Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA

El desconcierto de la pintura

La última edición de la Documenta de Kassel, sin duda la muestra artística de más prestigio cultural entre todas las que se celebran hoy en el mundo, dentro del apartado de exposición crítica de las últimas tendencias, fue planteada de una manera sorprendente, incluso para quienes sabían, de antemano, que es privilegio de los santuarios de vanguardia producir sorpresas. Un repaso de la ejecutoria histórica de esta famosa institución, en sus aproximadamente 30 años de existencia, dedicados por entero al estudio y sanción normativa de las polémicas artísticas de actualidad, con espaciadas...

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La última edición de la Documenta de Kassel, sin duda la muestra artística de más prestigio cultural entre todas las que se celebran hoy en el mundo, dentro del apartado de exposición crítica de las últimas tendencias, fue planteada de una manera sorprendente, incluso para quienes sabían, de antemano, que es privilegio de los santuarios de vanguardia producir sorpresas. Un repaso de la ejecutoria histórica de esta famosa institución, en sus aproximadamente 30 años de existencia, dedicados por entero al estudio y sanción normativa de las polémicas artísticas de actualidad, con espaciadas citas públicas, nunca inferiores a intervalos de cuatro años, pone, efectivamente, de manifiesto el carácter de compromiso que presidió siempre esta magna exposición, cada una de cuyas ediciones señalaba el camino correcto a seguir. Así, entre convocatoria y convocatoria solía bullir la animación confusa de múltiples tendencias en pugna, pero luego ya se sabía que este nuevo oráculo artístico zanjaría la cuestión con una sentencia arbitral que, según el caso, consagraba el pop, el arte conceptual o el hiperrealismo.Pues bien, al aproximarse la fecha de inauguración de esta séptima Documenta, que tuvo lugar en el verano de 1982, el panorama artístico internacional ya estaba dominado por el nerviosismo y el desconcierto. Desde hacía algunos años corrían rumores por doquier anunciando la crisis de la vanguardia y empezaban a acuñarse fórmulas que así lo corroboraban, como posmoderno, tardomoderno, transvanguardia, etcétera. Más aún: al borde mismo del arranque de la nueva década surgieron una serie de nuevos planteamientos expositivos cuyo carácter en absoluto se ajustaba al modelo de la vanguardia tradicional. Con desigual éxito y calidad, tales fueron los casos de American Painting: the Eighties (Pintura americana: los ochenta), muestra organizada en 1979 por Bárbara Rose, que rotó por varios países, entre los que excepcionalmente se encontró el nuestro; Aperto 80, montada como una nueva sección de novedades últimas en el seno de la Bienal de Venecia de 1980, cuyos comisarios fueron H. Szeeman y A. Bonito Oliva; New spirit in painting (Nuevo espíritu en la pintura), que, bajo la responsabilidad de Rosenthal, Joachimides y Serota, tuvo lugar en la Royal Academy de Londres; Westkunst, magno repaso de la vanguardia de las últimas décadas, que coordinó L. Glozer en Colonia...

Un cambio cualitativo

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Todas estas exposiciones, que pueden considerarse como algunas de las más significativas, entre otras muchas, de las celebradas en torno a 1980, mostraban ciertamente la existencia de un cambio cualitativo en el modo de concebir el arte, que era entendido al margen del modelo compulsivo de la vanguardia, cuya radicalidad había alcanzado su apoteosis en la primera mitad de la década de los setenta, llegando a una especie de grado cero, a un impasse aparentemente insuperable. Este impasse pudo apreciarse, como correspondía, en la propia Documenta de 1978, pero entre ésta y la de 1982 fue creciendo vertiginosamente la interrogación, y, en realidad, se esperaba con ansiedad qué se le podría ocurrir a Rudi H. Fuchs, el comisario encargado de la selección y el montaje de la séptima edición. Pues bien, el entonces joven director del Museo holandés de Eindhoven decidió presentar su empresa sin título argumental alguno, contraviniendo la costumbre de la Documenta de hacer de cada lema un mandamiento. Más aún: en el prólogo de presentación del catálogo confesaba haber estado tentado de llamar la muestra Bateau ivre, literalmente "barco borracho", aunque su traducción precisa sea, indistintamente, "barco a la deriva" o, si se quiere, más libremente, "rumbo ebrio".

Perder un norte preestablecido, la necesidad de avanzar en una dirección lineal, es una decisión desconcertante desde el punto de vista de la vanguardia, que concentra sus fuerzas de choque en un punto, impulsada por la exigencia de adelantarse a los tiempos. Pero Fuchs hablaba del carácter desnortado del arte de los ochenta no como un fracaso, sino como una liberación, como si el específico lugar que le correspondiera al arte fuera, de nuevo, el mito, ese impreciso paraíso tan móvil como la arquitectura de nuestros sueños. Con un tono enfáticamente romántico, Fuchs decía renunciar a cualquier proclama conceptual donde se establecieran con claridad las líneas maestras que debería seguir la creación, y, en su lugar, proponía una "novela" de la actualidad, una novela "en la que nuestros héroes, tras un largo y extenuante viaje a través de valles siniestros y negros bosques, llegan por fin a un jardín inglés y se encuentran ante la puerta de un espléndido palacio".

Valles y bosques, jardines y palacios, nos introducen en el territorio fantástico de una encantada videncia, que se muestra mejor que se demuestra, como la de aquel viajero francés que, según nos recuerda Fuchs, descubrió las cataratas del Niágara y, ante los escépticos en demanda de pruebas, se limitaba a responder que su prueba era que las había visto. Por lo demás, bajo la sombra tutelar de cuatro fragmentos escogidos de Goethe, Eliot, Borges y Hölderfin -firmeza, lógica sosegada, sueño infinito y euforia-, Fuchs defendía un recorrido por el arte, en el que se pudieran mezclar los viejos maestros con los más jóvenes, donde armonizaran individualismo y tradición, y donde, finalmente, por encima de todo, se exaltara la dignidad del arte: "El arte contemporáneo cumple ahora aproximadamente su 75 aniversario. Arrancó cuando James Joyce abandonó Dublín, cuando Brancusi llegó a París, cuando Picasso descubrió las Demoiselles d'Avignon. El arte moderno es demasiado viejo para ser arrinconado en un almacén. Debe tratársele con respeto".

En consonancia con estos fundamentos de base, la séptima Documenta de Kassel alineaba al octogenario W. Copley junto al veinteañero Basquiat, lo mismo que no tenía el menor escrúpulo en hacer un total revoltijo de estilos y tendencias, provocadoramente situados fiente a frente, convirtiendo sus incompatibilidades formales en un juego de contrastes complementarios. Estaba claro, por consiguiente, que las obras quedaban supeditadas a la narración, al montaje, una obra más en sí, quizá la más importante. La alternancia estudiada entre imágenes duras y blandas, frías y cálidas, analíticas y expresionistas, imponía un ritmo musical poderoso, de marcada teatralidad, operístico. Refiriéndose a ello, muchos críticos hablaron de un inequívoco aroma wagneriano, tal era la dimensión de espectacularidad y de ferviente intensidad del clima envolvente de la muestra. A un nivel simbólico, las referencias no eran menos rotundas y explícitas: en primer lugar, por doquier, la presencia inminente de la naturaleza (Merz, Long); después, como sucesivas ondas expansivas, la evocación de lo alquímico (el oro de Kounellis), la religiosidad litúrgica (Twombly, Ryman), el lirismo, la ritualidad, la perversión... Fuchs llevó hasta sus últimas consecuencias la revisión libre de una trayectoria de vanguardia, que ahora era analizada voluntariamente fuera de contexto; esto es: más como obra de arte que como vanguardia, porque se abandonaba con toda intención cualquier razón fuera de su condición irreductible de objeto dotado con misteriosa signiflicación propia.

Descubrimiento de la deriva

Tras un siglo de arte moderno, caracterizado por la ansiedad y la prisa, donde la ruptura y la consiguiente novedad eran cualidades suficientes en un caminar compulsivo hacia adelante, porque nadie dudaba que se estaba yendo a alguna parte, he aquí el repentino descubrimiento de la deriva, la ebriedad de perderse, porque se pasea por el mero placer de pasear.

¿Puede dársele a esto algún contenido formulario? Tras el extremado puritanismo de la vanguardia terminal de los setenta, en la que el descubrimiento de las estructuras significantes mínimas, fisicas y mentales, mediante el principio de la máxima apertura y potencialidad de lo simple, el arte pareció despojarse de cualquier residuo de materialidad. ¿Pintar o pensar? ¿No era la mirada inteligente una pintura selectiva que evidenciaba el orden-desorden del mundo? Sucesivas refrigeraciones de la intromisión subjetiva en el acto de pintar, de bidamente apoyadas por la proliferación de dispositivos maquinales surgidos de la sociedad automatizada, habían convertido el ejercicio físico de pintar en un anacronismo. A la postre, en la sociedad de producción y consumo indefinidos, el fluido parecía haber llegado a un punto constantemente homogéneo.

La vocación política del arte contemporáneo, en cuyos orígenes históricos se fraguó ya la idea del compromiso del creador, que sentía socialmente marginado, consagró definitivamente la concepción del pintor como intelectual, en las antípodas del artesano, y, por tanto, más preocupado por la calidad y eficacia de la idea manejada que por el virtuosismo técnico de su factura material. Ya entre los protagonistas de la vanguardia histórica nos encontramos con creadores sin obra, como Duchamp, que se definió por actitudes y estrategias analíticas y de esta manera pudo sobrevivir como personalidad influyente sin pintar un solo cuadro durante casi medio siglo. Con todo, la radicalización extrema de este tipo de línea fría, que encontró una progresiva legitimación al ampliarse y sofisticarse los medios técnicos de masas, con los que, obviamente, la cocina pictórica tradicional no podía en absoluto competir, llevó a posiciones exageradas, en las que se afirmaba que era absurdo, e incluso reaccionario, volver a coger un pincel.

Aunque este tipo de opiniones ya se escuchaban desde los tiempos gloriosos de la vanguardia histórica, entonces formuladas con un aire provocador, y consiguiendo, de hecho, producir fuertes escándalos, nunca lograron una expansión e influencia tan decisivas como en las décadas de los sesenta y setenta, ni tampoco habían logrado jamás, hasta ese momento, unos soportes técnicos tan completos. De manera que el pintor arrinconó el caballete y comenzó a trabajar con computadores, con toda clase de cámaras de fotografía, cine o televisión y con los materiales industriales más insólitos. Ser diseñador, escenógrafo, programador, etcétera, o llevar a cabo happenings, performances y toda clase de acciones temporales, varió el método de trabajo, pero, sobre todo, el papel de los artistas, que ya no se podían caracterizar con los viejos moldes clásicos de pintores o escultores.

La última gran ilusión revolucionaria de mayo del 68, que incidió principalmente en el área de la cultura y de las costumbres, excitó sobremanera la utopía artística, tanto en el aspecto de reconsideración crítica de la imagen del creador como en la búsqueda de medios democratizadores, no sólo de sus productos sino hasta de su propia experiencia. El viejo sueño romántico, actualizado por las vanguardias, de una sociedad artística o de una creatividad colectiva cobró entonces una inusitada vigencia. En estas circunstancias, pintar un cuadro convencional y entregarlo al albur de los oscuros intereses del mercado -que, según se decía, secuestraba y prostituía el mensaje de las obras- era poco menos que cometer un crimen de lesa irresponsabilidad.

Vueltas las aguas a su cauce, y a tenor de lo extremoso de las Ilusiones puestas en el empeño, a este frenesí visionario le sucedió un desencanto parejo, con ribetes de cinismo. Se comprobó la dificultad de superar las contradicciones denunciadas, la inviabilidad de romper con el mercado, la limitación del mensaje político del arte y la dificultad de introducir propuestas complejas a través de medios y tecnologías de difusión masiva. Por otra parte, tras un siglo de constantes invenciones y rupturas, el caudal de sorpresas era cada vez más escaso, no sólo porque era casi imposible hallar algo que no se hubiese ya probado sino porque la extensión informativa había llegado a un público más numeroso y más receptivo. La última gran e insuperable paradoja para los heraldos de la vanguardia radical fue la de su institucionalización social, subrayada por la proliferación de museos de arte contemporáneo, y la de su adecuación al mercado que logró hacer rentables algunos de sus más insólitos productos. Si a todo esto se añade, además, la posibilidad de una revisión del panorama de la evolución de las diversas propuestas de vanguardia (que se habían sucedido como alternativas absolutas pero que, en una segunda mirada crítica, eran consideradas a través de sus puntuales aportaciones formales, y, por consiguiente, perfectamente compatibles y complementarias entre sí en este nivel de lo relativo), se comprende que prosperaran actitudes más reflexivas, eclécticas y posibilistas.

Por último, aunque resulta odioso abusar del sociologismo y de las analogías fáciles, la crisis económica de los setenta, la nueva ideología del crecimiento cero, la sociedad del ocio, la calidad de la vida, el ecologismo antiindustrialista, etcétera, crearon una nueva mentalidad nada ansiosa de futuro, el talismán motor de la vanguardia, cuya razón de ser se basaba en el progreso indefinido y en el adelantarse al tiempo. Lentamente, a lo largo de los años setenta, al filo de la liquidación de las últimas propuestas de la vanguardia radical se volvió sobre muchos de los pasos perdidos. Se empezó entonces a oír, desde el punto de vista estético, que el gran combate emprendido por la modernidad no podía reducirse a unos contenidos concretos, sino precisamente a la conquista de una versatilidad expresiva infinita, cuya esencia liberadora no debía tener, por su naturaleza misma, una finalidad aglutinante, sino centrífuga, dispersadora. En una sociedad de crecimiento limitado e información masiva simultánea, en una aldea global, las estrategias de diversificación individual, el elogio de la diferencia; en una palabra: el estilo como contrapunto de las fórmulas y las tendencias, alcanzó una nueva fuerza.

Evitar las simplificaciones

Sin darme cuenta, al querer sintetizar la situación actual de la pintura me he visto embarcado en no pocas disquisiciones históricas y estéticas, pero lo he hecho para evitar caer en las simplificaciones, que, al amparo de la tan mentada crisis de la vanguardia y sus corolarios de posmodernidades varias, hoy se hacen. Aprovechar estas u otras coyunturas para afirmar, por ejemplo, que lo característico de la actualidad es la vuelta a la pintura, o, peor aún, que hoy lo que está de moda es el expresionismo figurativo, es, más allá de la comprobación empírica de unos tics del mercado, una simpleza. La cita inicial del modelo de la séptima Documenta de Kassel, que puede servir de cifra simbólica de muchas de las iniciativas que están teniendo lugar, tenía por objeto no sólo comprobar el surgimiento de un nuevo tipo de actitud en la valoración del arte moderno, sino apreciar en él la viabilidad de articulación escenográfica común de lo diverso.

Es cierto, no obstante, que el mayor triunfo social hoy de la corriente de figuración expresionista, en su versión más cruda, responde, en lo que tiene de técnica, actitud, método y emblemática más enfáticamente primitivos, a una reacción frente a la concepción artística inmediatamente anterior, que era analítica, objetivista, fría, sofisticada, progresista y despersonalizada. En cualquier caso, es un craso error, a mi modo de ver, pensar que la clave del futuro está en ésta o en cualquier otra fórmula de moda primada por el mercado. De hecho, ni tan siquiera este último hoy se dirige en exclusiva por una dirección tan marcadamente unilateral, aparte de que una interpretación inteligente y bien informada de la obra de los mejores expresionistas actuales, sean del país que sean, demuestra que su aparente salvajismo espontaneísta no es literalmente tal. Quiero decir que está condicionado por tradiciones locales muy concretas e intransferibles, es técnicamente virtuoso y contiene no poco de dispositivos analíticos manieristas muy complejos, que autorizan a hablar de una mirada en absoluto naïf, sino intelectualizada, sabia, culta y perversa. Nunca como ahora se ha propendido a lo decadente, irónico, retorcido, espectacular y efectista, de manera que nuestros bárbaros esteticistas son como esos bárbaros que nunca llegan del poema de Kavafis.

La situación internacional de la pintura en la actualidad, apoyada por la insólita receptividad social del arte como producto de consumo cultural masivo, es extraordinariamente dinámica y, sobre todo, más abierta que nunca. La libertad expresiva conquistada y el equipamiento a todos los niveles con el que cuenta hoy el creador puede resultar, sin embargo, un arma de doble filo. En nuestro país, sin ir más lejos, en el que, por diversas razones que no vamos a analizar aquí, se ha producido una fuerte crisis de identidad últimamente, la apropiación mecánica de ciertas fórmulas pictóricas prestadas está esterilizando la posibilidad de creaciones de auténtico interés, en un campo en el que la personalidad española ha tenido desde siempre un reconocimiento histórico singular. Un plato de lentejas puede servir muy bien para calmar un apetito circunstancial, pero nunca a costa de sacrificar todo un patrimonio. Para pintar hoy, y presumiblemente mañana, es preciso algo más que ilusión, porque nada hay más difícil que la aparente facilidad.

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