Tribuna:

La poesía, esa botella al mar

En un programa de radio le preguntaron hace pocos días a un prestigioso editor español por qué no publicaba libros de poesía, y él respondió: "No, eso que lo hagan otros. La poesía no se vende". Creo que la poesía arrastra desde siempre esa mala fama. Uno tiene la impresión de que, en casi todos los países y lenguas, los editores se trasmiten este susurrado santo y seña: "La poesía no se vende". Y así van convenciendo a todos: a los críticos, a los libreros, a los demás editores, a los traductores, a los lectores potenciales y, por supuesto, a los poetas. Éstos terminan escribiendo sus poemas ...

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En un programa de radio le preguntaron hace pocos días a un prestigioso editor español por qué no publicaba libros de poesía, y él respondió: "No, eso que lo hagan otros. La poesía no se vende". Creo que la poesía arrastra desde siempre esa mala fama. Uno tiene la impresión de que, en casi todos los países y lenguas, los editores se trasmiten este susurrado santo y seña: "La poesía no se vende". Y así van convenciendo a todos: a los críticos, a los libreros, a los demás editores, a los traductores, a los lectores potenciales y, por supuesto, a los poetas. Éstos terminan escribiendo sus poemas como si arrojaran una botella al mar.Los lectores entran a las librerías y dan muchas vueltas antes de decidirse a hojear y comprar un libro de poemas, tal vez porque se sienten casi culpables al interesarse por un artículo tan menospreciado. En las mesas de novedades hay de todo, o sea: novelas, ensayos políticos, biográficos, más novelas, ciencia-ficción, libros de cocina, novelas policíacas, libros para niños, diccionarios, manuales, más novelas. Raras veces poesía. El librero, consciente de que se trata de un género poco menos que furtivo, prefiere esconderlo en anaqueles remotos o innacesibles, y, si tiene por norma acomodar los volúmenes por orden alfabético de autores, pone a Pere Gimferrer en la M y a Claudio Rodríguez en la F, a fin de asegurarse de que no serán encontrados.

Quizá sea cierto que la poesía no se vende o que se vende menos que otros géneros literarios. Pero ¿no podría venderse mejor? ¿Alguna editorial se ha propuesto dedicar a la poesía los mismos fondos que consagra a publicitar sus libros comercialmente preferidos, que, por supuesto, son siempre novelas? En América Latina hay libros de poesía contemporánea que han alcanzado tantas ediciones como una novela de buena tirada. Baste mencionar los casos de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda; los Poemas humanos, de Vallejo, o El son entero, de Nicolás: Guillén. Sin embargo, siempre: que se forja un innegable éxito de poesía, casi nunca obedece a una planificación publicitaria, sino a un espontáneo movimiento del público.

Afortunadamente para la poesía, a nadie, ni siquiera a la más sofisticada de las computadoras, se le ha ocurrido montar para una obra poética un aparato de ornato y de lanzamiento como el que se estila en Estados Unidos y otras potencias editoriales para sus más ruidosos best-sellers. La poesía ha sido hasta ahora un territorio libre de shock publicitario. Se ha decidido que no es un género rentable, y, en consecuencia, nadie organiza ni financia equipos (tal como se hace con los Ken Follett que en el mundo ha sido) que busquen datos, temas y otros materiales accesorios para ser facilitados en bandeja al poeta de turno.

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O sea, que no todas son desventajas en el escaso interés empresarial por la poesía. Tampoco el desinterés es tan compacto. Siempre, en cualquier país, hay gentes (por lo general, buenos lectores de poesía) que se conduelen de la soledad y el aislamiento de los poetas, y los editan a sabiendas de que no les van a proporcionar buenos dividendos. En España se da incluso el caso excepcional de editoriales que publican exclusivamente poesía, y al parecer no les va tan mal.

El único factor de lanzamiento que a veces roza a los poetas es el derivado de los grandes premios (Nobel, Cervantes), pero éstos suelen llegar cuando el poeta ya tiene una vasta obra publicada y ha adquirido por sí mismo un núcleo de lectores consecuentes. No obstante, esa indefensión profesional en que trabaja el autor de poesía, paradójicamente, le otorga más independencia que a los cultores de otros géneros. No hay en su caso editor que lo apremie ni oferta que lo tiente. Aun en los países en que rige la implacable censura, ésta suele ser menos rigurosa con la poesía, en unos casos porque no la entiende, y en otros porque la desprecia. Ante la censura, el poeta corre el riesgo de que lo invada el tedio, pero, como escribió Bergamín, "el aburrimiento de la ostra produce perlas".

La filigrana del amor

En la poesía puede haber invención, no autoengaño; puede haber influencia, no contagio. Es el género de la sinceridad última, irreversible. En los géneros narrativos, la simulación, la. ambigüedad, el artificio, los señuelos y hasta las trampas pueden llegar a ser virtudes literarias, porque allí es todo un mundo el que se corporiza y canaliza, y la diversidad es una ley de su funcionalidad artística. En cambio, el fariseísmo, la mojigatería, la insinceridad, en fin, suelen no corresponderse con la poesía. Un poema puede ser luminoso como en Alberti, u oscuro como en Lezama Lima, pero si ambos son genuinos es porque bajo la claridad del uno o las tinieblas de otro hay un común denominador: el entrañable fluir de los sentimientos, las convicciones y las búsquedas.

El arte sirve, entre otras cosas, para contar aproximadamente la historia. Es posible que sepamos más y mejor del Perú precolombino y colonial por los Comentarios reales del inca Garcilaso, o de los usos y costumbres de la Francia decimonónica por la Comedia humana, de Balzac, que por los respectivos e inevitablemente esquemáticos manuales de historia.

La poesía también sirve como testigo de cargo y de descargo, pero más que a los hechos concretos se atiene a los procesos espirituales, a la marea de las ideas y las sensaciones. Es el atestado de la sensibilidad, digamos la historia más recóndita, la que no transita por las amplias calzadas, sino por los atajos clandestinos. Sin embargo, no hay veredicto sin poesía. La marginalidad a que se la somete le otorga una libertad incanjeable. Pero la poesía no acepta esa exclusión, y se introduce, con permiso o sin él, en la trama social. Da su versión exenta y subjetiva, no sólo de un capítulo de la historia, sino de la repercusión que ese determinado tramo posee para un individuo. Quizá no sepa pormenorizar los odios descomunales, como hace inmejorablemente la novela, pero, en cambio, construye con pericia los arabescos y las filigranas del amor.

Contradiciendo a todos los arúspices, ni la novela ni la poesía morirán, pero sus rumbos, aunque a veces se crucen y recíprocamente se influyan, son diversos. A la novela la llevan en andas. La poesía, en cambio, ha aprendido a valerse por sí misma: a preguntar, aunque nadie le responda; a responder, aunque nadie le pregunte. Más o menos como ocurre con los pueblos.

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