Tribuna:

A vídeo o muerte

Se conocían tanto que se desconocían como si acabaran de conocerse. Es decir, todo había tenido un comienzo y un fin ilusiones, esperanzas, mayos y revoluciones. El amor, también. Cocidas las utopías en el puchero diario, los cinco amigos se reunían el sábado por la noche en casa de cualquiera de ellos de los dos matrimonios, de la mujer sola-, aguardaban ceremoniosamente a que el experto en martinis les emborrachara de acuerdo con el ritual y, entre tanto, las mujeres decidían el restaurante a donde acudir, que siempre acaba por ser el mismo.Una vez consumido el tema de las últimas determinac...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Se conocían tanto que se desconocían como si acabaran de conocerse. Es decir, todo había tenido un comienzo y un fin ilusiones, esperanzas, mayos y revoluciones. El amor, también. Cocidas las utopías en el puchero diario, los cinco amigos se reunían el sábado por la noche en casa de cualquiera de ellos de los dos matrimonios, de la mujer sola-, aguardaban ceremoniosamente a que el experto en martinis les emborrachara de acuerdo con el ritual y, entre tanto, las mujeres decidían el restaurante a donde acudir, que siempre acaba por ser el mismo.Una vez consumido el tema de las últimas determinaciones del Gobierno, agotados los parlamentos sobre amigos comunes, llegaban, a los postres, al territorio tantas veces explorado de los recuerdos compartidos. Se rememoraban hazañas y se conjuraba el futuro, que parecía Regar veteado de incertidumbre en lo ajeno y transido de aplastante seguridad en lo propio. Las dos parejas alimentaban cierta conmiseración hacia la mujer sola, porque no había sabido retener, y ésta, a su vez, les dirigía juicios de superioridad, porque sólo habían sabido conservar.

Además, se querían y estaban bastante avergonzados de lo que habían llegado a ser, después de todos los proyectos. Pero eso no les hacía lanzarse unos sobre otros, descargando el rencor. Por el contrario, crecía en ellos una hiedra de solidaridad terrible, que podía llevarles a la tumba.

Así estaban las cosas cuando el más avanzado de los cinco -uno que siempre apostaba por mañana, como si mañana fuera una servilleta con la que poderse limpiar el pringue de¡ presente-, sin avisar previamente a los demás, compró un vídeo. Tal vez lo hizo sin reparar en lo que eso iba a suponer para el grupo. Tal vez sólo atendió por aburrimiento a la insistencia -de un vendedor suicida o al lujoso despligue en colores de un folleto.

Algo cambió, sin embargo. Empezaron a pelearse los sábados por la noche. En la sala de estar, como bestia en reposo, el vídeo esperaba tragarse su razón. Ellos discutían. Gandhi, La guerra de las galaxias, Casablanca, Lola la Piconera, El manantial de la doncella.

Seis meses más tarde, los cinco se habían separado por completo. Y cada uno se había comprado un vídeo.

Archivado En