Tribuna:El asno de Buridán

Posturas, fórmulas, modos

Los teóricos de la sociología y la filosofía políticas llevan muy largos años discutiendo sobre los mecanismos que pudieron conducir a la formación del Estado y el papel que en tal ocasión vino a representar el contrato social. Las posturas son encontradas, claro es, y las interpretaciones, múltiples; pero todas tienen presentes las ventajas que un grupo puede ofrecer comparado con la originaria situación de supuesta anarquía. El que existiese alguna vez la situación que menciono -y la posibilidad de que el contrato social, sobre entelequia útil para fundamentar el Estado, pudiera haber sido e...

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Los teóricos de la sociología y la filosofía políticas llevan muy largos años discutiendo sobre los mecanismos que pudieron conducir a la formación del Estado y el papel que en tal ocasión vino a representar el contrato social. Las posturas son encontradas, claro es, y las interpretaciones, múltiples; pero todas tienen presentes las ventajas que un grupo puede ofrecer comparado con la originaria situación de supuesta anarquía. El que existiese alguna vez la situación que menciono -y la posibilidad de que el contrato social, sobre entelequia útil para fundamentar el Estado, pudiera haber sido en un remoto tiempo un pacto efectivo- es cosa que debemos tomar con cautela y con acopio de la mayor dosis de duda que seamos capaces de conseguir y almacenar. Pero no es esa idea del contrato, ni tampoco la de la presencia anterior de la anarquía, la que me lleva a la reflexión. En este papel quisiera centrarme en algo así como el resultado del cruce del hobbesiano mundo de los conflictos generalizados, el del homo homini lupus, y el roussoniano mecanismo del pacto, con sus connotaciones idílicas que nos hablan del amor y el altruismo.Si lo que conocemos de las organizaciones sociales puede tomarse como muestra válida de lo que es el resultado de la unión en un grupo, la máxima de Hobbes parece mantener toda su validez sin más que utilicemos los plurales. Puede ser que la constitución de un grupo signifique, merced a los imperativos legales y el uso de la fuerza, el final de una supuestamente anterior lucha generalizada; pero ese fin del conflicto abierto no obra más que de forma interior, encauzando la pugna a través de costumbres e instituciones y aflorando cada vez que una crisis trastoca la situación estable. En todo caso, en ningún trance puede darse por supuesto que el mantenimiento del orden interno conduzca al paralelo uso de medios no violentos en las relaciones entre grupos diferentes. Tal cosa, de entenderse destinada a explicar lo que sucede entre Estados y naciones, no pasa de ser una pretenciosa muestra de la verdad de Perogrullo: la lectura de cualquier diario está prácticamente dirigida por la nómina de los conflictos que cada día mantienen esos grupos rígidamente organizados. No es ése tampoco el tema que me preocupa ahora; pero la situación de tensiones y luchas aparece -también y siempre-, en las cotidianas fricciones que enfrentan a los grupos menos aherrojados por el cuerpo jurídico a las comunidades, un tanto borrosa en sus fronteras y confusa en sus órganos y esqueletos, que se definen por relaciones étnicas, religiosas, económicas y aun políticas, en una lista que sin duda podríamos ampliar.

Quisiera detenerme en un tipo especial de relación violenta entre esos grupos borrosos: el de la discriminación. El contacto jerarquizado y discriminatorio es tan común en nuestras sociedades que podría pensarse en él como uno de los más útiles y rápidos medios para llegar a entender lo que en ellas sucede. Cualquier forma de organización que se pueda imaginar contiene en sí misma los elementos necesarios para que las discriminaciones aparezcan, y, por desgracia, es ésa una oportunidad que suele tomarse con tanta aplicación como aprovechamiento. Cuanto más patentes sean las señas de identidad, mejor se pueden ensayar las discriminaciones, y una de las más conseguidas fórmulas de cuanto supongo es la del racismo. A poco que lo permitan los cromosomas, la raza contiene signos capaces de conducir a identificaciones y clasificaciones muy exactas: todo depende del esfuerzo que haya de aplicarse. Si en Brasil existen pieles de todos los tonos imaginables entre el blanco lechoso y el negro de antracita, el resultado en términos de discriminación es diferente del que aparece en Estados Unidos, que cuenta también con una amplia gama de colores de tez. En algunos casos, tan cómodo instrumento queda disminuido en su eficacia: resulta más difícil distinguir a primera vista a un católico de un protestante que a un zulú de un holandés, pongamos por caso. Pero, si es necesario, la barbarie se las arregla perfectamente para arbitrar los medios que hicieren falta.

Decía poco tiempo atrás que la violencia entre los grupos que llamaba borrosos queda sujeta casi siempre a un protocolo distinto al que rige en las guerras organizadas y los conflictos entre Estados. Pero existen excepciones que, por lo general, suelen conducir a una imagen no demasiado digna de los Estados. Ni siquiera el referéndum celebrado últimamente en Suráfrica es capaz de atenuar la condena generalizada a un sistema político que institucionaliza el racismo. Pero tampoco nosotros, los españoles, estamos libres de toda culpa. Al margen de los múltiples ejemplos que pudieran encontrarse de discriminaciones por motivos expresamente negados en el artículo 14 de nuestra carta constitucional, es posible tropezamos con sorprendentes casos de una barbarie sostenida desde el Gobierno: tal la falta de relaciones diplomáticas, que ahora parece que toca a su fin, con un Estado que existe para todo el mundo no ocupado en hacerle la guerra. El que España no reconociera oficialmente la existencia de Israel e ignorara diplomáticamente las relaciones entre ambos países sólo podría justificarse por una oscura razón de Estado que ya ha sido demasiadas veces puesta en entredicho. Pudiera ser que los judíos como etnia, y aun como estructura religiosa, social y política, estén ya muy acostumbrados a tal tipo de discriminaciones; pero los españoles, como nación, quizá no mereciéramo el bochorno de seguir negándonos a la evidencia.

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© Camilo José Cela, 1983.

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