Tribuna:FIESTAS DE SAN ISIDRO

Calle y teatro

El teatro sale a la calle, que es un teatro. Madrid ha cambiado, con el tiempo, unos cuantos valores espectaculares que tenía, de los tiempos en que la operación era inversa y se llevaba la calle al teatro. Que era una calle. O era un corral, corral de comedias. Una gran parte de las escenas del teatro del Siglo de Oro se desarrolla en las calles; calles de lances, de tapadas y embozados, de mujeres vestidas de hombre, de encuentros fortuitos, de desafíos, de acuchillados en una esquina sin luz, de ventanas enrejadas a las que asoma la dama equivocada para prometer algo a un galán que no es, p...

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El teatro sale a la calle, que es un teatro. Madrid ha cambiado, con el tiempo, unos cuantos valores espectaculares que tenía, de los tiempos en que la operación era inversa y se llevaba la calle al teatro. Que era una calle. O era un corral, corral de comedias. Una gran parte de las escenas del teatro del Siglo de Oro se desarrolla en las calles; calles de lances, de tapadas y embozados, de mujeres vestidas de hombre, de encuentros fortuitos, de desafíos, de acuchillados en una esquina sin luz, de ventanas enrejadas a las que asoma la dama equivocada para prometer algo a un galán que no es, para confundir señores con criados, para sobornar, para celestinear, para amar, para desesperarse. Las casas eran sigilosas, guardadas, receladas, enrejadas, morunas; y una gran parte de la intriga consistía en hallar la manera de pasar de la calle a la casa: para amar a la dama, para burlar al marido, para convencer al padre. O para aproximarse a la riqueza.Se llegaba de la provincia y se era paseante en corte. Se paseaba para encontrar alguien o algo y comenzar la trama de una vida. Se salía de las casas para representar. Disfrazado, vestido de calle: para la calle era la moda, como imitación de unos a otros, sobre todo de los que eran a los que no eran. El hidalgo pobre preparaba su barba con algunas migas de pan para fingir la comilona que nunca existió; la dama se remozaba con el afeite; se pedía prestada la calesa o el criado. Hasta los que eran representaban que lo eran para poder ser creíbles.

En el siglo XIX, aun a principios del XX, la calle teatral cambió algo. Las casas populares, incómodas, pequeñas, superpobladas por el afán ciego de natalidad de los menesterosos, sacaban a la calle a sus habitantes con su lenguaje. Es la época del sainete. El corro de vecinos, el patio de corredores (la calle dentro de la casa), la maledicencia y los celos repetían en pequeño y como en burla las intrigas anteriores: el pundonor como traslado del honor, la ley del como ha de ser, la buena fama, la resignación, la humildad, la conformidad, la pequeña rebeldía fracasada. Los hijos del barbero de la esquina querían ser estrellas (Las estrellas, de Arniches), y se les veía llegar (por la calle) fracasados: maltrecho el que quiso ser torero, pedreada la cupletista.

Ahora la calle es otro escenario. La demograria y la inmigración han hecho de la ciudad otra cosa, y la calle está para salvar distancias. Se va en automóvil, pero en cualquier semáforo asoma por la ventanilla el personaje del mendigo con su niño, quizá de atrezzo. Hay otro pueblo, pero cumple su representación. Todavía el que anda puede ver la pareja de novios abrazada en el portal representando el amor, cuchicheando; el travestido, ahuyentado y en guardia; las putillas jovencitas y los chulos adolescentes, en las esquinas donde la escenografía es adecuada; el burgués huidizo que se asusta a sí mismo con la inseguridad ciudadana; el grupo de borrachos a la luz del farol; la vendedora de chistes de amor o el amaestrador de perros en la cola de los cines de domingo; el músico ambulante, los vendedores de puestecillo, las gitanas de las flores. Pasa el zigzag de la tragedia; la ambulancia, con su sirena excesiva, que mezcla su sonido con el saxofonista callejero. Los viejecitos en el banco a las horas de sol; la cola de Jesús de Medinaceli -tan fascinante para Umbral-; los grupos nocturnos de hombres con perro; las porteras que sacan a la calle sillas para las vecinas; las estatuas de los reyes godos, que representan incesantemente al comendador, la soledad del corredor de jogging; la capillita de la calle de Hortaleza; las colegialas hacia su autobús... La sopa boba, los recogedores de papel y de cartón, los que miran en las papeleras y se disputan a navajazos su contenido, la caravana hacia el chalé, la plaza del Dos de Mayo, los coros regionales en la plaza Mayor, los jugadores de petanca en el parque del Oeste, los sordomudos dela calle de San Bernardo, los ciegos de Barquillo, los ciclistas de Fuencarral, el loco matinal, el pregón megafónico del quincallero, los papanatas ante el escaparate de los televisores, el borracho sobrante agarrado al farol, el zoco de la plaza de San Ildefonso, los paseos de los barrios, la mirada astuta del tomador del dos.

Todo el teatro de la calle, que en estos días rodea el teatro en la calle. Y le da su propia lección.

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