Tribuna:

El fiasco del fisco

La declaración de la renta, un rito anual que produce angustiosas y curiosas situaciones

Aquel reloj de la Delegación de Hacienda marcaba siempre las siete en punto. Esto daba mucha tranquilidad, sobre todo a partir de las 10.30 horas. Miles de contribuyentes se sumergían en el desconcierto del inmenso vestíbulo y formaban largas colas en todas las direcciones. Unas eran colas centrífugas, y otras, centrípetas. A veces ascendían y a veces descendían caprichosamente como cascadas por las escaleras. El avance era muy lento y también había atascos. Los pies del público se arrastraban sobre alfombras de colillas y sorteaban paquetes de impresos para la declaración. En la venta...

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Aquel reloj de la Delegación de Hacienda marcaba siempre las siete en punto. Esto daba mucha tranquilidad, sobre todo a partir de las 10.30 horas. Miles de contribuyentes se sumergían en el desconcierto del inmenso vestíbulo y formaban largas colas en todas las direcciones. Unas eran colas centrífugas, y otras, centrípetas. A veces ascendían y a veces descendían caprichosamente como cascadas por las escaleras. El avance era muy lento y también había atascos. Los pies del público se arrastraban sobre alfombras de colillas y sorteaban paquetes de impresos para la declaración. En la ventanilla de ingresos, la que está al lado de una especial para bingos, un gitano depositaba 30.000 duros seguido de su parentela. Ellos iban con gorra y bastón colgando del antebrazo. Ellas llevaban al lactante en el pezón. El que venía detrás en la misma cola les preguntó: "Qué, ¿tributando la tribu?". Y el jefe de la tribu, con las facciones afiladas por los dos lados, contestó: "No, señó, una fianza que nos han pedio por un daño; no vea, el becerro de oro".

Algunos contribuyentes entraban en el edificio con paraguas abierto. No es que el día fuera demasiado lluvioso. Es que al llegar a la Hacienda, como dijo uno, empiezas a meter la pata. El día era regular. De esos días en los que no quiere uno incrementar el patrimonio con más rendimientos de trabajo personal.

Para muchos el calvario empezaba en la cola de impresos. Y no tanto por la espera como por la conversación que la acompañaba. "Ah, ¿pero usted no puso la deducción de 12.000 pesetas por hijo el año pasado? Pues la ha hecho buena. La hizo mal", decía un padre a otro padre. Y el otro padre aún la quería más simplificada: "Oiga, señor, ¿es que no me puede dar otra más sencillita? ¿Ha de ser esta de cinco duros y tan liada?".

"El Corte Inglés no desgrava"

En las circunstancias actuales no parecía oportuna la protesta. No conviene mentar la soga en casa del ahorcado. Cara de eso ponían muchos al recibir los formularios. Y que no se agoten. Porque el ilustrísimo señor delegado ya estaba al acecho: "¡No nos faltarán! ¡Tendremos los que hagan falta! ¡Si es preciso mandar más camiones a Madrid para traer más toneladas de impresos, los mandaremos incluso por la noche!".La planta superior aventajaba a la planta baja en todos los órdenes y desórdenes. Metidos en una especie de pista circense, media docena de funcionarios del cuerpo especial de gestión, con otros refuerzos cerca, atendían consultas de los contribuyentes, cuya cola daba la vuelta por la gran naya, desde la que se veía el patio central. Dijo uno de estos funcionarios, agarrado a la calculadora: "Es agobiante, cinco horas seguidas contestando preguntas y preguntas. ¿No me desgrava algo el frigorífico? ¿No era deducible si pintaba la casa? ¿Y la boda de la hija?".

Este funcionario, de 30 años, con aspecto de bastantes más, rogaba al público que permaneciera detrás de unas separaciones algo ficticias para que él, como sus colegas, pudieran atender un caso tras otro, 40 de promedio en esas cinco horas. Y el trabajo parecía arduo: "O sea, que las compras a plazos del Corte Inglés me dice usted que no me desgravan ni me rebajan nada. ¡Qué vergüenza!", gritaba una señora. La de atrás ya estaba amenazante: "Deja, deja que entre yo y verás: ya me han dicho que la lápida de mi difunto Cornelio sí que desgrava, a ver qué me contestan éstos, y la reforma de la terraza también".

El experto del cuerpo de gestión lamentaba tanta incultura: "No quieren que les salga positiva y no quieren pagar y se te enfadan y te llaman cabrón, así, me llaman cabrón, como el tipo de ayer que me decía que me iba a matar. ¡A mí! ¡Yo no tengo la culpa de que les salga positiva!"

En esta cola de los que van a por lana y salen trasquilados había una señora haciendo calceta y daba sus pasadas de punto una hacia declaraciones y otra a liquidaciones, y dijo: "Yo soy viuda y no me puedo gastar 3.000 pesetas en gestorías, y no tengo ese primo que todos tenemos y que te ayuda, así que vengo aquí y esos muchachos que ha puesto el Gobierno me echan una manita mientras yo sigo con el punto, que hay que ganarse la vida".

También había pícaros que utilizan estos servicios para afirmarse en su intrusismo profesional: "Mire, ése no es gestor ni nada, pero trae declaraciones aquí y las contrasta con el experto, gratis, y luego cobra al cliente", dijo un funcionario.

Subidas de tensión y jeringuillas

De pronto se oyó un batacazo. ¡Un contribuyente al suelo! Lipotimia de origen fiscal. Y lo llevaban dándole aire hasta el botiquín, donde la ATS le atendió: "Señor, espabile, abra los ojitos; no pasa nada, señor". Pero el señor tenía 22 de tensión, tenía un patatús y al recobrarse musitaba, tembloroso: "¡Me sale por una barbaridad! ¡Yo eso no lo puedo pagar; píncheme algo!".Más tarde, la misma ATS recorría la segunda planta en busca del portero mayor, con la jeringuilla en la mano. Pero el portero se había ido. Entonces un funcionario, que ganó la oposición en 1934, vino hasta ella y le suplicó: "Guapita, oye, si son vitaminas me las pones a mí, que el estrés ya no lo aguanto". Y comenzó a aflojarse el cinturón.

Sin embargo, eran, en la mayoría de los casos, simples ataques de nervios, desvanecimientos por guardar cola tantas horas y el shock de las cifras de la declaración. La Guardia Civil subía en volandas hacia el botiquín a un pobre contribuyente con las narices llenas de sangre: "¡Por Dios, ¿qué se hizo usted?", preguntó la sanitaria con la botella de alcohol en alto; "¿ha sido otra vez la puerta giratoria? ¿Qué fue?". Lo que fue lo explicaron los guardias: "Aquí, el caballero, parecía un poco nervioso al salir y, con perdón, se escornó en la cristalera de abajo".

Un empresario preguntaba por los lavabos, para él y para su secretaria. Él no tuvo problemas: pudo dejar constancia, cómodamente, de su líquido imponible. Pero no así ella: "No hay retrete de señoras, cuando pusieron el botiquín tuvieron que quitarlo", dijo la ATS señalando a la calle. Como no daba tiempo para ese recorrido la introdujeron en los aseos de caballeros a tarifar.

El 'peinado fiscal'

Un ordenanza, sentado frente al despacho del tesorero, mordisqueaba su bocata de chorizo cuando un inglés se le acercó sigiloso. Pedía billetes para el expreso de Irún. El ordenanza puso los ojos en blanco y, sin abandonar la masticación, dijo: "Eso es lo que nos faltaba aquí en estos días, vender billetes a los ingleses, y que venga el revisor, ¿eh mister?". El inglés dio la media vuelta y se alejó hablando solo, como uno de los abogados del Estado que iba adentrándose en su largo pasillo de la abogacía, con legajos bajo el brazo, y era un estado dentro de otro estado. El rincón de los amillonados que más tiemblan por la gabela.

No lejos de allí los subinspectores conversaban fuera de sus habitáculos sobre el célebre peinado fiscal. Gracias al peinado fiscal por barriadas la alarma había cundido y la masa contribuyente propicia al fraude empezaba a reaccionar. Pero también había casos de cierto patetismo. Y daba pena: "Me tocó un sector y de pronto me presenté en una sastrería, y el sastre estaba encantado; era el primer cliente que le aparecía en tres semanas. De poco le serví. Le dije que era inspector de Hacienda y el tío casi se desploma, casi se queda en los forros; pobrecillo".

Pero el pueblo reaccionaba. El español empezaba a comprender que "si él no viene vamos nosotros. Como Mahoma y la montaña. Hay mucho que peinar".

Aunque el reloj siguiera marcando las siete en punto, se hicieron al fin las 14.30 horas y la Delegación iba de cierre.

Con el porte seguro y digno de un maestre racional, el delegado del Tesoro se asomó una vez más a la galería. Los funcionarios funcionaban. La cosa iba bien. "Esta vez no nos va a pillar el toro, ni hablar; en cuanto bajen las existencias de impresos, ¡camiones a Madrid!, y más impresos para declarar".

Un mendigo muy privado de todo pedía limosna a las puertas del erario público. Daba las gracias con un "¡Dios se lo pague!" a aquellos que algo le daban. Cuando pasó un contribuyente sin dar, el mendigo gritó: "¡Pues que Dios se la pegue, y en toda la cresta!".

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