Editorial:

Una ley electoral democrática

LAS PECULIARIDADES del proceso constituyente y el irregular escalonamiento de la creación de las comunidades autónomas han contribuido a fijar un calendario electoral agobiante. Recién celebrados los comicios del País Vasco y de Cataluña, separados por dos meses de intervalo, las urnas funcionarán de nuevo en el otoño de 1985 para las elecciones gallegas y en la primavera de 1986 para las andaluzas, antes de que los ciudadanos sean convocados, en la primavera de 1987, para renovar los ayuntamientos, las diputaciones y los parlamentos de las comunidades autónomas aprobadas por la vía del artícu...

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LAS PECULIARIDADES del proceso constituyente y el irregular escalonamiento de la creación de las comunidades autónomas han contribuido a fijar un calendario electoral agobiante. Recién celebrados los comicios del País Vasco y de Cataluña, separados por dos meses de intervalo, las urnas funcionarán de nuevo en el otoño de 1985 para las elecciones gallegas y en la primavera de 1986 para las andaluzas, antes de que los ciudadanos sean convocados, en la primavera de 1987, para renovar los ayuntamientos, las diputaciones y los parlamentos de las comunidades autónomas aprobadas por la vía del artículo 143 de la Constitución. Dentro de ese período, los españoles tendrán también que elegir a los diputados y senadores de las Cortes Generales, bien sea por agotamiento de los plazos de la legislatura (en el último trimestre de 1986), bien sea por disolución anticipada de las Cámaras. Y, para colmo, se halla todavía pendiente la fecha del referéndum sobre la OTAN, presumiblemente situada -caso de que el Gobierno no se eche atrás de su compromiso- en los primeros meses de 1985.De esta forma, los españoles serán anualmente movilizados como votantes activos o solicitados como espectadores pasivos, con el riesgo de que ese ininterrumpido bombardeo propagandístico termine por aburrir a la sociedad y por favorecer el abstencionismo. La tendencia de los partidos a transformar cualquier convocatoria autonómica o municipal en una cita de alcance político general, mediante la intervención de los máximos líderes de cada fuerza política y la discusión de los grandes asuntos de Estado, carga de tensión inútil esas campañas. Pero la costumbre de extrapolar los resultados de las elecciones autonómicas o locales para calcular el desgaste del Gobierno o valorar las posibilidades de la oposición es casi inevitable. En tal sentido fueron interpretados los comicios municipales de la primavera pasada y las elecciones autonómicas vascas y catalanas; y así serán interpretadas las convocatorias de Galicia y de Andalucía. Este obsesivo clima electoral obliga a recordar que, casi año y medio después de inaugurada la tercera legislatura democrática, el Gobierno guarda silencio sobre la nueva ley electoral, pese a la obligación de dar cumplimiento a un mandato constitucional pendiente de desarrollo desde la promulgación de nuestra norma funda mental. Las Cortes de la anterior legislatura, disueltas antes de concluir los cuatro años, no llegaron siquiera a esa tarea, con la secuela de que las elecciones del 28-O tuvieran que celebrarse al amparo de un decreto-ley promulgado en marzo de 1977, cuyo texto contiene incluso referencias a los sindicatos verticales. En aquella ocasión fue preciso realizar una interpretación extensiva de la disposición transitoria octava de la Constitución, prevista en realidad para la disolución anticipada de las Cortes Constituyentes. El evidente que las cuartas elecciones generales de la España democrática no podrán, o no deberían, convocarse con un decreto-ley de la etapa predemocrática.

Sucede, además, que las normas electorales en vigor cumplen de forma sólo parcialmente satisfactoria el mandato constitucional. Para mencionar únicamente el caso del Congreso, el artículo 68 de la Constitución, además de establecer el sufragio universal, libre, igual, directo y secreto y de fijar como circunscripción electoral la provincial ordena que las elecciones se verifiquen .atendiendo a criterios de representación proporcional". Sin embargo, la representación mínima -tres diputados- asignada a cada provincia por el decreto-ley de 1977, las abultadas diferencias demográficas entre las circunscripciones y la actual composición -350 miembros- del Congreso castigan a las regiones más pobladas y hacen desigual el sufragio. Así, un diputado representa a 30.000 o a 150.000 habitantes según sea elegido en Soria o en Barcelona. La aplicación de la ley de D'Hondt premia a los grandes partidos o coaliciones y perjudica a las formaciones intermedias. Finalmente, el procedimiento de las listas cerradas y bloqueadas fuerza a los electores a votar a ciegas los nombres propuestos por los partidos y les impide expresar sus preferencias o sus rechazos por los candidatos individuales. El Gobierno y su mayoría parlamentaria tienen el deber y la oportunidad de adecuar el contenido de la nueva ley a los principios constitucionales. La normativa electoral es, no obstante, una poderosa herramienta de ingeniería política, capaz de reforzar las tendencias al bipartidismo o de abrir oportunidades a las opciones intermedias. Tal vez ésta sea la razón del silencio del Ejecutivo, indeciso ante el camino a seguir en el futuro. De la nueva ley electoral dependerá en buena medida el surgimiento de una formación de centro-derecha capaz de competir con mínimas garantías de éxito en los próximos comiclios y de convertirse en el embrión de esa alternativa de poder que los socialistas dicen echar de menos.

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