Editorial:

El 'descubrimiento' de New Hampshire

LAS ELECCIONES primarias norteamericanas, en las que los aspirantes a la candidatura presidencial miden fuerzas y tratan de acumular una renta de compromisarios con la que presentarse a la convención de su partido -el demócrata o el republicano- en la que se elegirá candidato a la presidencia del país, tienen tanto de espectáculo -de gran cabalgata donde la competencia en las urnas se convierte en una superproducción de carácter comercial- como de carrera de obstáculos en la que los contendientes ponen a prueba su capacidad de resistencia, su madera de presidente.Tradicionalmente, esa p...

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LAS ELECCIONES primarias norteamericanas, en las que los aspirantes a la candidatura presidencial miden fuerzas y tratan de acumular una renta de compromisarios con la que presentarse a la convención de su partido -el demócrata o el republicano- en la que se elegirá candidato a la presidencia del país, tienen tanto de espectáculo -de gran cabalgata donde la competencia en las urnas se convierte en una superproducción de carácter comercial- como de carrera de obstáculos en la que los contendientes ponen a prueba su capacidad de resistencia, su madera de presidente.Tradicionalmente, esa prueba, tanto de fotogenia como de programas -o aún más de lo primero que de lo segundo- , está reservada para los aspirantes, para los que retan al titular de la Casa Blanca, quien, si no ha agotado los mandatos presidenciales y, por tanto, puede presentarse a la reelección, tiene su designación asegurada sin necesidad de extenuarse en el vía crucis de las primarias.

No son infrecuentes, por otra parte, los vuelcos en esa carrera por etapas, favorecidos por las muy diferentes características de los Estados donde estas elecciones se celebran. A mayor abundamiento, las primarias se disputan únicamente dentro del bloque de electores registrados de cada partido, de forma que sólo demócratas, como el martes en New Hampshire, votan a candidatos demócratas, con lo que, en vez de tener una prueba mejor o peor de lo que piensa la generalidad de los electores de cada candidato, se tiene sólo una apreciación del seguimiento eventual de los aspirantes en un segmento muy específico de la opinión. Como consecuencia de ello, el eventual vencedor de las primarias no tiene por qué ser necesariamente el mejor capacitado ante la totalidad del electorado para ganar en las presidenciales de noviembre.

Esa especulación se había venido haciendo con lo que parecía neta ventaja de salida del candidato demócrata Walter Mondale sobre todos sus rivales, argumentando que, aunque obtuviera la designación para enfrentarse al presidente y candidato republicano, Ronald Reagan, quizá un hombre como el ex astronauta John Glenn, con mucha menos fuerza en el Partido Demócrata -que escasamente lo ve como representativo deja gran coalición de minorías que es desde los tiempos de Roosevelt-, sería, sin embargo, más apto para enfrentarse al populismo derechista del presidente. Al mismo tiempo, el triunfo clarísimo de un típico outsider, Gary Hart, en la primera, elección prirnaria, celebrada en New Hampshire, sobre Mondale y el resto del parque de competidores refuerza esta teoría.

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Si Gary Hart llegara a consolidar esta primeriza ventaja sobre un amargamente decepcionado Mondale, sería, al decir de todos los observadores, un competidor fácil para Reagan, quizá tanto como lo fue el veterano liberal del Partido Demócrata George McGovern en las elecciones de 1972 contra Richard Nixon. Cierto es también que lo más probable es que para conseguir la designación del partido únicamente por medio de las primarias es sumamente difícil, porque exigiría ir al copo de una gran mayoría de éstas, de forma que suele ser en las convenciones de los partidos donde el grueso de compromisarios no elegidos en estas elecciones preliminares acaba dando la victoria a uno de los aspirantes. A la vista de la relativa debilidad del Partido Demócrata ante la cita de noviembre, no sería impensable que las fuerzas de los principales contendientes para la designación llegaran en orden disperso, obligando a la convención a elegir a un candidato de compromiso.

Cuando Barry Goldwater, senador por Arizona y representante de la extrema derecha del Partido Republicano, fue elegido candidato de su partido para enfrentarse en 1964 al presidente demócrata Lyndon Johnson, contienda en la que fue estrepitosamente derrotado, se argumentó que los republicanos daban la elección, en cualquier caso, por perdida, y preferían sacrificar a un candidato sin futuro antes que exponer a uno de sus barones centristas a un vapuleo devastador. Otro tanto pudo decirse cuando McGovern probó suerte, con la misma escasa fortuna, esta vez en representación de la izquierda demócrata.

Si Gary Hart, el descubrimiento de New Hampshire, fuera elegido por la convención -no ya exclusivamente por los electores de las primarias- para enfrentarse a Reagan, ello parecería indicar que el Partido Demócrata no tiene prisa en hacer antesala otros cuatro años.

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