Tribuna:

La prisa

Hay un delito de nuestra civilización moderna que me gustaría ver en el banquillo de los acusados: la prisa. Aplaudiría si fuera condenada. Con la máxima pena, que no debería ser ni la cadena perpetua ni la silla eléctrica. Porque una pena temporal es poco para un delito tan grande, y de la muerte se puede resucitar. Debería ser condenada, como el agente gris de la novela Momo, a volatilizarse, a desaparecer en la nada. Es la prisa como un ladrón del que no puedo ni defenderme porque no tiene nombre y contra el que no se admiten denuncias. Por- eso te saquea impunemente cada momento: tu...

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Hay un delito de nuestra civilización moderna que me gustaría ver en el banquillo de los acusados: la prisa. Aplaudiría si fuera condenada. Con la máxima pena, que no debería ser ni la cadena perpetua ni la silla eléctrica. Porque una pena temporal es poco para un delito tan grande, y de la muerte se puede resucitar. Debería ser condenada, como el agente gris de la novela Momo, a volatilizarse, a desaparecer en la nada. Es la prisa como un ladrón del que no puedo ni defenderme porque no tiene nombre y contra el que no se admiten denuncias. Por- eso te saquea impunemente cada momento: tu paz, tu silencio, tus ganas de libertad, tu tiempo para vivir y soñar.La prisa es loca, es como un cáncer, y hasta hay quien piensa que: las células enloquecen porque: se las empuja demasiado a crecer. Todo está hoy acelerado. Sólo al reloj, por ahora, no logran cambiarlo, aunque algunos tienen ya un tictac más frenético, corno si gritaran a las agujas: "De prisa, de prisa".

Todos se quejan hoy de que el tiempo vuela, de que los meses se te escurren de las manos, de que se envejece más de prisa aunque se muera más tarde.

Todos gritan que no tienen tiempo, y todos se dejan robar el tiempo sin protestar. Dicen que hay que pararse corriendo y corren para ganar tiempo.

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Pero yo nunca he visto que la prisa sea un ahorro; con la prisa no se llega más tarde a la muerte, ni se hace mejor el amor, ni se saborea con gusto lo que se tiene.

Lo decía hasta el viejo refrán: "Vísteme despacio que voy de prisa". Con la prisa quizá se construyan más misiles en un año, quizá se llegue a vivir antes en la Luna, pero también es más fácil que a alguien se le escape el dedo y apriete el botón de la tragedia final. Con la prisa se piensa mal y se discute peor.

Corriendo se ven los rostros deformados, se confunden las palabras, todo se hace más incierto e inseguro.

Hoy se le mete prisa a todo. Se ponen hasta cohetes en las narices de los árboles y de las plantas y en las barrigas de gallinas y vacas para que escupan más rápidamente sus frutos. Y lo hacen, pero esas manzanas o zanahorias, o esos pollos o terneros hijos de la prisa llevan en sus carnes insípidas el pecado mismo de la locura de la prisa. Se dirá que es mejor que la gente no muera de hambre. No, más drama que el morirse es el morise con la marcha acelerada sin ni siquiera poder pararte para decir: "Ya me voy, y quiero pronunciar sin prisa mi última palabra de adiós".

Hoy se desea escribir novelas u otras cosas con el ordenador, y pronto podremos incrustarnos en el cerebro una plaquita que nos permita leer vertiginosamente media biblioteca. ¿Y a los que les gusta leerse el mismo libro cinco veces o dedicar toda una vida para escribir sólo 100 páginas? No podrán, porque la prisa es hoy el último mandamiento de la ley del capital. O corres o te matan, o sales pitando o te condenas a la miseria. El cohete es el nuevo tótem moderno. El movimiento es el símbolo de hoy. No hay tiempo para sentarse, y si tienes hambre, mejor que comas de pie, que además es más barato.

Corres para ganar, ganas para seguir corriendo, y cuando le apretaran las ganas de pararte ya no te quedará vida ni energía para hacerlo: todo tu cuerpo será un temblor senil.

Lo cuentan como un chiste, pero es un capítulo de sabiduría popular. Llega a Nápoles un empresario milanés de esos a quienes no basta nunca el tiempo para correr, programar y acumular. Sufre de insomnio y de úlcera. Tiene taquicardia, pero no puede dejar de fumar. Empieza a correr a las cinco de la mañana y se acuesta o cabecea sólo cuatro horas por la noche.

En Nápoles hace sol. El mar la acaricia, refrescándola. Un muchacho toma ese sol fresco en una acera, feliz como una lagartija. Intenta venderle un reloj falso al activo industrial milanés. Éste lo mira con compasión: "Vamos, hombre, ¿eres joven y pierdes así tu tiempo? Podrías hacer tantas cosas en tu vida. . - ". "¿Por ejemplo?", le dice, como despertándose, el napolitano. "Por ejemplo, estudiar una carrera, después encontrar un buen trabajo, ganar dinero, hacerte una posición".

"¿Y después", insiste el muchacho. "Después, con ese dineró podrás permitirte descansar, tomar el sol, divertirte". El napolitano le mira y responde: "¿Tanto trabajo, tantos años, para

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después poder tomar el sol en paz? Pues, mire, yo ya lo estoy tomando aquí y sin tanto es fuerzo".

Con la pereza no se construye el mundo, es cierto, pero quizá lo que había intuido el muchacho de Nápoles es que tampoco vale la pena correr toda una vida con taquicardia y úlcera de estómago para poder un día llegar a tomar el sol en paz. Un día que además el perezoso y sabio napolitano intuía que para el industrial milanés no habría llegado nunca, porque a prisa añadiría prisa y siempre le faltaría, en su ansia de correr y de subir, esa media hora sin úlcera y sin ansia para dejarse besar por el sol bebido a sorbos, sin reloj, sin calendario, sin agenda, sin teléfono, sin citas, sin la neurosis que te agarrote el placer. Hoy están naciendo demasiados hijos de la prisa, nacen ya nerviosos. Son frutos de la falta de paz. Nacen para correr y quizá morirán sin haber podido saborear el gusto de la quietud.

Para ellos ya existe un avión que podrá dar la vuelta a la Tierra sin tener que hacer una sola escala. ¡Qué alegría! Correrán siempre y para todo. Cada vez más de prisa, sin perder tiempo.Quienes están ya programados para el movimiento perpetuo sueñan con píldoras para comer y con pilas para dormir, paga ganar más tiempo, para no tener necesidad de pararse, de tumbarse. Mejor ni estar de pie.

Lástima para ellos, que siga existiendo aún un momento, un segundo que obligará a todos, aunque no lo quisieran, a pararse una vez por lo menos en esta desesperada carrera contra el tiempo. Será la última venganza de los perezosos y el gran castigo de los agitados: la hermana muerte, como la llamaba el poco agitado Francisco de Asís, que murió joven tras haber recorrido a pie o en borrico medio mundo, tras haber dejado medio revolucionada a la Iglesia, pero sin haberse permitido a sí mismo ni a los otros que les faltara el tiempo para cantar sus versos al agua y al Sol, a la Tierra y a los amigos. O para saborearse un dulce en paz con su amiga Clara.

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