Tribuna:

La virtuosa burguesía de Estado

Cuando se inventó el Estado moderno se inventó también la Administración pública. La encomiable idea de introducirla trajo consigo un manojo de ventajas. No fue la menor de ellas el acoso al mundo feudal y su estrepitoso derribo. El Estado que se erigió para ocupar su lugar era un edificio dé dimensiones reducidas y menguadas pretensiones, si se comparan con las que hoy tienen. El nuevo ingenio confió a un cuerpo de administradores lo que hoy llamamos la función pública. Su misión era encargarse de asuntos rutinarios, desde la recluta de soldados hasta la distribución del correo, amén de la má...

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Cuando se inventó el Estado moderno se inventó también la Administración pública. La encomiable idea de introducirla trajo consigo un manojo de ventajas. No fue la menor de ellas el acoso al mundo feudal y su estrepitoso derribo. El Estado que se erigió para ocupar su lugar era un edificio dé dimensiones reducidas y menguadas pretensiones, si se comparan con las que hoy tienen. El nuevo ingenio confió a un cuerpo de administradores lo que hoy llamamos la función pública. Su misión era encargarse de asuntos rutinarios, desde la recluta de soldados hasta la distribución del correo, amén de la más impopular de las faenas, la recaudación de contribuciones. Frente a esa administración, la cosa pública quedaba en manos de una clase política que representaba a las gentes bienpensantes y que tenía como teatro al Parlamento, y como voluntad imperativa, un Gobierno responsable ante él. La esfera de lo privado -que cubría la creación de riqueza y los negocios de cada cual- era asunto de lo que vino en llamarse sociedad civil.La burocracia estatal fue un invento no desprovisto de un cierto moralismo. El desempeño del cargo según criterios específicos establecidos por los reglamentos daba al funcionario un caparazón de probidad, impersonalidad y desapasionamiento, que parecía augurar tiempos mejores para una humanidad avezada a siglos incontables de arrogancias señoriales y mandos arbitrarios. Claro es que la situación ideal no se produjo en país alguno, ni siquiera en Prusia, cuyos hijos suelen tomarse la vida tan en serio. (En el bienhadado Siglo de las Luces el reino de Prusia fue el primero en establecer una burocracia realmente moderna.) Ni siquiera fueron perfectos los funcionarios públicos y sus aparatos administrativos en tierras de inspiración calvinista, como Escocia, o luterana, como Suecia. Pero no cabe duda de que allí supieron conducirse con mayor decoro que en países más meridionales, como el nuestro, pongamos por caso, donde otras tradiciones y desconfianzas ancestrales convirtieron a la Administración en pasto de parásitos, fuente de patronazgo, esperanza de cesantes y motivo de sonrojo nacional.

Aparte de estas menudencias, en todas partes la función pública, a pesar de sus pretensiones de justicia y racionalidad, reflejó y perpetuó la desigualdad predominante. Los de arriba tenían mayor acceso a sus altas esferas, y los de abajo, o no lo tenían o alcanzaban sólo puestos de ujier, bedel o amanuense. Las impacientes y ubicuas clases medias, no obstante, consiguieron en muchos casos colonizar estratos altos de la Administración, merced a la menor necesidad que las altas sentían por ocuparlas. Andando el tiempo, la burocracia se estratificó de una manera asaz rígida, con sueldos que venían a corresponder a los ingresos de cada clase y modos de acceso que también correspondían a cada estamento.

Pero esta situación, a partir de la primera guerra mundial, se hizo inestable. El crecimiento continuo del Estado, su incipiente transformación en aparato, por un lado intervencionista y, por otro, asistencial, es decir, su redefinición pública en nuevos términos de legitimidad, creó una Administración vasta y compleja. Por un lado, los Estados más avanzados comenzaron a reclutar su personal experto y administrativo en todos los niveles, a la busca y captura de un bien escaso: la profesionalidad y el talento combinados. Los exámenes competitivos que hacía siglos habían introducido los chinos para consolidar el mandarinato se convertían así en los ritos de paso para crear el nuestro. Hoy en día la absorción de profesionales altamente cualificados (y su educación posterior mediante cursos y nuevos exámenes) es ya normal en todos los Estados avanzados. Los cargos meramente políticos (si es que la expresión puede pronunciarse sin ironía) tienen que habérselas, cada vez más, con un alto funcionariado capaz, experto y, cómo no, celoso de sus privilegios.

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-Si examinamos la situación un poco más de cerca veremos que hay dos géneros de cuerpos de funcionarios, que se suelen interpretrar. En primer lugar, existe el funcionariado con espíritu de cuerpo, cuya base es exclusivamente la rama misma del aparato de Estado por él controlada, y que se ve a sí mismo (y, a no dudarlo, lo es en varios casos) como profesión especializada, dotada de una ética o mentalidad a ella específica. Los militares son el más claro ejemplo. En segundo lugar, hay un alto funcionario, procedente de otras profesiones, que ocupa y monopoliza el acceso a un ministerio o rama ministerial. La relación simbiótica entre médicos y Sanidad, ingenieros de minas o caminos y Obras Públicas, ingenieros agrónomos y Agricultura son características. Esta relación de acceso privilegiado o de infeudación puede llegar a ser preocupante, hasta en países como Francia, en que la Administración es eficaz y, vista desde otras latitudes, hasta modélica.

La identificación de los cuerpos de funcionarios con ciertos estamentos profesionales en España, y el poder de los primeros de atribuir cargos dentro de la Administración se fue consolidando con el tiempo. El largo régimen del general Franco no hizo sino refrendar una tradición de feudalización del aparato estatal: el reparto corporativo de cargos vino a ser uno de sus rasgos más conocidos. No es de extrañar que el Gobierno actual, en su celo reformista, haya decidido poner fin a esta anacrónica situación. Tengo para mí que la reducción y refundición de cuerpos funcionariales y otras mudanzas no van a acabar del todo con el poder monopolista de los cuerpos profesionales, pero no hay duda que el ministro de la Presidencia ha hecho bien en asir esta ortiga: hasta las asociaciones sindicales independientes de funcionarios, que se oponen a la proyectada ley, dicen ser los primeros interesados en la reforma, aunque, naturalmente, la deseen distinta.

Dice el ministro que la nueva reglamentación despolitizará la función pública (los funcionarios que se resisten dicen exactamente lo contrario) y añade que con ella se va a evitar que los cargos sigan distribuyéndose a dedo, como se solía. Es aquí donde el ciudadano querría que se le aclararan un poco más las cosas. Como bien se sabe, el poder no es nunca neutral. Los mismos criterios de máxima objetividad para el acceso a los puestos más delicados del funcionariado obedecerán siempre a criterios que reflejen una visión del poder y de las atribuciones de cada persona que haya de ejercerlo. Con el auge del poder tecnocrático de los altos funcionarios de cargo permanente, los políticos electos (los ministros, por ejemplo) se convierten en rehenes de su propia ignorancia. Desde el momento en que ocupan sus poltronas se hallan en buena medida a la merced de los servidores perennes del Estado. Pocas y preciosas son las oportunidades históricas en que los legisladores tengan la oportunidad de plantearse en serio los problemas de gobierno y de democracia que surgen de esta situación. Ahora estamos ante una de ellas.

Los Estados no se desmantelan a sí mismos. Al contrario. Y en cuanto a las revoluciones, por ahora no han hecho sino acrecentar las burocracias, sobre todo en su fase de resaca. Ya que en España se ha optado cuerdamente por el reformismo, hágase bien. Percatémonos de que la desmesura del Estado contemporáneo hace que él mismo genere unas clases y estamentos privilegiados. Había antaño una burguesía, propietaria directa o indirecta del Estado. Sin embargo, el Estado pertenece hoy a secciones más variadas de la sociedad, aunque de modo asimétrico y con prerrogativas para los unos y desventajas para los otros. Y su poderío y extensión han creado una burguesía estatal. Se caracteriza ésta, no ya por su propiedad privada, sino por su acceso permanente, numerario y con escalafón, al aparato de Estado. La nueva burguesía de Estado ha heredado la pretensión virtuosa de servicio altruista (servicio público) como legitimación de su próspera existencia. Pero la ciudadanía, que es la que, al fin de cuentas, la sostiene, tiene derecho a mirar las cosas con un adarme de escepticismo. La ciudadanía espera que la reforma acabe con los toscos patronazgos y las sórdidas sinecuras de ayer, que con tanto ingenio y destreza se resisten hoy. Y por ello mismo espera que no sean precisamente los gobernantes quienes en nombre de la reforma consoliden una nueva, irresponsable y prepotente burguesía de Estado.

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