilla Lezama Lima figuró durante años, y cobré su sueldo, hasta su muerte en 1976), publicó en 1970 un volumen que recopila textos sobre su obra, y en 1978 un disco con su voz leyendo poemas y fragmentos de Paradiso. Tengo la impresión de que Juan Goytisolo no conocía estos datos, y le aclaró que como buena parte de este material lo he llevado de exilio en exilio, también está conmigo aquí en Madrid y por tanto a su disposición.En general, y ya no me refiero a un caso concreto, es bastante incómodo disentir y discutir con alguien cuya argumentación se basa en datos erróneos, ya que tener que ir aclarando, línea por línea, a veces con ilevantable documentación y otras sin tenerla a mano, cada pecado venial en materia informativa, es en cierto modo hacerle el juego al ardidoso.

De cualquier manera, el procedimiento de responder a un determinado planteo polémico con otro tema, marginal o ajeno, nunca ha figurado entre mis hábitos. Es obvio que hay muchos problemas y temas acuciantes sobre los cuales uno u otro de mis contradictores no se ha pronunciado y sobre los que me interesaría conocer su opinión. Pero deliberadamente (tal vez en homenaje a Croce y a Vossler) renuncio a ese ardid. Es cierto que en ocasiones se destaca del coro una voz de solista y deja algunos cabos sueltos que convendría amarrar. Por ejemplo, en el intento de descalificarme como expositor, alguien deja caer, como al pasar, que soy un "espécimen importado". Está bien: yo no seré racista (lo juro sobre La Internacional y el padrenuestro), pero no estoy tan seguro de que ese interlocutor no sea xenófobo. También señala que "uno puede pensar lo que quiera acerca de Reagan e incluso descalificarlo como opción de voto (y por razones de mucho mayor fundamento que las de Benedetti)". Ah, le aseguro que con tal de que Reagan sea descalificado como opción de voto, aceptaría con modestia y regocijo que sus razones fueran de mucho mayor fundamento que las mías. Pero como mi crítico sólo las anuncia, pero no las enuncia, no tengo más remedio que quedarme con mis pobres razones. Y como concluye preguntándome si me he dado cuenta de que mi antinorteamericanismo es una enfermedad, respondo que no, no me he dado cuenta, y quizá por esa dificultad mía tampoco me atrevo a aceptar lo que parece ser su tácita propuesta: que la yancofilia sea la salud. Lo más que estoy dispuesto a admitir es que mi antinorteamericanismo (y el de tantos latinoamericanos, destinatarios y/o maleficiarios de la extendida Doctrina de Seguridad Nacional) no es enfermedad, sino cura en salud.

Es obvio que estas breves notas no pretenden ser polémicas; más bien intentan explicarle al lector por qué, en determinados casos (o sea cuando el ardid reemplaza al argumento) no me siento con ánimo de polemizar.

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